lunes, 27 de enero de 2020

Churruca, en ebook y en formato libro






Ya está también en formato ebook, por lo que, de momento, se puede conseguir en Amazon:

- formato ebook: https://www.amazon.es/dp/B0848SKRNW
- formato libro: https://www.amazon.es/dp/1659639735

Muy pronto estará distribuido en librerías.

18 de febrero en Vitoria






El martes 18 de febrero a las siete de la tarde en el salón de actos  de Dendaraba daré una charla y proyectaré unas diapositivas sobre Ucrania.

También llevaré ejemplares de mi libro TARAS SHEVCHENKO, LAVOZ DE LA UCRANIA LIBRE.

Sería un placer contar con vuestra presencia.



Si alguien no puede acudir y desea adquirir un ejemplar, no tiene más que acercarse a su librería habitual e indicar que lo distribuye Elkar.


Además, en el País Vasco y Navarra, en las librerías del grupo Elkar.


On line:

Amazon:    formato ebook: https://www.amazon.es/dp/B07RRBFT4P

                   formato libro: https://www.amazon.es/dp/1097756270

y en :







domingo, 19 de enero de 2020

20 de enero, San Sebastián

Como donostiarra, no puedo menos que recordar al santo patrono de nuestra ciudad. Esta es la poesía que le dedicó Gerardo Diego:



Atado a un tronco un cuerpo, un torso, un blanco.
Un silbo, un vuelo, un bosque de saetas.
Ya apenas se divisa la blancura
de la piel hermosísima. Las sombras
de las viras y plumas oscurecen
tanta esforzada lividez. Arroyos
de sangre moza manchan sobre el pecho
barras y barras de nobleza en Cristo.

Danzando está su danza arrebatada.
No hubo tronco de olivo en lama y nudo
ni fuste de abedul, lepra de plata,
ni torsión vehementísima de sándalo
que inmovilice así sobre su eje
tanta mudanza alígera en un grito.

Sebastián es el mártir, el que venga
la soberbia oceánica, el escollo
donde un titán encadenado canta
y en fuego y danza se desencadena.
El no robó la llama, él se la azufra,
la exalta de su sangre y la devuelve
al cielo que la sorbe restallándola.

Oh bandera de rojos y violetas
y azules velocísimos, oh incólume
Sebastián en tu asta, en tu blancura
acebrada. Despréndense las flechas,
y tú, alentando, cantas en triunfo,
danzas la fe de Cristo ensangrentada.






sábado, 18 de enero de 2020

En Noticias de Alava (180120)


Noticias de Alava, 18/01/2020
“Champourcín es una poeta nuestra, vasca, de Vitoria y hay que reivindicarla”
José Andrés Álvaro Ocáriz edita un libro sobre cuatro destacadas escritoras que incluye a la autora alavesa.
Vitoria - Acercarse a "cuatro mujeres que tuvieron problemas para realizar su vocación de escritoras y que, pese a todo, siguieron adelante con sus respectivos proyectos vitales". A partir de una serie de conferencias sobre Rosalía de Castro, Carolina Coronado, Ernestina de Champourcín y Corín Tellado, el escritor e investigador José Andrés Álvaro Ocáriz -autor, entre otros libros, de la más completa biografía del compositor alavés Sebastián Iradier- presenta ahora un libro en el que tanto los perfiles como la producción de estas creadoras toman un papel protagonista.

Bajo el título de Cuatro escritoras, cuatro miradas de mujer, Ocáriz toma esas charlas como referencia para completar y adaptar a la herramienta de la palabra escrita estos acercamientos. "Ni puedes hablar como escribes, ni puedes escribir como hablas. Si lo haces, la gente se aburre o en un lado o en otro", así que el libro aporta su propio lenguaje para caminar por la vida y obra de las cuatro.

En el caso específico de la autora vitoriana, "es muy llamativo porque Ernestina tiene una vida muy llamativa, pero también muy desconocida". En este caso, el investigador apunta tres factores importantes. El primero de ellos tiene que ver, cómo no, con su condición de mujer. "Hay muchos personajes femeninos muy importantes que han pasado desapercibidos en la historia y ella no es una excepción. De Ernestina se han hecho muy pocos ejercicios de recuperación de su huella. Su poesía no se conoce y no se conoce a la escritora, a la persona".

A juicio de Ocáriz, a Champourcín también le sucede lo que a otros compañeros de la Generación del 27. "En realidad, se habla mucho de Lorca pero, sobre todo, por ser fusilado. De su obra no se habla tanto como se piensa. Qué decir, por ejemplo, de un Premio Nobel como Vicente Aleixandre. Claro, si de los que, en teoría, más se habla, se habla poco, de Ernestina, muchísimo menos". Pero el autor señala otra circunstancia que ha jugado en contra de la escritora nacida en Vitoria en 1905 y fallecida hace 21 años. "El hecho de tener una poesía religiosa del siglo XX hace que no pocos la aparten de sus programaciones. Parece que hay cosas de las que no se quiere hablar".

Frente a eso, José Andrés Álvaro Ocáriz apunta que "es una poeta nuestra, vasca, de Vitoria y hay que reivindicarla", además en sus distintas facetas, es decir, mirando a su producción literaria, pero también a su vida personal (estuvo casada con el secretario de Manuel Azaña) por el componente político de la misma. "También hay que hablar de ella como exiliada, como una mujer comprometida en la lucha contra el franquismo, como persona que terminó volviendo y cómo fue ese regreso", apunta. - C.G.



¿Cómo conseguir el libro?


En Amazon:



- en formato libro: https://www.amazon.es/dp/1704689597



En cualquier librería, indicad el nombre del autor, el título y que lo distribuye Elkar.

On line también, en:

 
 https://www.elkar.eus/es/liburu_fitxa/cuatro-escritoras-cuatro-miradas-de-mujer-rosalia-de-castro-carolina-coronado-ernestina-de-champourcin-corin-tellado/alvaro-ocariz-jose-andres/9781704689593



jueves, 16 de enero de 2020

Galdós en Radio Euskadi (150120)




Os envío la entrevista que me realizaron ayer en Radio Euskadi. En ella hablé de la relación de Galdós con el País Vasco. Es a partir del minuto 28,50.

 https://euskalpmdeus-vh.akamaihd.net/multimedia/audios/2020/01/15/2547802/20200115_17140701_0012534594_002_001_IFLANDIA__15.mp3




Ya sabéis cómo podéis adquirir mi edición de Trafalgar.  Acudid a vuestra librería habitual, indicad el título de la obra, el nombre del autor y que lo distribuyen Elkar y Santos Ochoa (el ISBN es 9781973569749)  

Además:

En Madrid, en la librería Pérez Galdós de la calle Hortaleza.

En el País Vasco y Navarra, en las librerías del grupo Elkar.

En Logroño y Soria, en Santos Ochoa.

En San Sebastián, en Lagun y Hontza.

En Pamplona, en Walden.

En Logroño, en Cerezo.

Y on line:

https://www.elkar.eus/es/liburu_fitxa/trafalgar-ed-centenario/perez-galdos-benito/alvaro-ocariz-jose-a-ed/9781973569749

https://www.santosochoa.es/a/9781973569749/TRAFALGAR___EDICION_CRITICA    



sábado, 11 de enero de 2020

Electra (IV y V)


Acto IV
 
Jardín del palacio de García Yuste. A la derecha la entrada al palacio, con escalera de pocos peldaños. A la izquierda, haciendo juego con la entrada, un cuerpo de arquitectura grutesca, decorado con bajorrelieves: al pie de esta construcción un banco de piedra, en ángulo, de traza elegante. Jarrones o plantas exóticas  decoran esta terraza con piso de mosaico, entre el edificio y el suelo enarenado del jardín. En segundo término y en el fondo, el jardín, con grandes árboles y macizos de flores. Del centro parten tres paseos en curvas. El de la izquierda conduce a la calle. Sillas de hierro. Es de día.
 


 
ELECTRA, PATROS, con una cesta de flores que acaban de coger.
 

ELECTRA.-   (Sacando del bolsillo una carta.)  Déjame aquí las flores y toma la carta.
PATROS.-   (Deja las flores.)  Y van tres hoy.
ELECTRA.-   (Escogiendo las flores pequeñas, forma con ellas tres ramitos.)  No caben en el tiempo las infinitas cosas que Máximo y yo tenemos que decirnos.
PATROS.-  Bendito sea Dios, que de la noche a la mañana ha dado tanta felicidad a la señorita.
ELECTRA.-  Anoche pidió mi mano. Hoy decidirán mis tíos la fecha de nuestra boda.
PATROS.-  Y entre tanto, carta va, carta viene.
ELECTRA.-  En estas horas de impaciencia febril, Máximo y yo no podemos privarnos de la comunicación escrita. En mi carta de las ocho y quince le decía cosas muy serias; en la de las nueve y veinticinco le decía que no se descuide en dar a Lolín la cucharadita de jarabe cada dos horas, y en ésta que ahora llevas le advierto que mi tía está en misa, que aún tardará en venir. Tienen que hablar... naturalmente...
PATROS.-  Ya... Hasta las once no volverá de misa la señora...
ELECTRA.-  Y a las once irá yo con el tío.  (Atando los tres ramitos.)  Ea, ya están. Éste para él, y éstos para los nenes. A cada uno el suyo para que no se peleen...  (Disponiéndose a componer el ramo grande.)  Ahora el ramo para la Virgen de los Dolores... Vete y vuelve pronto para que me ayudes... Espérate por la contestación, que aunque sólo sea de dos palabras me colmará de alegría.
PATROS.-  Voy volando.  (Vase corriendo por el foro.) 
ELECTRA.-   (Eligiendo las flores más bonitas para formar el ramo.)  Hoy, Virgen mía, mi ofrenda será mayor: debiera ser tan grande que dejara sin una flor el jardín de mis tíos; quisiera poner hoy ante tu imagen todas las cosas bonitas que hay en la Naturaleza, las rosas, las estrellas, los corazones que saben amar... ¡Oh, Virgen santa, consuelo y esperanza nuestra, no me  abandones, llévame al bien que te he pedido, al que me prometiste anoche, hablándome con la expresión de tus divinos ojos, cuando yo con mis lágrimas te decía mí ansiedad, mi gratitud...!
PATROS.-   (Presurosa por el fondo.)  No traigo carta; pero sí un recadito que vale más.
ELECTRA.-  ¿Qué?.... ¿Sale?
PATROS.-  Ahora mismo, en cuanto se vayan unos señores que ya estaban despidiéndose... Que le espere usted aquí y hablarán un ratito... Mejor que ir a una conferencia telefónica.
ELECTRA.-   (Mirando al fondo.)  ¿Vendrá ya?  (Siente pasos.)  Me parece...
PATROS.-  Ya viene.
ELECTRA.-   (Dándole el ramo.)  Toma... Para la Virgen.
PATROS.-  Ya, ya.
ELECTRA.-   (Deteniéndola.)  Pero no se lo pongas a la Virgen del oratorio... Cuidado, Patros... A la del oratorio no, sino a la mía, a la que tengo en la cabecera de mi cama. Por Dios, no te equivoques.
PATROS.-  ¡Ah, no...! ya sé...  (Entra corriendo en la casa.) 


