Kirk Douglas, el gladiador de Hollywood
Nacido Issur Danielovitch, él es el último
representante de una estirpe que transformó Hollywood mucho antes de la gran
revolución de los 70
05/12/2016 03:06
"No quiero ser un don nadie toda la vida. Quiero
que la gente me llame Señor". Kirk Douglas, en la piel del boxeador
Midge, escupe la frase en El ídolo de barro (1949). No es tanto
hipérbole, que también, como simple dolor. Años antes de que Scorsese canonizara
la imagen del púgil hundido por el peso de su propia sangre, Mark Robson
entregó al actor de Amsterdam (Nueva York) un papel con el aspecto de una
cicatriz. Pocas veces una frase sonó en la pantalla de forma más cruda, más
real, más enferma. Con la rabia que sólo da una biografía a la altura.
Les supongo informados, el próximo viernes el hombre
nacido como Issur Danielovitch con un taladro en el mentón cumplirá 100
años, un siglo perfecto desde la pobreza más absoluta hasta la perfección
del tótem. Hay tantos Kirk Douglas como espectadores han soñado con él, se han
enamorado de él y, sobre todo, han sufrido con él. Porque básicamente su
filmografía se alimenta de la desesperación. Como su propia vida. Se trata del
último testigo de un tiempo extraño donde los ídolos no eran ya seres perfectos
sino todo lo contrario; estrellas demediadas y marcadas por un pasado de ira y
barro. Al lado de él, Montgomery Clift, Burt Lancaster, Richard Widmark,
Glenn Ford y, apurando, hasta Marlon Brando. Todos, unos tipos tan
rocosos por fuera como frágiles por dentro. Todos, hijos de un tiempo que se
despertaba de la Segunda Guerra Mundial a una nueva era de
incertidumbre. Todos ya muertos. Menos él, el Señor Douglas. El último hombre
en pie.
Repasar su biografía, en parte, no es más que un
ejercicio pautado de contabilidad. Por cada golpe, una herida. Por cada sueño,
una pedrada. Su familia, de sobra conocido y repetido, era pobre, de los pobres
solemnes. Su primera autobiografía (vendrán más y cada vez un poquito
más tramposas, todo sea dicho) lo dejaba claro desde el título: El hijo de
un trapero. Allí contaba cómo su familia judía en un barrio antisemita,
como casi todos, vio en la inteligencia despierta del chaval la única
posibilidad de huida. Porque, en efecto, Douglas nació con una sola idea: huir.
La escuela rabínica parecía su destino natural. Pero... "Quería ser
actor", dice, "...mi madre me hizo un delantal negro e interpreté
a un zapatero en una obra del colegio. Mi padre, que jamás se interesó por mí,
me vio desde bambalinas sin que yo lo supiera. Tras la obra me dio mi único
Oscar: un helado".
Digamos que ése sería su primer golpe desde la lona,
desde un lugar más profundo quizá que simplemente las tripas. Vendrían más que
le harán más duro. "Mi motor siempre ha sido la furia", dijo
en una ocasión. Y lo que vale para la vida vale para el cine. Repasar la parte
más brillante de su filmografía, la que va desde mediados de los 40 a los 60,
no es otra cosa que un paseo por los cristales rotos de unos personajes
fundamentalmente violentos e íntimamente idénticos al propio Kirk. Siempre
sangrando.
Cuando, tras su primer secundario al lado de Barbara
Stanwyck en El extraño amor de Martha Ivers, el poderoso productor
Hal Wallis (el hombre de Casablanca) le propusiera un contrato por
siete películas, él lo rechazó. Pero no lo hizo con un simple "no".
"Me amenazó con dejarme a un lado. ¡Que te den por culo! Me arranqué la
lanza del costado", recuerda en Yo soy Espartaco. Digamos que éste
podría contar como su segundo y siempre desesperado uppercut. Desde más
abajo incluso de la lona.
Su convencimiento, o simple chulería, como se quiera,
le hizo vagar los siguientes tres años en calidad de segundón, que no
secundario, por producciones, eso sí, tan notables como Retorno al pasado
o Carta a tres esposas. "Tony [Curtis] contó una vez a un
periodista que yo era como una pantera con una lanza clavada en el costado,
con los músculos tensos, acechando el plató. En aquellos tiempos era
cierto", escribe. Y así hasta llegar a su siguiente, y van tres, gran
golpe. Éste el más espectacular de todos ellos.
En 1949 llegó la que parecía su gran oportunidad para
establecerse definitivamente como uno más entre el gran pelotón de actores que
pululaban por Hollywood. Junto a Gregory Peck y Ava Gardner, la
Metro le ofrecía, a cambio de mucho dinero y tranquilidad para siempre,
trabajar en El gran pecador. Y, de nuevo, el Douglas rebelde se hizo
notar. Rehusó la oferta a cambio de protagonizar una película de bajo
presupuesto a las órdenes de Mark Robson. El ídolo de barro, de ella se
trata, le valió su primera de las tres nominaciones al Oscar.
El músico, a imagen de Bix Beiderbecke,
enamorado y, por ello condenado, de la mujer a la que da vida Lauren Bacall
en El trompetista (Michael Curtiz, 1950); el reportero sensacionalista
de El gran carnaval (Billy Wilder, 1951) -el más brutal retrato
del periodismo y la sociedad americana del que nadie ha sido capaz-; el policía
corrupto en Brigada 21 (William Wyler, 1951); el productor de
cine desaprensivo y voraz en Cautivos del mal (Vincente Minnelli,
1952) -la más descarnada radiografía de la mentira de Hollywood- o la
tumultuosa encarnación del sufrimiento en la piel de Van Gogh en El loco del
pelo rojo (V. Minnelli, 1956) son sólo los más destacados ejemplos de una
carrera en la que cada personaje bebe de la agonía del actor.
