domingo, 2 de febrero de 2020

Galdós y San Sebastián

En su libro Fisonomías sociales, Galdós dedica estas líneas a la capital donostiarra:


La importancia de esta ciudad, como residencia de verano es tan grande, que bien merece el nombre de capital canicular de las Españas, que algunos le han dado. Durante los meses de julio y agosto esto es un Madrid marítimo, un Madrid sin calor, rodeado de agua y de praderas. Lo que principalmente identifica a la hermosa ciudad guipuzcoana con la histórica villa es el vecindario que la habita en esta época, el cual es enteramente madrileño. En el boulevard y en el café se ven las mismas caras que hemos visto en Madrid durante el invierno. Esta inmigración enorme ha traído, con las fisonomías, las costumbres metropolitanas, aquella alegría de Madrid, que es como si la población estuviera en perpetua feria; ha traído las diversiones y espectáculos, los teatros, circos y conciertos. Para que nada falte, Madrid se trae a San Sebastián sus toros y toreros, y las corridas que aquí se dan compiten con las famosas de allá en la temporada de primavera. Y por fin la capitalización de esta ciudad queda rematada con el hecho de trasladarse aquí todos los políticos a continuar los manejos interrumpidos por la clausura del Congreso. 

Los mismos grupos que se ven a ciertas horas en la calle de Alcalá, en el Prado o en el Retiro, aparecen aquí sin más variación que las diferencias de vestido impuestas por el clima. Una de las figuras más decorativas de esta ciudad en verano es la del jefe de facción, rodeado de cuatro o cinco personajes de tercera fila, expresándose con reposado lenguaje un tanto misterioso, y afectando en todas sus conversaciones un interés por la cosa pública que raya en monomanía. Aquí son frecuentes las rupturas y las reconciliaciones entre los grupos o pandillas acaudilladas por esta o la otra persona. Se trabaja en la conspiración pacífica, y se preparan las campañas del invierno con un ahínco digno de más alto empleo. Los desposeídos vienen aquí a entonar el himno de sus lamentos, y los triunfadores a cantar el dies irae de las amenazas. Lo más particular es que, reinando entre todos un gran espíritu de tolerancia familiar, los políticos, cualesquiera que sean su color y divisa, se reúnen y discuten juntos, tratando de asuntos públicos en el tono más llano y pedestre del mundo.
Parece que traen entre manos un negocio que les pertenece exclusivamente, o que se reparten los beneficios de una sociedad comanditaria. Aunque parezca mentira, juzgando por las alharacas del Congreso y de la prensa, entre nuestros políticos reina una fraternidad grande. Los ministeriales y los de oposición se reúnen, se tratan amistosa y benévolamente, se prestan pequeños y aun grandes servicios; en una palabra, marchan de acuerdo en esta organizada explotación del país, que se llama política. Creeríase que es todo una comedia en la cual alternadamente trabajan estos y aquellos actores, conviniendo unos y otros en silbarse en público y en ayudarse entre bastidores.
Pero volvamos a San Sebastián. El madrileño encuentra aquí su pasear eterno, sus cafés poblados de gente, sus reuniones agradabilísimas, sus teatros, conciertos y ejercicios ecuestres, sus toros, y, por último, lo que allá se llama ampulosamente los círculos políticos. Suelen éstos componerse de algún aburrido ex ministro, de algún director en plena posesión de la nómina, rodeados ambos de una pequeña corte de secuaces, generalmente gente holgazana e inútil para todo, como no sea para la intriga. Otras veces componen los tales círculos algunos señores disponibles, procedentes de la respetable clase de abogados sin pleitos o médicos sin enfermos, y dánles fuerza e interés los cesantes, que a todo círculo de éstos se arriman para desembuchar el fárrago de sus agravios.
San Sebastián gana lo indecible con esta ventaja de los círculos políticos de verano, pues, aunque muchas tituladas eminencias y aun algunos jefes de partido veranean en los pueblos franceses de la frontera, las excursiones a España son frecuentes, y San Sebastián es un teatro constante de conferencias, aproximaciones, almuerzos políticos, comidas transcendentales y meriendas demoledoras. 