Escena II
 
ELECTRA, MÁXIMO, después el MARQUÉS.
 

MÁXIMO.-   (A distancia, abriendo un poco los brazos.)  ¡Niña!
ELECTRA.-   (Lo mismo.)  ¡Maestro!
MÁXIMO.-  Estamos avergonzados... No sabemos qué decirnos.
ELECTRA.-  Avergonzadísimos. Empieza tú.
MÁXIMO.-  Tú... Para que se te quite la vergüenza, dime una gran mentira: que no me quieres.
ELECTRA.-  Dime tú primero una gran verdad.
MÁXIMO.-  Que te adoro.  (Se aproximan.) 
ELECTRA.-  ¡Falso, traidor! Toma esta rosa que he cogido para ti. Es pequeñita y modesta. Así quisiera ser siempre para ti tu chiquilla.  (Se la pone en el ojal.) 
MÁXIMO.-   (Con admiración.)  ¡Corazón grande, inteligencia superior!
ELECTRA.-  Aumenta corazón y rebaja inteligencia.
MÁXIMO.-  No rebajo nada.
ELECTRA.-  ¿Sabes? Quisiera yo ser muy bruta, muy cerril, para llegar a ti en la mayor ignorancia, y que pudieras tú enseñarme las primeras ideas. No quiero tener nada que no sea tuyo.
MÁXIMO. Ideas hermosas y sentimientos nobles te sobran. Dios te ha dotado generosamente colmándote de preciosidades, y ahora te pone en mis manos para que este obrero cachazudo te perfile, te remate, te pulimente.
ELECTRA.-  Te vas a lucir, maestro: yo te digo que te lucirás.
MÁXIMO.-  Haré una mujer buena, juiciosa, amante... ¡Vaya si me luciré!  (Mira su reloj.) 
ELECTRA.-  No te detengas por mí. Miremos ante todo a las obligaciones. ¿Tardarás mucho?
MÁXIMO.-  No creo... Estaré aquí cuando Evarista vuelva de misa.
ELECTRA.-  ¿Y nuestro marqués ha venido, como nos prometió?
MÁXIMO.-  En casa le dejo, escribiendo una carta para su notario. ¡Incomparable amigo!... ¡Ah! ¿no sabes? Anoche, cuando volvimos a casa? le referí tu novela paterna... la novela de dos capítulos. Está el hombre indignado... pero en ello vamos ganando, que así la tenemos a nuestra completa devoción, y con más alma y cariño nos defiende.
ELECTRA.-   (Sorprendida.)  ¿Pero necesitamos defensa todavía?
MÁXIMO.-  En lo esencial, claro es que no... ¿Pero quién te asegura que los rivales de nuestro amigo no, nos molestarán con dificultades, con entorpecimientos de un orden secundario?
ELECTRA.-   (Tranquilizándose.)  De eso nos reiríamos.
    MÁXIMO.-  Pero riéndonos... debemos prevenir...
MARQUÉS.-   (Presuroso por el foro.)  ¿Aquí todavía?
MÁXIMO.-  Marqués, en sus manos encomiendo mi alma.
MARQUÉS.-   (Riñéndole cariñoso.)  ¡Que llegas tarde!
MÁXIMO.-  Ya me voy. Hasta muy luego.
ELECTRA.-   (Viéndole salir.)  Corre... Ven pronto.


Escena III
 
ELECTRA, el MARQUÉS.
 

MARQUÉS.-  Bien por el galán científico. ¡Y qué admirable hallazgo para ti! Tu amor juvenil necesita un amor viudo, tu imaginación lozana una razón fría. Al lado de este hombre, será mi niña una gran mujer.
ELECTRA.-  Seré lo que él quiera hacer de mí.  (Con gran curiosidad.)  Dígame, marqués, ¿trató usted a la pobrecita mujer de Máximo? No extrañará usted mi curiosidad... Es muy natural que desee conocer la vida anterior del hombre que amo.
MARQUÉS.-  No la traté... la vi en compañía de Máximo una, dos veces. Era vascongada, desapacible, vulgar, poco inteligente; buena esposa, eso sí. Pero no debió de ser aquel matrimonio un modelo de felicidades.
ELECTRA.-  A los padres de Máximo sí les conoció usted.
MARQUÉS.-  A la madre no la vi nunca: era francesa, señora de gran mérito. Mi mujer fue su amiga. A Lázaro Yuste sí le traté, aunque no con intimidad, en España y en Francia, allá por el 68... Hombre muy inteligente y afortunado en el negocio de minas, y con no poca suerte  también, según decían, en las campañas amorosas. Era hombre de historia.
ELECTRA.-  En eso no se parece a su hijo, que es la misma corrección.
MARQUÉS.-  Bien puedes decir que te ha tocado el lote de marido más valioso y completo: cerebro de gigante, corazón de niño. Por tenerlo todo, hasta es poseedor de una buena fortuna: lo que le dejó su padre, y la reciente herencia de franceses. ¿Qué más quieres? Pide por esa boca, y verás como Dios te dice: «Niña, no hay más».
ELECTRA.-   (Suspirando fuerte.)  ¡Ay!... Y ahora dígame, señor marqués de mi alma: ¿puedo estar tranquila?
MARQUÉS.-  Absolutamente.
ELECTRA.-  ¿Y nada debo temer de las dos personas que...? Ya sabe usted que se creen con autoridad...
 MARQUÉS.-  Algo podrán molestarnos quizás... Pero ya les bajaremos los humos.
ELECTRA.-  ¿El señor de Cuesta...?
MARQUÉS.-  Es el de menos cuidado. Hoy he hablado con él, y espero que acabe por apoyarnos resueltamente.
ELECTRA.-  ¿El señor de Pantoja...?
MARQUÉS.-  Ese rezongará, nos dará cuantas jaquecas pueda, si se las consentimos; tocará la trompa bíblica para meternos miedo; pero no le hagas caso.
ELECTRA.-  ¿De veras?
MARQUÉS.-  No puede nada, nada absolutamente.
ELECTRA.-  Y si me le encuentro por ahí, ¿no tengo por qué asustarme?
MARQUÉS.-  Como te asustaría un moscardón con su zumbido mareante, que va y viene, gira y torna...
ELECTRA.-  ¡Oh, qué alivio para mi pobre espíritu!  (Con entusiasmo cariñoso.)  Señor marqués de Ronda, Dios le bendiga.
MARQUÉS.-   (Muy afectuoso.)  ¡Pobre niña mía! Dios será contigo.


Escena IV
 
Los mismos; DON URBANO, que viene de la casa, con sombrero.
 

DON URBANO.-  Marqués, Dios la guarde.
MARQUÉS.-  ¿Puedo hablar con usted, querido Urbano?
DON URBANO.-  ¿Será lo mismo después de misa?  (A ELECTRA.)  Pero, chiquilla, ¿estás con esa calma? Ya tocan.
ELECTRA.-  No tengo más que ponerme el sombrero. Medio minuto, tío.  (Entra corriendo en la casa.) 
MARQUÉS.-  Fijaremos la fecha de la boda, y se extenderá en regla el acta de consentimiento.
DON URBANO.-  Mejor será que trate usted ese asunto con Evarista.
MARQUÉS.-  Pero, amigo mío, ha llegado la ocasión de que usted haga frente a ciertas injerencias que anulan la autoridad del jefe de la familia.
DON URBANO.-  Querido marqués, pídame usted que altere, que trastorne todo el sistema planetario, que quite los astros de aquí para ponerlos allá; pero no me pida cosa contraria a los pareceres de mi mujer.
MARQUÉS.-  Hombre, no tanta, no tanta sumisión... Yo insisto en que debo tratar este asunto particularmente con usted, no con Evarista.
DON URBANO.-  Véngase usted con nosotros a misa y hablaremos.
MARQUÉS.-  Sí que iré.


Escena V
 
Los mismos; ELECTRA, EVARISTA, PANTOJA.
 

ELECTRA.-   (Con sombrero, guantes, libro de misa.)  Ya estoy.
DON URBANO.-  Vamos. El marqués nos acompaña.
EVARISTA.-   (Por el fondo izquierda, seguida de PANTOJA.)  Vayan pronto.
PANTOJA.-  Pronto, si quieren alcanzarla.
EVARISTA.-  ¿Volverá usted, marqués?
MARQUÉS.-  ¡Oh! seguro, infalible.
EVARISTA.-  Hasta luego.  (Vase ELECTRA, el MARQUÉS y DON URBANO por el fondo izquierda.) 


Escena VI
 
EVARISTA, PANTOJA, que en actitud de gran cansancio y desaliento se arroja en el banco de la izquierda, primer término.
 