Y así hasta llegar el año (1955, para ser precisos) en
el que Kirk Douglas toma definitivamente las riendas de su carrera y de su
vida. Sin duda, el K.O. técnico a su destino que siempre buscó. Es entonces
cuando funda su propia productora, Bryna Productions, que toma el nombre
de su madre. No es el primer actor que se atrevía. Ya antes, su gran amigo Burt
Lancaster hizo otro tanto. Era el momento. El poder omnímodo de las grandes
productoras se resquebrajaba merced a la sentencia antitrust contra la Paramount
en 1947. Además, a las estrellas les salía más rentable comprometerse con
las producciones y pagar el 52% antes que el 75% o el 92% de sus ingresos si no
lo hacían. Si a todo ello le sumamos la competencia de la televisión como nuevo
patrón oro del entretenimiento o las cada vez más claudicantes leyes de censura
o la competencia de las producciones europeas, el resultado es que el futuro
parecía diseñado para gente tan herida e iracunda como Douglas.
Entre 1955 y 1986, Bryna produjo 18 películas. Entre
ellas, algunos de los títulos que forjarían la leyenda del hombre que en unos
días será ya superhombre. Para siempre. Pacto de honor (André de Toth,
1955) fue la primera película pensada, producida y protagonizada por Douglas.
Luego, entre otras, vendrían Senderos de gloria (Stanley Kubrick,
1957), Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), Los valientes
andan solos (David Miller, 1962) o, por encima de todas ellas, Espartaco
(Stanley Kubrick, 1960).
La película sobre la novela de Howard Fast adaptada
por Dalton Trumbo significó, como se esfuerza en demostrar en su último
libro de memorias, el fin de las listas negras de Hollywood. O quizá no
tanto como pretende el autor. Pero tampoco quitemos brillo al mito. Y menos
ahora. Sea como sea, ahí quedó, en los títulos de crédito, el nombre del por
siempre maldito y genial Trumbo para la posteridad. Por fin, el hombre, el más
célebre de los llamados 10 de Hollywood que se negaron a testificar en
1947 en los famosos juicios del maccarthysmo, recuperaba la visibilidad
y, ya puestos, la honra. Detrás quedaba la cárcel, el exilio y la más flagrante
injusticia que vio Hollywood. De nuevo, la imagen del luchador que Douglas
había hecho suya como motivo de vida y de obra se imponía.
"Un espíritu revolucionario recorre el
planeta", escribe en sus memorias como apología y resumen de
lo que fue para él la cinta que, por cierto, tanto llegó a despreciar su
director. "¿Es contagioso? Nos sorprende ver en ciudades estadounidenses a
multitudes expresándose al unísono y poniendo en cuestión una estructura de
poder que parece inexpugnable. Eso es lo que hizo Espartaco. Y decenas de
millares unieron su voz a la suya. Juntos, todos eran Espartaco".
Pues eso. Douglas, el último hombre en pie.
Adiós a Espartaco, el eterno gladiador de Hollywood
Muere el legendario actor Kirk Douglas a los 103 años
- PABLO SCARPELLINI
Los Ángeles
Jueves, 6 febrero 2020 - 04:42
La leyenda del cine, protagonista de 'Espartaco' y
'Senderos de Gloria', ha muerto este miércoles en Los Ángeles tal y como ha
confirmado su hijo, el también actor Michael Douglas
Kirk Douglas, uno de los últimos supervivientes de la
era dorada de Hollywood, el seductor de la barbilla partida y patriarca de un
clan de actores, protagonista de joyas del cine como Espartaco o Senderos
de Gloria, ha fallecido este miércoles en Los Ángeles a los 103 años de
edad. Su hijo Michael ha confirmado la noticia a través de redes
sociales.
"Es con tremenda tristeza que mis hermanos y yo
anunciamos que Kirk Douglas nos ha dejado hoy a los 103 años", aseguró el
protagonista de Instinto Básico."Para el mundo era una leyenda,
un actor de la era dorada de las películas que vivió hasta bien entrada su
vejez, un humanitario cuyo compromiso con la justicia y con las causas en las
que creía nos inspiró a todos. Pero para mí y mis hermanos, Joel y Peter, era
simplemente un padre, para Catherine (Zeta-Jones) un fantástico suegro y para
sus nietos un fabuloso bisabuelo".
Douglas llevaba años retirado del cine. Su última aparición fue en Illusion (2004), un filme de Michael
Goorjian. Ya entonces su salud llevaba años en un proceso de rápido deterioro.
En 1996 sufrió una apoplejía, lo que limitó su capacidad para hablar. El actor
se sometió a un tratamiento de terapia del lenguaje para poder seguirse
comunicando con normalidad. Poco después lo contó en un libro, My Stroke of
Luck. Además, de vez en cuando escribía en un blog.
Pero para mí y mis hermanos Joel y Pedro él era simplemente papá, para Catherine, un maravilloso suegro, a sus nietos y bisnieto su amoroso abuelo, y a su esposa Anne, un maravilloso esposo.
La vida de Kirk fue bien vivida, y deja un legado en película que perdurará durante generaciones venideras, y una historia como un reconocido filántropo que trabajó para ayudar al público y traer paz al planeta.
Déjame terminar con las palabras que le dije en su último cumpleaños y que siempre seguirá siendo verdad. Papá, te quiero mucho y estoy muy orgulloso de ser tu hijo.
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