Cuando se entra por primera vez en esta ciudad, sorprenden su corrección, regularidad, aseo y hermosura. Se parece, por su situación, a Ginebra; tiene, en grado superior, la cultura de las mejores ciudades francesas y la alegría de las andaluzas. A primera vista se observa que es una ciudad de recreo, construida expresamente para que se divierta la gente. Es un gran albergue de forasteros, como Niza, Mónaco o Montecarlo, y se compone, casi exclusivamente, de notables casas de huéspedes y habitaciones particulares amuebladas, que se alquilan durante la temporada.
En veinte años próximamente, es decir, desde que se derribaron las murallas hasta la fecha, se ha realizado el prodigio de esta ciudad improvisada, hermosa como un ideal de ciudades. Todo en ella parece expresamente dispuesto para recreo de la vista. Las calles son anchas y rectas, el caserío monumental en su mayor parte, abundando aquí y allí los más ricos materiales de construcción. Los paseos y jardines públicos no desmerecen del caserío, y, por fin, la ciudad completa sus encantos con su situación incomparable, su rasante, perfectamente horizontal, entre una ría anchísima y una playa semicircular, abierta, bellísima. La ciudad nueva ocupa el istmo que une al continente la península o mogote de Monte-orgullu, un cerro empenachado de árboles, batido del mar en su mayor parte, alto, redondo, solo, magníficamente orgulloso y esbelto. Al pie de este verde y alegre monte se extiende la ciudad vieja, a la cual no debiera aplicarse en rigor este calificativo, pues, en realidad, sólo es una población menos nueva que la moderna. De la antigua San Sebastián no queda nada. Incendiada en una de nuestras guerras civiles, fue construida totalmente de nueva planta en época en que ya estaban muy generalizadas las buenas prácticas de urbanización. Fuera de la iglesia de Santa María, notable por su capacidad, la elegancia un tanto recargada de su arquitectura y por sus excelentes órganos, la vieja San Sebastián no ofrece nada de particular. 

En cambio, la ciudad nueva, la ciudad de recreo es un encanto. La moderna ciencia, arte, o lo que sea, de la urbanización no nos dará fácilmente un ejemplo más hermoso de la bondad de sus teorías. Es un pedazo de París, construido con la amplitud de las ciudades americanas. 

Pero el principal atractivo de San Sebastián consiste en su famosa playa llamada de la Concha. Los guipuzcoanos sostienen que es la mejor de las playas conocidas, y que la exploración de todo el litoral del Universo no daría por resultado el hallazgo de otra mejor. En esta misma costa cantábrica encontramos luego una playa, que, si no supera a la de San Sebastián, la iguala seguramente. La ventaja real de la célebre Concha está en su situación respecto de la ciudad. Decía el célebre Calino, el filósofo de la ingenuidad: «Siendo tan hermoso el campo, ¿por qué no se han construido en él las ciudades?» Aplicando esta filosofía a las residencias marítimas que hoy hacen tan gran papel en la terapéutica moderna, resulta que es mejor construir las ciudades en las playas, que llevar éstas a las ciudades. Los guipuzcoanos lo han entendido así, y han levantado un caserío de primer orden en las inmediaciones de la Concha. En dos minutos se puede ir, aquí, de la casa al baño y del baño al café. A las horas más calurosas del día, cuando las mansas olas reciben en su espuma ochocientos o mil bañistas, el aspecto de esta playa es de lo más bonito, animado y pintoresco que se podría imaginar. Los abigarrados trajes de tantas náyades y tritones forman un conjunto de indescriptible confusión, a la cual se une la algarabía de voces, risotadas de mujeres, hombres y niños, para hacerla más interesante. La promiscuidad de sexos se verifica en las condiciones más inocentes, y todo es allí confianza y alegría, dentro de la compostura que reclaman los peligros de la natación.
San Sebastián tiene un puertecito que parece de muñecas. En él no entran sino barcos pequeños. Pero hace algunos años que se empezaron las grandes obras del inmediato puerto de Pasajes, y, gracias a esto, la capital de Guipúzcoa no será simplemente un sitio de recreo, sino una plaza comercial de primer orden. Examinada esta ciudad en su vecindario fijo, resulta un pueblo híbrido, como todos los pueblos fronterizos. Así como en Bayona rara es la persona que no habla español, en San Sebastián casi todos los habitantes se expresan fácilmente en francés. Durante la temporada de verano los pueblos de ambas naciones que se dedican a albergar forasteros, están en comunicación constante; todos los días salen de San Sebastián trenes de recreo que llevan a Biarritz y a Bayona millares de personas ávidas de pasar la frontera. Cuando San Sebastián da las célebres corridas de toros, el ferrocarril transporta un número increíble de franceses, ansiosos de ver y gozar en territorio español el espectáculo de esa fiesta fascinadora que todos censuran y que todos desean conocer. Los extranjeros asisten a ella con verdadera fiebre de curiosidad, Todas las peripecias que en la plaza ocurren les impresionan de la manera más viva. El entusiasmo no cede sino al terror, y el batir palmas sólo cesa cuando se erizan los cabellos. Como rarísima vez hay desgracias, todo termina en júbilo y gritería, y los franceses se vuelven a Francia con marcada inclinación a introducir en su país nuestra clásica fiesta. Por San Sebastián han entrado en España muchas cosas de diversa índole: unas excelentes, otras muy malas. Por la misma ciudad (esto es profecía de un ingenioso francés) entrarán en Francia los toros.