EVARISTA.-  ¿Pasamos a casa?
PANTOJA.-  No: déjeme usted que respire a mis anchas. En la iglesia me ahogaba... El calor, el gentío...
EVARISTA.-  Hará que le traigan a usted un refresco... ¡Balbina!
PANTOJA.-  Gracias.
EVARISTA.-  Una taza de tila...
PANTOJA.-  Tampoco.  (Sale BALBINA. La señora le da la mantilla, que acaba de quitarse, y el libro de misa, y le manda que se retire.) 
EVARISTA.-  No hay motivo, amigo mío, para tan gran aflicción.
PANTOJA.-  No es mi orgullo, como dicen, lo que se siente herido: es algo más delicado y profundo. Se me niega el consuelo, la gloria de dirigir a esa criatura y de llevarla por el camino del bien. Y me aflige más, que usted, tan afecta a mis ideas; usted, en quien yo veía una fiel amiga y una ferviente aliada, me abandone en la hora crítica.
EVARISTA.-  Perdone usted, señor Don Salvador. Yo no le abandono a usted. De acuerdo estábamos ya para custodiar, no digo encerrar, a esa loquilla en San José de la Penitencia, mirando a su disciplina y purificación... Pero ha surgido inopinadamente la increíble ventolera de Máximo, y yo no puedo, no puedo en modo alguno negar mi consentimiento... Ello será una locura: allá se les haya... ¿Pero de Máximo, como hombre de conducta, qué tiene usted que decir?
PANTOJA.-  Nada.  (Corrigiéndose.)  ¡Oh, sí! algo podría decir... Mas por el momento sólo digo que Electra no está preparada para el matrimonio, ni en disposición de elegir con acierto... No rechazo yo en absoluto su casamiento, siempre que sea con un hombre cuyas ideas no puedan serle dañosas... Pero eso vendrá después. Lo primero es que esa tierna criatura ingresa en el auto asilo, donde la probaremos, pulsaremos con exquisito tacto su carácter, sus gustos, sus afectos, y en vista de lo que observemos se determinará...  (Con altanería.)  ¿Qué tiene usted que decir?
EVARISTA.-   (Acobardada.)  Que para ese plan... hermosísimo, lo reconozco... no puedo ofrecer a usted mi cooperación.
PANTOJA.-   (Con arrogancia, paseándose.)  De modo que según usted, mi señora Doña Evarista, si la niña quiere perderse, que se pierda; si ella se empeña en condenarse, condénese en buen hora.
EVARISTA.-   (Con mayor timidez, sugestionada.)  ¡Su perdición!... ¿Y cómo evitarla?... ¿Acaso está en mi mano?
PANTOJA.-   (Con energía.)  Está.
EVARISTA.-  ¡Oh! no... Me falta valor para intervenir... ¿Y con qué derecho?... Imposible, Don Salvador, imposible...
PANTOJA.-   (Afirmándose más en su autoridad.)  Sepa usted, amiga mía, que el acto de apartar a Electra   de un mundo en que la cercan y amenazan innumerables bestias malignas, no es despotismo: es amor en la expresión más pura del cariño paternal, que comúnmente lastima para curar. ¿Dada usted de que el fin grande de mi vida, hoy, es el bien de la pobre niña?
EVARISTA.-   (Acobardándose más.)  No lo dudo... No puedo dudarlo.
PANTOJA.-   (Con efusión y elocuencia.)  Amo a Electra con amor tan intenso, que no aciertan a declararlo todas las sutilezas de la palabra humana. Desde que la vieron mis ojos, la voz de la sangre clamó dentro de mí, diciéndome que esa criatura me pertenece... Quiero y debo tenerla bajo mi dominio santamente, paternalmente... Que ella me ame como aman los ángeles... Que sea imagen mía en la conducta, espejo mío en las ideas. Que se reconozca obligada a padecer por los que le dieron la vida, y purificándose ella, nos ayuda, a los que fuimos malos, a obtener el perdón... Por Dios, ¿no comprende usted esto?
EVARISTA.-   (Agobiada.)  Sí, sí. ¡Cuánto admiro su inteligencia poderosa!
PANTOJA.-  Menos admiración y más eficacia en favor mío.
EVARISTA.-  No puedo...  (Se sienta, llorosa y abatida.) 
PANTOJA.-  Naturalmente, a usted no puede inspirar Electra el inmenso interés que a mí me inspira.  (Empleando suaves resortes de persuasión.)  Si por el pronto causara enojos a la niña su apartamiento de las alegrías mundanas, no tardará en hacerse a la paz, a la quietud venturosa... Yo la dotaré ampliamente. Cuanto poseo será para ella, para esplendor de su santa casa... Electra será nombrada Superiora; y bajo mi autoridad gobernará la Congregación...  (Con profunda emoción.)  ¡Qué feliz será, Dios mío, y yo qué feliz!  (Quédase como en éxtasis.) 
EVARISTA.-  Comprendo, sí, que al no acceder yo a lo que usted pretende de mí, privo a esa criatura de llegar al estado más perfecto en la condición humana... Bien conoce usted mis sentimientos. ¡Con cuánto gusto trocaría la opulencia en que vivo por la gloria de dirigir obscuramente una  casa religiosa de mucho trabajo y humildad!... Siempre admiré a usted por su protección a La Penitencia; le admiré más al saber que redoblaba usted sus auxilios cuando mi pobre Eleuteria, traspasada de dolor cual nueva Magdalena, buscaba en ese instituto la paz y el perdón. En el acto de usted vi la espiritualidad más pura.
PANTOJA.-  Sí: cuando su desgraciada prima de usted entró en aquella casa, mi protección no sólo fue más positiva, sino más espiritual. Nunca vi a Eleuteria después de convertida, pues de nadie ni aún de mí mismo, se dejaba ver. Pero yo iba diariamente a la iglesia, y platicaba en espíritu con la penitente, considerándola regenerada, como lo estaba yo. Murió la infeliz a los cuarenta y cinco años de su edad. Gestioné el permiso de sepultura en el interior del edificio y desde entonces protegí más la Congregación, la hice enteramente mía, porque en ella reposaban los restos de la que amé. Nos había unido el delito y ya nos unía el arrepentimiento; ella muerta, yo vivo...
EVARISTA.-  Y ahora, el que bien podremos llamar fundador,  todos los días, sin faltar uno, visita la santa casa y el cementerio humilde y poético donde reposan las Hermanas difuntas...
PANTOJA.-   (Vivamente.)  ¿Lo sabe?
EVARISTA.-  Lo sé... Y ronda el patio florido, a la sombra de cipreses y adelfas...
PANTOJA.-  Es verdad. ¿Y cómo sabe...?
EVARISTA.-  Ronda y divaga el fundador, rezando por sí y por la pobre pecadora, implorando el descanso de ella, el descanso suyo.
PANTOJA.-  ¡Oh! sí... Allí reposarán también mis pobres huesos.  (Con gran vehemencia.)  Quiero, además, que así como mi espíritu no se aparta de aquella casa, en ella resida también, por el tiempo que fuera menester, el espíritu de Electra... No la forzaré a la vida claustral; pero si probándola, tomase gusto a tan hermosa vida y en ella quisiese permanecer, creería yo que  Dios me había concedido los favores más inefables. Allí las cenizas de la pecadora redimida, allí mi hija, allí yo, pidiendo a Dios que a los tres nos dé la eterna paz. Y cuando llegue la muerte, los tres reposando en la misma tierra, todos mis amores conmigo, y los tres en Dios... ¡Oh, qué fin tan hermoso, qué grandeza y qué alegría!
EVARISTA.-   (Con emoción muy viva.)  ¡Grandeza, sí, idealidad incomparable!
PANTOJA.-  ¿Duda usted todavía de que mis fines son elevados, de que no me mueve ninguna pasión insana?
EVARISTA.-  ¿Cómo he de dudar eso?
PANTOJA.-  Pues si mi plan le parece hermoso, ¿por qué no me auxilia?
EVARISTA.-  Porque no tengo poder para ello.
PANTOJA.-  ¿Ni aun asegurándole que la reclusión de la niña tendrá carácter de prueba...?
EVARISTA.-  Ni aun así.
EVARISTA.-  No, Don Salvador, no cuente conmigo...  (Luchando con su conciencia.)  Reconozco la elevación... Con ellas simpatizo... Ecos y caricias de esas ideas siento yo en mi alma; pero algo debo también a la vida social, y en la vida social y de familia es imposible lo que usted desea.
PANTOJA.-   (Disimulando su enojo.)  Está bien. Paciencia...  (Caviloso y sombrío, se pasea.) 
EVARISTA.-   (Después de una pausa.)  ¿Qué piensa usted?... ¿Renuncia...?
PANTOJA.-   (Con naturalidad, y firmeza.)  No, señora...
EVARISTA.-  ¿Y cómo...?
PANTOJA.-  No lo sé... No me faltará una idea... Yo veré...   Evarista: me hará usted el favor de escribir una carta a la Superiora de La Penitencia.
EVARISTA.-  Diciéndole...
PANTOJA.-  Que venga inmediatamente con dos Hermanas...
EVARISTA.-  ¿Por qué no lo escribe usted?
PANTOJA.-  Porque tengo que acudir a otra parte.
EVARISTA.-  ¿Y ello ha de ser pronto?
PANTOJA.-  Al instante...
EVARISTA.-  Bien.  (Dirígese a la casa.) 
PANTOJA.-  Mande usted la carta sin pérdida de tiempo.
EVARISTA.-   (Mirando hacia el jardín.)  Paréceme que ya vienen...
PANTOJA.-  Pronto, amiga mía.
EVARISTA.-  Ya voy... Dios nos inspire a todos.  (Entra en la casa.) 
PANTOJA.-  Será con usted.  (Aparte.)  No quiero que me vean.  (Se oculta tras el macizo de la derecha, junto a la escalinata.) 

  

Escena VII
 
PANTOJA, oculto; ELECTRA, DON URBANO, el MARQUÉS, que vuelven de misa; PATROS, que sale de la casa.
 

ELECTRA.-   (Adelantándose, coge a PATROS al pie de la escalinata.)  ¿Ha venido?
PATROS.-  No, señorita  (Óyese canto lejano de niños jugando al corro en el jardín.) 
ELECTRA.-  Me muero de impaciencia.  (Se quita el sombrero,los guantes y el libro de misa y se los da a PATROS.)  Esperaré jugando al corro con los chiquillos... Antes cogeré flores.  (Coge florecitas eu el macizo de la izquierda.) 
DON URBANO.-   (A PATROS.)  ¿La señora?
PATROS.-  Dentro, señor.
MARQUÉS.-  Vamos allá.
DON URBANO.-  Después de usted, marqués.  (Entran en la casa. Tras ellos, PATROS.) 
ELECTRA.-   (Admirando las flores que ha cogido.)  ¡Qué lindas, qué graciosas estas clemátides!  (Sale PANTOJA: se asusta al verle.)  ¡Ay!


 
ELECTRA, PANTOJA.
 

PANTOJA.-  Hija mía, ¿te asustas de mí?
ELECTRA.-  ¡Ay, sí!... no puedo evitarlo... Y no debiera, no... Don Salvador, dispénseme... Me voy al corro.
PANTOJA.-  Aguarda un instante. ¿Vas a que los pequeñuelos te comuniquen su alegría?
ELECTRA.-  No, señor: voy a comunicársela yo a ellos, que la tengo de sobra.  (Se aleja el canto del corro de niños.) 
PANTOJA.-  Ya sé la causa de tu grande alegría, ya sé.
ELECTRA.-  Pues si lo sabe, no hay nada que decir. Hasta luego, Don Salvador.
PANTOJA.-   (Deteniéndola.)  ¡Ingrata! Concédeme un ratito.
ELECTRA.-  ¿Nada más que un ratito?
PANTOJA.-  Nada más.
ELECTRA.-  Bueno.  (Se sienta en el banco de piedra. Pone a un lado las flores, y las va cogiendo para adornarse con ellas, clavándoselas en el pelo.) 
PANTOJA.-  No sé a qué guardas reservas conmigo, sabiendo lo que me interesa tu existencia, tu felicidad...
ELECTRA.-   (Sin mirarle, atenta a ponerse las florecillas.)  Pues si le interesa mi felicidad, alégrese conmigo: soy muy dichosa.
PANTOJA.-  Dichosa hoy. ¿Y mañana?
ELECTRA.-  Mañana más... siempre más, siempre lo mismo.
PANTOJA.-  La alegría verdadera y constante, el gozo indestructible, no existen más que en el amor eterno, superior a las inquietudes y miserias humanas.
ELECTRA.-   (Adornado ya el cabello, se pone flores en el cuerpo y talle.)  ¿Salimos otra vez con la tecla de que yo he de ser ángel...? Soy muy terrestre, Don Salvador. Dios me hizo mujer, pues no me puso en el cielo, sino en la tierra.
PANTOJA.-  Ángeles hay también en el mundo; ángeles son los que en medio de los desórdenes de la materia saben vivir la vida del espíritu.
ELECTRA.-   (Mostrando su cuello y talle adornados de florecillas. Óyese más claro y, próximo el corro de niños.)  ¿Qué tal? ¿Parezco un ángel?
PANTOJA.-  Lo pareces siempre. Yo quiero que lo seas.
ELECTRA.-  Así me adorno para divertir a los chiquillos. ¡Si viera usted cómo se ríen!  (Con una triste idea súbita.)  ¿Sabe usted lo que parezco ahora? Pues un niño muerto. Así adornan a los niños cuando los llevan a enterrar.
PANTOJA.-  Para simbolizar la ideal belleza del Cielo a donde van.
ELECTRA.-   (Quitándose flores.)  No, no quiero parecer niño muerto. Creería yo que me llevaba usted a la sepultura.
PANTOJA.-  Yo no te entierro, no. Quisiera rodearte de luz.  (Se va apagando y cesa el canto de los niños.) 
ELECTRA.-  También ponen luces a los niños muertos.
PANTOJA.-  Yo no quiero tu muerte, sino tu vida; no una vida inquieta y vulgar, sino dulce, libra, elevada, amorosa, con eterno y puro amor.
ELECTRA.-   (Confusa.)  ¿Y por qué desea usted para mí todo eso?
PANTOJA.-  Porque te quiero con un amor de calidad más excelsa que todos los amores humanos. Te haré comprender mejor la grandeza de este cariño diciéndote que por evitarte un padecer leve, tomaría yo para mí los más espantosos que pudieran imaginarse.
ELECTRA.-   (Atontada, sin entender bien.)
PANTOJA.-  Considera cuánto padecerá ahora viendo que no puedo evitarte una penita, un sinsabor...
ELECTRA.-  ¡A mí!
PANTOJA.-  A ti.
ELECTRA.-  ¡Una penita...!
PANTOJA.-  Una pena... que me aflige más por ser yo quien he de causártela.
ELECTRA.-   (Rebelándose, se levanta.)  ¡Penas!... No, no las quiero. ¡Guárdeselas usted!... No me traiga más que alegrías.
PANTOJA.-   (Condolido.)  Bien quisiera; pero no puede ser.
ELECTRA.-  ¡Oh! ya estoy aterrada.  (Con súbita idea que la tranquiliza.)  ¡Ah!... ya entiendo... ¡Pobre Don Salvador! Es que quiere decirme algo malo de Máximo, algo que usted juzga malo en su criterio, y que, según el mío, no lo es... No se canse... yo no he de creerlo...  (Precipitándose en la emisión de la palabra, sin dar tiempo a que hable PANTOJA.)  Es Máximo el hombre mejor del mundo, el primero, y a todo el que me diga una palabra contraria a esta verdad, le detesto, le...
PANTOJA.-  Por Dios, déjame hablar... no seas tan viva... Hija mía, yo no hablo mal de nadie, ni aún de los que me aborrecen. Máximo es bueno, trabajador, inteligentísimo... ¿Qué más quieres?
ELECTRA.-   (Gozosa.)  Así, así.
PANTOJA.-  Digo más: te digo que puedes amarle, que es tu deber amarle...
ELECTRA.-   (Con gran satisfacción.)  ¡Ah!
PANTOJA.-  Y amarle entrañablemente...  (Pausa.)  Él no es culpable, no.
ELECTRA.-  ¡Culpable!  (Alarmada otra vez.)  Vamos, ¿a que acabará usted por decir de él alguna picardía?
PANTOJA.-  De él no.
ELECTRA.-  ¿Pues de quién?  (Recordando.)  ¡Ah!... Ya sé que el padre de Máximo y usted fueron terribles enemigos... También me han dicho que aquel buen señor, honradísimo en los negocios, fue un poquito calavera... ya usted me entiende... Pero eso a mí nada me afecta.
PANTOJA.-  Inocentísima criatura, no sabes lo que dices.
ELECTRA.-  Digo que... aquel excelente hombre...
PANTOJA.-  Lázaro Yuste, sí... Al nombrarle, tengo que asociar su triste memoria a la de una persona que no existe... muy querida para ti...
ELECTRA.-   (Comprendiendo y no queriendo comprender.)  ¡Para mí!
PANTOJA.-  Persona que no existe, muy querida para ti.  (Pausa. Se miran.) 
ELECTRA.-   (Con terror, en voz apenas perceptible.)  ¡Mi madre!  (PANTOJA hace signos afirmativos con la cabeza.)  ¡Mi madre!  (Atónita, deseando y temiendo la explicación.) 
PANTOJA.-  Han llegado los días del perdón. Perdonemos.
ELECTRA.-   (Indignada.)  ¡Mi madre, mi pobre madre! No la nombran más que para deshonrarla... y la denigran los mismos que la envilecieron.  (Furiosa.)  Quisiera tenerlos en mi mano para deshacerlos, para destruirlos, y no dejar de ellos ni un pedacito así.
PANTOJA.-  Tendrías que empezar tu destrucción por Lázaro Yuste.
ELECTRA.-  ¡El padre de Máximo!
PANTOJA.-  El primer corruptor de la desgraciada Eleuteria.
ELECTRA.-  ¿Quién lo asegura?
PANTOJA.-  Quien lo sabe.
ELECTRA.-  ¿Y...?  (Se miran. PANTOJA no se atreve a explanar su idea.) 
PANTOJA.-  ¡Oh, triste de mí!... No debí, no, no debí hablarte de esto. Diera yo por callarlo, por ocultártelo, los días que me quedan de vida. Ya comprenderás que no podía ser... Mi cariño me ordena que hable.
ELECTRA.-   (Angustiada.)  ¡Y tendré yo que oírlo!
PANTOJA.-  He dicho que Lázaro Yuste fue...
ELECTRA.-   (Tapándose los oídos.)  No quiero, no quiero oírlo.
PANTOJA.-  Tenía entonces tu madre la edad que tú tienes ahora: diez y ocho años...
ELECTRA.-   (Airada, rebelándose.)  No creo... Nada creo.
PANTOJA.-  Era una joven encantadora, que sufrió con dignidad aquel gran oprobio...
ELECTRA.-   (Rebelándose con más energía.)  ¡Cállese usted!... No creo nada, no creo...
PANTOJA.-  Aquel grande oprobio, el nacimiento de Máximo.
ELECTRA.-   (Espantada, descompuesto el rostro, se retira hacia atrás mirando fijamente a PANTOJA.)  ¡Ah...!
PANTOJA.-  Procediendo con cierta nobleza, Lázaro cuidó de ocultar la afrenta de su víctima... recogió al pequeñuelo... llevóle consigo a Francia...
ELECTRA.-  La madre de Máximo fue una francesa: Josefina Perret.
PANTOJA.-  Su madre adoptiva... su madre adoptiva.  (Mayor espanto de ELECTRA.) 
ELECTRA.-   (Oprimiéndose el cráneo con ambas manos.)  ¡Horror! El cielo se cae sobre mi...
PANTOJA.-   (Dolorido.)  ¡Hija de mi alma, vuelve Dios a tus ojos!
ELECTRA.-   (Trastornada.)  Estoy soñando... Todo lo que veo es mentira, ilusión.  (Mirando aquí y allí con ojos espantados.)  Mentira estos árboles, esta casa... ese cielo... Mentira usted... usted no existe... es un monstruo de pesadilla...  (Golpeándose el cráneo.)  Despierta, mujer infeliz, despierta.
PANTOJA.-   (Tratando de sosegarla.)  ¡Electra, querida niña, alma inocente...!
ELECTRA.-   (Con grito del alma.)  ¡Madre, madre mía...! la verdad, dime la verdad...  (Fuera de sí recorre la escena.)  ¿Dónde estás, madre?... Quiero la muerte o la verdad... Madre, ven a mí... ¡Madre, madre...!  (Sale disparada por el fondo, y se pierde en la espesura lejana. Suena próximo el canto de los niños jugando al corro.) 