Para expresar una opinión sobre el pueblo guipuzcoano es necesario dividirlo previamente en dos grandes grupos o secciones: los habitantes de la capital y los del campo. No haciendo esta distinción, que debe extenderse a todo el país vascongado, es fácil incurrir en injusticia. Más, separados los dos grupos o castas, ya podemos poner libremente nuestras simpatías en los habitantes de San Sebastián, quedando todos nuestros anatemas para la población rural, a quien debemos dos cruelísimas guerras civiles en lo que va de siglo. Todo lo que digamos en elogio de la cultura, del espíritu ampliamente expansivo y liberal que constituyen, con otras cualidades, el carácter de los guipuzcoanos de la capital, resultaría pálido al lado de la verdad. En cuanto a los rurales, han hecho demasiado daño a nuestro país para que podamos mirarles con simpatía, aunque no podemos negar que atesoran virtudes y prendas de valía. El vascongado es trabajador, leal, honrado, buen soldado y mejor marino, prodigio de constancia, o, hablando más propiamente, de tenacidad; pero la facilidad con que se enciende su espíritu en pro del absolutismo y la prontitud lamentable con que se arma en su defensa, le hace descender forzosamente en la escala de nuestra admiración. País es aquél de grandes errores y cuna de formidables caracteres. Dudo que en la historia toda se encuentre un ejemplo de constancia y de firmeza moral comparable al de San Ignacio de Loyola. Él sólo bastaría para que se adjudicase al tipo vascongado el primer premio en terquedad organizadora. En orden muy distinto, Juan Sebastián Elcano y Churruca ofrecen la misma cualidad aplicada a la morería con beneficio grande de la humanidad y de la civilización. También las armas han recibido honroso contingente del país vascongado, y las letras no han sido desairadas por esta singular raza. 

Convengamos, finalmente, en que es una raza fuerte, animosa, leal, nobilísima; pero que las influencias clericales, actuando en los campos con mejor éxito que en las ciudades, la ha desviado de los buenos caminos, infundiéndole ese espíritu suspicaz, fanático y levantisco al que debemos tantas desgracias. 

Y es maravilloso ver como ese mismo campesino, tan apto para la guerra, sabe mostrar disposiciones admirables para las artes de la paz, la agricultura y la industria. El territorio euskaro es el mejor cultivado de todo el Norte de España. Creeríase que la sangre vertida en él le ha dado fecundidad, y que los vascos aprenden con el uso del fusil el manejo del arado y la esteva. Varias industrias florecen en el Señorío; pero la principal es, quizás, la fabricación de armas de fuego. De muy antiguo descuella esta gente en la doma del hierro adaptándolo a todas las necesidades humanas; pero una predestinación particular les ha inclinado a trabajar en instrumentos de muerte como si conceptuaran que una de las más preciadas ocupaciones de la humanidad es andar a tiros por el absolutismo, la fe u otro ideal cualquiera. Eibar y Plasencia son los centros de esta industria, así como Tolosa se encarga de darnos el papel para nuestras publicaciones. Váyase, pues, lo uno por lo otro, y la imprenta se encargará de edificar lo que destruye la pólvora.

El rendimiento más pingüe de esta provincia está quizás en sus establecimientos balnearios, los cuales son tantos que no acertaría yo seguramente a contarlos, si lo intentara. La naturaleza ha puesto allí infinitos manantiales de aguas sulfurosas, que son, según dicen, el mejor remedio para cicatrizar las heridas de arma blanca y de fuego. Por razón de esta abundancia de establecimientos hidroterápicos, Guipúzcoa es, en verano, una gran casa de salud, un falansterio de enfermos que acuden en busca de alivio o de la ilusión del alivio que en los más de los casos patológicos viene a ser lo mismo. Hay que confesar que los baños vascongados son, por punto general, los mejores de la península en comodidad y aseo. En esto muestran visible adelanto sobre otras provincias. De veras digo, que si no fuera por el pícaro carlismo este país sería delicioso. Si se pudieran arrancar de él las raíces del monstruo, no tendría rival para la vida pacífica, laboriosa y tranquila. Pero ha de pasar algún tiempo antes de la extirpación completa, y entretanto procuremos inculcar en el ánimo del vascongado la idea de nacionalidad que apenas existe en él, combatiendo por todos los medios posibles el patriotismo local y de campanario que es origen de tantos males.



Ya que en el artículo se menciona a Churruca, recordaré cómo podéis adquirir la edición crítica que he realizado de Trafalgar.

 Acudid a vuestra librería habitual, indicad el título de la obra, el nombre del autor y que lo distribuyen Elkar y Santos Ochoa (el ISBN es 9781973569749)  

Además:

En Madrid, en la librería Pérez Galdós de la calle Hortaleza.

En el País Vasco y Navarra, en las librerías del grupo Elkar.

En Logroño y Soria, en Santos Ochoa.

En San Sebastián, en Lagun y Hontza.

En Pamplona, en Walden.

En Logroño, en Cerezo.

Y on line:

https://www.elkar.eus/es/liburu_fitxa/trafalgar-ed-centenario/perez-galdos-benito/alvaro-ocariz-jose-a-ed/9781973569749

https://www.santosochoa.es/a/9781973569749/TRAFALGAR___EDICION_CRITICA    




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