Escena IX
 
PANTOJA; DON URBANO, el MARQUÉS por la casa, presurosos. Tras ellos BALBINA y PATROS.
 

DON URBANO.-  ¿Qué ocurre?
MARQUÉS.-  Oímos gritar a Electra.
BALBINA.-  Y salió corriendo por el jardín.
PATROS.-  Por aquí.  (Alarmadas las dos, corren y se internan en el jardín.) 
MARQUÉS.-   (Mirando por entre la espesura.)  Allá va... Corre... continúa gritando... ¡Oh, niña de mi alma!  (Corre al jardín.) 
DON URBANO.-  ¿Qué es esto?
PANTOJA.-  Ya os lo explicaré... Aguarde usted. Dispongamos ahora...
DON URBANO.-  ¿Qué?
PANTOJA.-   (Tratando de ordenar sus ideas.)  Deje usted que lo piense... Será preciso traerla a casa... Vaya usted...
DON URBANO.-   (Mirando hacia el jardín.)  Llega Máximo...
PANTOJA.-   (Contrariado.)  ¡Oh, qué inoportunamente!
DON URBANO.-  Los niños corren hacia él... Parece que le informan... Electra se dirige a la gruta. Máximo va hacia la niña... Electra huye de él... Hablan el marqués y mi sobrino acaloradamente.
PANTOJA.-  Vaya usted... Cuide de que Máximo no intervenga...
DON URBANO.-  Voy.  (Se interna en el jardín.) 
PANTOJA.-  Temo alguna contrariedad. Si yo pudiera...  (Queriendo ir y sin atreverse.) 
BALBINA.-   (Volviendo presurosa del jardín.)  ¡Pobre niña...! Clamando por su madre... Se ha sentado en la boca de la gruta, rodeada de los niños... y no hay quien la mueva de allí...
PANTOJA.-  ¿Y Máximo?
BALBINA.-  Lleno de confusión, como todos nosotros, que no entendemos... Voy a dar parte a la señora...
PANTOJA.-  No, no. ¿Han venido la Superiora y las Hermanas?
BALBINA.-  Ahí están.
PANTOJA.-  No diga usted nada a la señora. Entre en la casa y espere mis órdenes.
BALBINA.-  Bien, señor.
PANTOJA.-   (Indeciso y como asustado.)  Por primera vez en mi vida no acierto a tomar una resolución. Iré allá.  (Al fondo del jardín.)  No... ¿Esperaré? Tampoco.  (Revolviéndose.)  Voy.  (A los pocos pasos le detiene MÁXIMO, que muy agitado y colérico viene del jardín.) 

   

 
PANTOJA, MÁXIMO.
 

MÁXIMO.-   (Con ardiente palabra en toda la escena.)  Alto... Me dice el marqués que de aquí, después da una larga conversación con usted, salió Electra en terrible desvarío.
PANTOJA.-   (Turbado.)  Aquí... cierto.... hablamos... La niña...
MÁXIMO.-  Mordida fue por el monstruo.
PANTOJA.-  Tal vez... Pero el monstruo no soy yo. Es un monstruo terrible, que se alimenta de los hechos humanos. Se llama la Historia.  (Queriendo marcharse.)  Adiós.
MÁXIMO.-   (Le coge fuertemente por un brazo.)  ¡Quieto!... Va usted a repetir, ahora mismo, ahora mismo,   lo que ha dicho a Electra ese monstruo de la Historia, para ponerla en tan gran turbación...
PANTOJA.-   (Sin saber qué decir.)  Yo... ante todo, conviene asentar previamente que...
MÁXIMO.-  No quiero preámbulos... La verdad, concreta, exacta, precisa... Usted ha ofendido a Electra, usted ha trastornado su entendimiento... ¿Con qué palabras, con qué ideas? Necesito saberlo pronto, pronto. Se trata de la mujer que es todo para mí en el mundo.
PANTOJA.-  Para mí es más: es los cielos y la tierra.
MÁXIMO.-  Sepa yo al instante la maquinación que ha tramado usted contra esa pobre huérfana, contra mí, contra los dos, unidos ya eternamente por la efusión de nuestras almas; sepa yo qué veneno arrojó usted en el oído de la que puedo y debo llamar ya mi mujer.  (PANTOJA hace signos dubitativos.)  ¿Qué dice? ¿Que no será mi mujer...? ¡Y se burla!
PANTOJA.-  No he dicho nada.
MÁXIMO.-   (Estallando en ira, con gran violencia le acomete.)  Pues por ese silencio, por esa burla, máscara de un egoísmo tan grande que no cabe en el mundo; por esa virtud verdadera o falsa, no lo sé, que en la sombra y sin ruido lanza el rayo que nos aniquila;  (Le agarra por el cuello, le arroja sobre el banco.)  por esa dulzura que envenena, por esa suavidad que estrangula, confúndate Dios, hombre grande o rastrero, águila, serpiente o lo que seas.
PANTOJA.-   (Recobrando el aliento.)  ¡Qué brutalidad!... ¡Infame, loco!...
MÁXIMO.-  Sí, lo soy. Usted a todos nos enloquece.  (Reponiéndose de su ira.)  ¿Quién sino usted ha tenido el poder diabólico de desvirtuar mi carácter, arrastrándome a estas cóleras terribles? Sin darme cuenta de ello, he atropellado a un ser débil y mezquino, incapaz de responder a la fuerza con la fuerza.
PANTOJA.-   (Incorporándose.)  Con la fuerza respondo.  (Volviendo a su ser normal, se expresa con una calma sentenciosa.)  Tú eres la fuerza física, yo soy la fuerza espiritual.  (MÁXIMO le mira atónito y confuso.)  Pueda yo más que tú, infinitamente más. ¿Lo dudas?
MÁXIMO.-  ¿Que puede más?
PANTOJA.-  La ira te sofoca, el orgullo te ciega. Yo, maltratado y escarnecido, recobro fácilmente la serenidad; tú no: tú tiemblas, Máximo; tú, que eres la fuerza, tiemblas.
MÁXIMO.-  Es la ira que aún está vibrando... No la provoque usted.
PANTOJA.-   (Cada vez más dueño de sí.)  Ni la provoco, ni la temo... porque tú me maltratas y yo te perdono.
MÁXIMO.-  ¡Que me perdona!... ¡a mí! Se empeña usted en que yo sea homicida, y lo conseguirá.
PANTOJA.-   (Con serena y fría gravedad, sin jactancia.)  Enfurécete, grita, golpea... Aquí me tienes inconmovible... No hay fuerza humana que me quebrante, no hay poder que me aparte de mis caminos. Injúriame, hiéreme, mátame: no me defiendo. El martirio no me arredra. Podrá la barbarie destruir mi pobre cuerpo, que nada vale; pero lo que hay aquí  (En su mente.)  ¿quién lo destruye? Mi voluntad, de Dios abajo, nadie la mueve. Y si acaso mi voluntad quedase aniquilada por la muerte, la idea que sustento siempre quedará viva, triunfante...
MÁXIMO.-  No veo, no puedo ver ideas, grandes en quien no tiene grandeza, en quien no tiene piedad, ni ternura, ni compasión.
PANTOJA.-  Mis finos son muy altos. Hacia ellos voy... por los caminos posibles.
MÁXIMO.-   (Aterrado.)  ¡Por los caminos posibles! Hacia Dios no se va más que por uno: el del bien.  (Con exaltación.)  ¡Oh, Dios! Tú no puedes permitir que a tu Reino se llegue por callejuelas obscuras, ni que a tu gloria se suba pisando los corazones que te aman... ¡No, Dios, no permitirás eso, no, no! Antes que ver tal absurdo veamos toda la Naturaleza en espantosa ruina, desquiciada y rota toda la máquina del Universo.
PANTOJA.-  Sacrílego, ofendes a Dios con tus palabras.
MÁXIMO.-  Más le ofende usted con sus hechos.
PANTOJA.-  Basta. No he de disputar contigo... Nada más tengo que decirte.
MÁXIMO.-  ¿Nada más? ¡Si falta, todo!  (Le coge vigorosamente por un brazo.)  Ahora va usted conmigo en busca de Electra, y en presencia de ella, o esclarece usted mis dudas y me saca de esta ansiedad horrible, o perece usted y perezco yo, y perecemos todos... Lo juro por la memoria de mi madre.
PANTOJA.-   (Después de mirarle fijamente.)  Vamos.  (Al dar los primeros pasos sale EVARISTA de la casa.) 

 

Escena XI
 
Los mismos, EVARISTA; tras ella la Superiora y dos Hermanas de La Penitencia; después PATROS.
 

EVARISTA.-  ¿Qué ocurre, Máximo...? He sentido tu voz, airada.
MÁXIMO.-  Este hombre... Venga usted, venga usted, tía.  (Aparecen la Superiora y las Hermanas. Se alarma MÁXIMO al verlas.)  ¡Oh!... ¡Esas mujeres!...  (Llega PATROS del jardín presurosa.) 
PATROS.-   (Apenada, lloriqueando.)  Señora, la señorita ha perdido la razón... Corre, huye, vuela, llamando a su madre... a los que queremos consolarla, ni nos oye ni nos ve.
EVARISTA.-   (Avanzando hacia el jardín.)  ¡Niña de mi alma!
MÁXIMO.-   (Mirando el fondo.)  Ya viene.  (Suelta a PANTOJA y corre al jardín.)
PATROS.-  El señor y el señor marqués han logrado reducirla, y a casa la traen...  (Aparece ELECTRA, conducida por DON URBANO y el MARQUÉS; junto a ellos MÁXIMO. Al ver a los que están en escena, hace alguna resistencia. Suave y cariñosamente la obligan a aproximarse. Trae el pelo y seno adornado con florecillas.) 


Escena XII
 
ELECTRA, MÁXIMO, EVARISTA, PANTOJA, DON URBANO, el MARQUÉS, PATROS, la Superiora y Hermanas.
 

EVARISTA.-  Hija mía, ¿qué delirio es ése?
MÁXIMO.-   (Acudiendo a ella cariñoso.)  Alma mía, ven, escúchame. Mi cariño será tu razón.
ELECTRA.-   (Se aparta de MÁXIMO con movimiento pudoroso. Su desvarío es sosegado, sin gritos ni carcajadas. Lo expresa con acentos de dolor resignado y melancólico.)  No te acerques. Yo no soy tuya, no, no.
MÁXIMO.-  ¿Por qué huyes de mí? ¿A dónde vas sin mí...?
PANTOJA.-   (Que ha pasado a la derecha junto a EVARISTA.)  A la verdad, a la eterna paz.
ELECTRA.-  Busco a mi madre. ¿Sabéis dónde está mi madre?... La vi en el corro de los niños... fue después hacia la mimosa que hay a la entrada de la grata... Yo tras ella sin alcanzarla... Me miraba y huía...  (Óyese lejano el canto de niños en el corro.) 
MARQUÉS.-  ¿Ves a Máximo? Será tu esposo...
MÁXIMO.-   (Con vivo afán.)  Nadie se opone; no hay razón ni fuerza que lo impidan, Electra, vida mía.
ELECTRA.-   (Imponiendo silencio.)  Ya no hay esposos ni esposas... ¡oh, qué triste está mi alma!... Ya no hay más que padres y hermanos, muchos hermanos... ¡Qué grande es el mundo, y qué solo está, qué vacío! Por sobre él pasan unas nubes negras... las ilusiones que fueron mías, y ahora son de nadie... no son ilusiones de nadie... ¡Qué soledad! Todo se apaga, todo llora... el mundo se acaba... se acaba.  (Con arrebato de miedo.)  Quiero huir, quiero esconderme. No quiero padres, no quiero hermanos... Quiero ir con mi madre. ¿Dónde está su sepulcro? Allí, juntas las dos, juntas mi madre y yo, yo le contaré mis penas, y ella me dirá las verdades... las verdades.
PANTOJA.-   (Aparte a EVARISTA.)  Es la ocasión. Aprovechémosla.
EVARISTA.-  Hija mía, te llevaremos a la paz, al descanso.
MÁXIMO.-  No es ésa la paz. El descanso y la razón están aquí. Electra es mía...  (EVARISTA hace por llevársela.)  Yo la reclamo.
ELECTRA.-  Máximo, adiós. No te pertenezco: pertenezco a mi dolor... Mi madre me llama a su lado.  (Ansiosa, expresando una atención intensísima.)  Oigo su voz...
MÁXIMO.-  ¡Su voz!
ELECTRA.-  Silencio... Me llama, me llama.  (Con alegría, delirando.) 
EVARISTA.-  ¡Hija, vuelve en ti!
ELECTRA.-  ¿Oís?... Voy, madre mía.  (Corre hacia las Hermanas.)  Vamos.  (A MÁXIMO que quiere seguirla.)  Yo sola... Me llama a mí sola. A ti no... A mí sola, ¿No oís la voz que dice ¡Eleeeectra!...? Voy a ti, madre querida.  (Las Hermanas, EVARISTA y PANTOJA la rodean.) 
MÁXIMO.-  ¡Iniquidad! Para poder robármela le han quitado la razón.  (Quiere desprenderse de los brazos del MARQUÉS y DON URBANO.) 
MARQUÉS.-  No la pierdas tú también.  (Conteniéndole.)
DON URBANO.-  Calma.
MARQUÉS.-  Déjala ahora... Ya la recobraremos.
MÁXIMO.-  ¡Ah!  (Como asfixiándose.)  Devolvedme a la verdad, devolvedme a la ciencia. Este mundo incierto, mentiroso, no es para mí.




FIN DEL ACTO CUARTO

 


   
Acto V
 
Telón corto. Sala locutorio en San José de la Penitencia. Puertas laterales; al fondo un ventanal, de donde se ve el patio.
 

Escena I

 
EVARISTA, SOR DOROTEA.
 

EVARISTA.-   (Entrando con la monja.)  ¿Don Salvador...?
DOROTEA.-  Ha llegado hace un rato: en el despacho con la Superiora y la Hermana Contadora.
EVARISTA.-  Allí le encontrará Urbano. Mientras ellos hablan allá, cuénteme usted, Hermana Dorotea, lo que hace, piensa y dice la niña. Ha sido muy feliz la elección de usted, tan dulce, y simpática, para acompañarla de continuo y ser su amiga, su confidente en esta soledad.
DOROTEA.-  Electra me distingue con su afecto, y no contribuyo poco, la verdad, a sosegar su alma turbada.
EVARISTA.-   (Señalando a la sien.)  ¿Y cómo está de...?
DOROTEA.-  Muy bien, señora. Su juicio ha recobrado la claridad, y ya estaría reparada totalmente de aquel trastorno si no conservara la idea fija de querer ver a su madre, de hablarle, y esperar de ella la solución de su ignorancia y de sus dudas. Todo el tiempo que la dejan libre sus obligaciones religiosas, y algo más que ella se toma, lo pasa embebida en el patio donde tenemos nuestro camposanto, y en la huerta cercana. Allí, como en nuestro dormitorio, la idea de su madre absorbe su espíritu.
EVARISTA.-  Dígame otra cosa: ¿Se acuerda de Máximo? ¿Piensa en él?
DOROTEA.-  Sí, señora; pero en el rezo y en la meditación, su pensamiento cultiva la idea de quererle  como hermano, y al fin, según hoy me ha dicho, espera conseguirlo.
EVARISTA.-  ¡Su pensamiento! Falta que el corazón responda a esa idea. Bien podría resultar todo conforme a su buen propósito, si la desgracia, ocurrida anteayer no torciera los acontecimientos...
DOROTEA.-  ¡Desgracia!
EVARISTA.-  Ha muerto nuestro grande amigo, don Leonardo Cuesta, el agente de Bolsa.
DOROTEA.-  No sabía...
EVARISTA.-  ¡Qué lástima de hombre! Hace días se sentía mal... presagiaba su fin. Salió el lunes muy temprano, y en la calle perdió el conocimiento. Lleváronle a su casa, y falleció a las tres de la tarde.
DOROTEA.-  ¡Pobre señor!
EVARISTA.-  En su testamento, Leonardo instituye a Electra heredera de la mitad de su fortuna...
DOROTEA.-  ¡Ah!
EVARISTA.-  Pero con la expresa condición de que la niña ha de abandonar la vida religiosa. ¿Sabe usted si está enterado de estas cosas don Salvador?
DOROTEA.-  Supongo que sí, porque él todo lo sabe, y lo que no sabe lo adivina.
EVARISTA.-  Así es.
DOROTEA.-   (Viendo llegar a DON URBANO.)  El señor don Urbano.

 

Escena II
 
Las mismas; DON URBANO.
 

EVARISTA.-  ¿Le has visto?
DON URBANO.-  Sí. Allí le dejé trabajando en el despacho, con un tino, con una fijeza de atención que pasman. ¡Qué cabeza!
EVARISTA.-  ¿Tiene noticia de la última voluntad del pobre Cuesta?
DON URBANO.-  Sí.
EVARISTA.-   (A DON URBANO.)  ¿Encontraste a nuestro buen amigo muy contrariado?
DON URBANO.-  Si lo está, no se le conoce. Es tal su entereza, que ni en los casos más aflictivos deja salir al rostro las emociones de su alma grande...
EVARISTA.-   (Con entusiasmo, interrumpiéndole.)  Sí que domina las humanas flaquezas, y como un águila sube y sube más arriba de donde estallan las tempestades.
DON URBANO.-  Preguntado por mí acerca de sus esperanzas de retener a Electra, ha respondido sencillamente, con más serenidad que jactancia: «Confío en Dios».
EVARISTA.-  ¡Qué grandeza de alma! ¿Y sabía que el marqués y Máximo son los testamentarios...?
DON URBANO.-  Sabía más. Recibió al mediodía una carta de ellos anunciándole que esta tarde vendrán, acompañados de un notario, a requerir a la niña para que declare si acepta o rechaza la herencia.
EVARISTA.-  ¿Y ante esa conminación...?
DON URBANO.-  Nada: tan tranquilo el hombre, repitiendo la fórmula que le pinta de un solo trazo: «Confío en Dios».


Escena III
 
Los mismos; MÁXIMO, el MARQUÉS, por la izquierda.
 

MARQUÉS.-  Aquí aguardaremos.
MÁXIMO.-   (Viendo a EVARISTA.)  ¡Ay, quién está aquí! Tía...  (La saluda con afecto.) 
EVARISTA.-   (Respondiendo al saludo del MARQUÉS.)  Marqués... ¿Con que al fin hay esperanzas de ganar la batalla?
MARQUÉS.-  No lo sé... Luchamos con una fiera de muchísimo sentido.
EVARISTA.-  ¿Y tú, Máximo, crees...?
MÁXIMO.-  Que el monstruo sabe mucho, y es maestro consumado en estas lides. Pero... confío en Dios.
EVARISTA.-  ¿Tú también?
MÁXIMO.-  Naturalmente: en Dios confía quien adora la verdad. Por la verdad combatimos. ¿Cómo hemos de suponer que Dios nos abandone? No puede ser, tía.
DON URBANO.-  Al pasar por estos patios, ¿has visto a Electra?
MÁXIMO.-  No.
DOROTEA.-   (Asomada al ventanal.)  Ahora pasa. Viene del cementerio.
MÁXIMO.-   (Corriendo al ventanal con DON URBANO.)  ¡Ah, qué triste, qué hermosa! La blancura de su hábito le da el aspecto de una aparición.  (Llamándola.)  ¡Electra!
DON URBANO.-  Silencio.
MÁXIMO.-  No puedo contenerme  (Vuelve a mirar.)  ¿Pero vive...? ¿Es ella en su realidad primorosa, o una imagen mística digna de los altares?... Ahora vuelve... Eleva sus miradas al cielo... Si la viera desvanecerse en los aires como una sombra, no me sorprendería... Baja los ojos... detiene el paso... ¿Qué pensará?  (Sigue contemplando a ELECTRA.) 
MARQUÉS.-   (Que ha permanecido en el proscenio con EVARISTA.)  Sí, señora: falso de toda falsedad.
EVARISTA.-  Mire usted lo que dice...
MARQUÉS.-  O el venerable don Salvador se equivoca, o ha dicho a sabiendas lo contrario de la verdad, movido de razones y fines a que no alcanzan nuestras limitadas inteligencias.
EVARISTA.-  Imposible, marqués. ¡Un hombre tan justo, de tan pura conciencia, de ideas tan altas, faltar a la verdad...!
MARQUÉS.-  ¿Y quién nos asegura, señora mía, que en el arcano de esas conciencias exaltadas no hay una ley moral cuyas sutilezas están muy lejos de nuestro alcance? Absurdos hay en la vida del espíritu como en la naturaleza, donde vemos mil fenómenos cuyas causas no son las que lo parecen.
EVARISTA.-  ¡Oh, no puede ser, y no y no! Casos hay en que la mentira allana los caminos del bien. ¿Pero hemos llegado a un caso de éstos? No, no.
MARQUÉS.-  Para que usted acabe de formar juicio, óigame lo que voy a decirle. Virginia me asegura que de Josefina Perret, sin que en ello pueda haber mixtificación ni engaño... nació el hombre que ve usted ahí... Y lo prueba, lo demuestra como el problema más claro y sencillo. Además, yo he podido comprobar que Lázaro Yuste faltó de Madrid desde el 63 al 66.
EVARISTA.-  Con todo, Marqués, no cabe en mi cabeza...
MARQUÉS.-   (Viendo aparecer a PANTOJA por la derecha.)  Aquí está.
MÁXIMO.-   (Volviendo al proscenio.)  Ya está aquí la fiera.
DOROTEA.-  Con permiso de los señores, me retiro.  (Se va por la izquierda. PANTOJA permanece un instante en la puerta.) 


Escena IV
 
EVARISTA, MÁXIMO, DON URBANO, el MARQUÉS, PANTOJA.
 

PANTOJA.-   (Avanzando despacio.)  Señores, perdónenme si les he hecho esperar.
MÁXIMO.-  Enterado el señor de Pantoja del objeto que nos trae a La Penitencia, no necesitaremos repetirlo.
MARQUÉS.-   (Benigno.)  No lo repetimos por no mortificar a usted, que ya dará por perdida la batalla.
PANTOJA.-   (Sereno, sin jactancia.)  Yo no pierdo nunca.
MÁXIMO.-  Es mucho decir.
PANTOJA.-  Y aseguro que Electra, que sabe ya despreciar los bienes terrenos, no aceptará la herencia.
MÁXIMO.-   (Conteniendo la ira.)  ¡Oh!...
EVARISTA.-  Ya lo ves: este hombre no se rinde.
PANTOJA.-  No me rindo... nunca, nunca.
MÁXIMO.-  Ya lo veo.  (Sin poder contenerse.)  Hay que matarle.
PANTOJA.-  Venga esa muerte.
MARQUÉS.-  No llegaremos a tanto.
PANTOJA.-  Lleguen ustedes a donde quieran, siempre me encontrarán en mi puesto, inconmovible.
MARQUÉS.-  Confiamos en la Ley.
PANTOJA.-  Confío en Dios.
MÁXIMO.-  La Ley es Dios... o debe serlo.
PANTOJA.-  ¡Ah! señores de la Ley, yo les digo que Electra, adaptándose fácilmente a esta vida de pureza, encariñada ya con la oración, con la dulce paz religiosa, no desea, no, abandonar esta casa.
MÁXIMO.-   (Impaciente.)  ¿Podremos verla?
PANTOJA.-  Ahora precisamente no.
MÁXIMO.-   (Queriendo protestar airadamente.)  ¡Oh!
PANTOJA.-  Tenga usted calma.
MÁXIMO.-  No puedo tenerla.
EVARISTA.-  Es la hora del coro. Quiere decir don Salvador que después del rezo...
PANTOJA.-  Justo... Y para que se persuadan de que nada temo, pueden traer, a más del notario, al señor delegado del Gobierno. Mandaré abrir las puertas del edificio... permitiré a ustedes que hablen cuanto gusten con Electra, y si ella quiere salir, salga en buen hora...
MARQUÉS.-  ¿Lo hará usted cono lo dice?
PANTOJA.-  ¿Cómo no, si confío en Dios?  (Se miran en silencio PANTOJA y MÁXIMO.) 
MÁXIMO.-  Yo también.
PANTOJA.-  Pues si confía, aquí lo espero.
MARQUÉS.-  Volveremos esta tarde.  (Coge a MÁXIMO por el brazo.) 
PANTOJA.-  Y nosotros a la iglesia.  (Salen DON URBANO, EVARISTA y PANTOJA.) 


Escena V

  El MARQUÉS; MÁXIMO, que recorre la escena muy agitado con inquietud impaciente y recelosa.
 

MARQUÉS.-  ¿Qué dices a esto?
MÁXIMO.-  Que ese hombre, de superior talento para   fascinar a los débiles y burlar a los fuertes, nos volverá locos. Yo no soy para esto. En luchas de tal índole, voluntades contra voluntades, yo me siento arrastrado a la violencia.
MARQUÉS.-  ¿Qué harías, pues?
MÁXIMO.-  Llevármela de grado o por fuerza. Si no tengo poder bastante, buscarlo, adquirirlo, comprarlo; traer amigos, cómplices, un escuadrón, un ejército...  (Con creciente calor y brío.)  Renacen en mí los tiempos románticos y las ferocidades del feudalismo.
MARQUÉS.-  ¿Y eso piensa y dice un hombre de ciencia?
MÁXIMO.-  Los extremos se tocan.  (Exaltándose más.)  A ese hombre, a ese monstruo... hay que matarlo.
MARQUÉS.-  No tanto, hijo. Imitémosle, seamos como él astutos, insidiosos, perseverantes.
MÁXIMO.-   (Con brío y elocuencia.)  Seamos como yo, sinceros, claros, valientes. Vayamos a cara descubierta contra el enemigo. Destruyámosle si podemos, o dejémonos destruir por él... pero, de una vez, en una sola acción, en una sola embestida, en un solo golpe... O él o nosotros.
MARQUÉS.-  No, amigo mío. Tenemos que ir con pulso. Es forzoso que respetemos el orden social en que vivimos.
MÁXIMO.-  Y este orden social en que vivimos los envolverá en una red de mentiras y de argucias, y en esa red pereceremos ahogados, sin defensa alguna... manos y cuello cogidos en las mallas de mil y mil leyes caprichosas, de mil y mil voluntades falaces, aleves, corrompidas.
MARQUÉS.-  Cálmate. Preparemos el ánimo para lo que esta tarde nos espera. Preveamos los obstáculos para pensar con tiempo en la manera de vencerlos... ¿Qué sucederá cuando le digamos a Electra que tú y ella no nacisteis de la misma madre?
MÁXIMO.-  ¿Qué ha de suceder? Que no nos creerá... que en su mente se ha petrificado el error y será imposible destruirlo. ¿Sabe usted lo que puede la sugestión continua, lo que puede el ambiente de esta casa sobre las ideas de los que en ella habitan?
MARQUÉS.-  Emplearemos, pues, medios eficaces...
MÁXIMO.-   (Con mayor violencia.)  Eficacísimos, sí: pegar fuego a esta casa, pegar fuego a Madrid...
MARQUÉS.-  No disparates... En el caso de que la niña no quiera salir, nos la llevaremos a la fuerza.
MÁXIMO.-   (Muy vivamente hasta el fin.)  O la fuerza vencedora, o la desesperación vencida... Moriré yo, morirá ella, moriremos todos.
MARQUÉS.-  Morir no: vivamos muy despiertos. Preparémonos para lo peor. Ya tengo las llaves para   entrar por la calle nueva. La Hermana Dorotea nos pertenece... Chitón.
MÁXIMO.-  ¡A la violencia!
MARQUÉS.-  ¡Astucia,!
MÁXIMO.-  ¡Por el camino derecho!
MARQUÉS.-  ¡Por el camino sesgado!  (Cogiéndole del brazo.)  Y vámonos, que nuestra presencia aquí puede infundir sospechas.  (Llevándosele.) 
MÁXIMO.-  Vámonos, sí.
MARQUÉS.-  Confía en mí.
MÁXIMO.-  Confío en Dios.

 

Escena VI

 
Mutación.
 


Patio en San José de la Penitencia. A la derecha un costado de la iglesia, con ventanales, por donde se trasluce la claridad interior. A la izquierda, portalón por donde se pasa a otro patio, que se supone comunica con la calle. Al fondo, entre la iglesia y las construcciones de la izquierda, un gran arco rebajado, tras el cual se ve en último término el cementerio de la Congregación. Noche obscura.
 

 
ELECTRA, SOR DOROTEA.
 

DOROTEA.-  Tan cierto como ésta es noche, dos caballeros han venido a la casa con propósitos de llevarte al mundo. ¿No lo crees?
ELECTRA.-  ¿Dos caballeros? Antes que me digas sus nombres, mi corazón los adivina: Máximo y el marqués de Ronda... Si es verdad que quieren llevarme consigo, me ponen en gran turbación. Desde que vine a esta santa casa, emprendí, como sabes, la gran batalla de mi espíritu. Trato, con la ayuda de Dios, de transformar en amor fraternal el amor de un orden muy distinto que arrebató mi alma. Encendido en mí con tal violencia aquel fuego del sol, no es tarea fácil convertirlo en fría claridad de luna... Pero al fin el continuo meditar, el desmayo del corazón, y las ideas dulces que Dios me envía, me van dando fuerzas para vencer en la batalla.
DOROTEA.-  Hermana mía, si en ti sientes la fortaleza del amor nuevo, ¿por qué temes ver a Máximo?
ELECTRA.-  Porque viéndole, pienso que todo el terreno ganado lo perderé en un solo instante.
DOROTEA.-   (Incrédula.)  ¿Y estás segura de haber ganado algún terreno?
ELECTRA.-  ¡Oh! sí, alguno... no mucho todavía.
DOROTEA.-  Entiendo, querida hermana que el ver a la persona te servirá para probar si, en efecto, puedes...
ELECTRA.-   (Vivamente.)  ¡Oh! no me lo digas... Tal como hoy me encuentro, en los principios de la lucha, junto a él no tendría mi conciencia ni un instante de tranquilidad... ¡Jesús mío! forcejeo con dos imposibles: no podré quererle como hermano, no podré quererle como esposo. ¡Qué suplicio...! Al mundo no, no... Prefiero estar aquí, en esta soledad de muerte, en este laboratorio de mi alma, y junto a este crisol divino en el cual estoy fundiendo un vivir nuevo.
DOROTEA.-  No esperes, Electra, que tus propias ideas te den la paz. Confía en Dios y en las personas que Dios te envía.  (Resolviéndose a mayor claridad.)  Hermana mía, no tiembles ante el que crees tu hermano. Alguien quizás negará que lo sea.
ELECTRA.-   (Muy excitada.)  Calla, calla... En asunto tan delicado, toda palabra que no traiga la certidumbre, es palabra ociosa y cruel, que no calma, sino que enloquece... Dios mío, dame la muerte o la verdad.
DOROTEA.-  Sosiégate...
ELECTRA.-   (Exaltándose más.)  Todas las confusiones que al venir aquí me atormentaron, ahora renacen... Ángeles y demonios se atropellan en mi pensamiento... Déjame... Quiero huir de mí misma.  (Recorre la escena con grande agitación. SOR DOROTEA va tras ella y trata de calmarla.) 
DOROTEA.-  Cálmate, por Dios... Hermana querida, tus tormentos tocan a su fin.  (Mira con ansiedad hacia el portalón de la izquierda.) 
ELECTRA.-   (Creyendo oír una voz lejana.)  Oye... Mi madre me llama.
DOROTEA.-  No delires... Otras voces, voces de personas vivas, te llamarán...
ELECTRA.-  Es mi madre... ¡Silencio...!  (Oyendo. Entra PANTOJA por la derecha.) 

 

Escena VII
 
ELECTRA, PANTOJA, DOROTEA.
 

PANTOJA.-  Hija mía, ¿cómo saliste de la iglesia sin que yo te viese?
DOROTEA.-  Salimos a respirar el aire puro. Electra se asfixiaba.  (Aparte.)  La hora se acerca... Dios nos ayudará.
PANTOJA.-  Hija mía, ¿te sientes mal?
ELECTRA.-   (Con voz apagada y medrosa.)  Mi madre me llama.
PANTOJA.-   (Cariñosamente, cogiéndola de la mano.)  La voz dulce de tu madre, hablándote en espíritu, te confortará, te ligará con lazos de piedad y amor a esta santa casa.  (Óyese por la iglesia coro de novicias.)  Escucha, hija mía, esas voces de los ángeles, que te llaman desde el Cielo.
ELECTRA.-   (Delirando.)  Es el canto de los niños jugando al corro. Entre esas voces tiernas suena la de mi madre llamándome a su sepulcro.
PANTOJA.-  Estás alucinada. Es el caso de ángeles divinos.
ELECTRA.-  No hay ángeles, no, no... Oigo mi nombre, oigo el bullicio de los niños, que remueve toda mi alma. Son los hijos del hombre, que alegran la vida.  (Continúa oyéndose más apagado el coro de novicias.) 
PANTOJA.-   (Inquieto.)  Hermana Dorotea, diga usted a la Hermana Guardiana que vigile la puerta de la calle Nueva y la de la Ronda.  (A izquierda y derecha.) 
DOROTEA.-  Voy, señor.
PANTOJA.-  No, no: yo iré... No me fío de nadie... Quiero vigilar todos los patios, todos los pasadizos y rincones del edificio.  (Alarmado, creyendo sentir ruido.)  Silencio... ¿No oye usted?
DOROTEA.-  ¿Qué?... Nada, señor... Es aprensión.
PANTOJA.-  Creí sentir rumor de voces... golpes en alguna puerta lejana.  (Escucha.) 
DOROTEA.-  ¿Hacia qué parte?  (Mirando al foro derecha, detrás de la iglesia.) 
PANTOJA.-  Hacia la Enfermería. ¡Oh, no tengo tranquilidad! Quiero ver por mí mismo... Electra, vuelve a la iglesia... Hermana llévela, usted... Espérenme allí...  (Dándoles prisa.)  Pronto...  (Las conduce a la puerta de la iglesia... Se va presuroso, muy inquieto, por el foro derecha. DOROTEA le ve alejarse, coge de la mano a ELECTRA, y vivamente vuelve con ella al centro de la escena. ELECTRA, como sin voluntad, se deja llevar.) 

 

Escena VIII
 
ELECTRA, SOR DOROTEA.
 

DOROTEA.-  Ven... A la iglesia no.
ELECTRA.-  Aquí... Quiero respirar... Quiero vivir.
DOROTEA.-   (Aparte, inquieta.)  Ya es la hora fijada por el marqués... Aprovechemos los minutos, los segundos, o todo se perderá.  (Mirando a la izquierda.)  Voy a franquearles el paso a este patio...  (Alto.)  Hermana, espérame aquí.
ELECTRA.-   (Asustada.)  ¿A dónde vas?  (La coge del brazo.) 
DOROTEA.-   (Con decisión.)  A mirar por ti, a devolverte la salud, la vida... Disponte a salir de esta sepultura, y llévame contigo.
ELECTRA.-   (Trémula.)  Hermana... no te alejes de mí.
DOROTEA.-  Este instante decide de tu suerte. Volverás al mundo... verás a Máximo.
ELECTRA.-  ¿Cuándo?
DOROTEA.-  Ahora... la verás, entrar por allí...  (Señala a la izquierda.)  ¡Silencio... valor...! No me detengas... No te muevas de aquí.  (Vase corriendo por la izquierda.) 
ELECTRA.-  ¡Jesús mío, Virgen santa!... ¿Será cierto que...? Por aquí... por aquí vendrá...  (Cree ver a MÁXIMO en la obscuridad.)  ¡Ah!... él es... ¡Máximo!  (Hablando como en sueños, se aparta como lo haría de un ser real.)  Apártate de mí... déjame... No puedo quererte como hermano, no puedo... En el fuego está el crisol, donde quiero fundir un corazón nuevo... ¿No ves que no puedo mirarte...? ¿A qué me miras tú...? No me llevarás al mundo... Aquí busco la verdad. Mi madre me llama.  (Con acento desesperado.)  ¡Madre, madre!  (Vuélvese de cara al fondo. Al sonar las últimas palabras de ELECTRA, aparece LA SOMBRA DE ELEUTERIA, hermosa figura vestida de monja. ELECTRA, de espaldas al público, y con los brazos en cruz, la contempla.)  ¡Oh!  (Larga pausa.) 


Escena IX

ELECTRA, LA SOMBRA DE ELEUTERIA, que vagamente se destaca en la obscuridad del fondo. ELECTRA avanza hacia ella. Quedan las figuras una frente a otra, a la menor distancia posible.
 

LA SOMBRA.-  Tu madre soy, y a calmar vengo las ansias de tu corazón amante. Mi voz devolverá la paz a tu conciencia. Ningún vínculo de naturaleza te une al hombre que te eligió por esposa. Lo que oíste fue una ficción dictada por el cariño para traerte a nuestra compañía y al sosiego de esta santa casa.
ELECTRA.-  ¡Oh, madre, qué consuelo me das!
LA SOMBRA.-  Te doy la verdad, y con ella fortaleza y esperanza.  Acepta, hija mía, como prueba del temple de tu alma, esta reclusión transitoria, y no maldigas a quien te ha traído a ella... Si el amor conyugal y los goces de la familia solicitan tu alma, déjate llevar de esa dulce atracción, y no pretendas aquí una santidad, que no alcanzarías. Dios está en todas partes... Yo no supe encontrarle fuera de aquí... Búscale en el mundo por senderos mejores que los míos, y...  (LA SOMBRA calla y desaparece en el momento en que suena la voz de MÁXIMO.) 


Escena X
 
ELECTRA, MÁXIMO, el MARQUÉS, SOR DOROTEA.
 

MÁXIMO.-   (En la puerta de la izquierda.)  ¡Electra!
ELECTRA.-   (Corriendo hacia MÁXIMO.)  ¡Ah!
PANTOJA.-   (Por la derecha.)  Hija mía, ¿dónde estás?
MARQUÉS.-  Aquí, con nosotros.
MÁXIMO.-  Es nuestra.
PANTOJA.-  ¿Huyes de mí?
MÁXIMO.-  No huye, no... Resucita.





                                                                                               FIN DEL DRAMA