jueves, 26 de diciembre de 2013

Lolita Sevilla





¿Puede una actriz y tonadillera ingresar por derecho propio en la Historia del Cine Español poseyendo, además, una de las filmografías más exiguas que se conocen dentro de nuestra industria? La respuesta es sí y el ejemplo de ello es Lolita Sevilla, quien tendrá siempre un lugar destacado dentro de la cinefilia patria solo por su protagonismo en esa obra maestra que siempre será Bienvenido, Míster Marshall (1952). Justo cuando se cumplen sesenta años del estreno de tan significativa obra maestra, ha fallecido en el hospital madrileño Gregorio Marañón su inolvidable protagonista femenina, a los 78 años.



Nacida Ángeles Moreno Gómez en Sevilla, el 20 de marzo de 1935, debutó como cantante cuando tan solo era una niña, con diez años, con los Hermanos Murillo en el Teatro San Fernando. Tras una serie de actuaciones por Andalucía, logró debutar en Madrid con la compañía de Cipriano Díaz, momento en el que la jovencísima Lolita Sevilla comienza a adquirir notoriedad dentro del mundo de la canción. Muy pronto, la productora cinematográfica UNINCI obliga a Luis García Berlanga a incluir en la película que preparaba un papel para una joven promesa a la que esperaban lanzar a la fama. De este modo, nació Bienvenido, Míster Marshall, donde Lolita Sevilla debutaba ante las cámaras a la edad de 17 años con el inolvidable papel de Carmen Vargas, la cupletista de segunda encargada de abanderar el recibimiento a los generosos americanos en el ficticio pueblecito de Villar del Río. Una película que, aunque nacía con la sana intención de servir de vehículo a su recién descubierta estrella de la canción, terminaría pasando a la Historia del Cine como la más deslumbrante e intransferible sátira a la España del momento, suponiendo además la revelación internacional de nuestro cine (premio en el prestigioso Festival de Cannes incluido). El trabajo de Sevilla, del que prevalece el recuerdo de su interpretación del tema central de la película "Coplillas de divisas", convertida rápido en un icono de la música popular y folclórica española del pasado siglo, quedó, no obstante, supeditado a los recitales cómicos de José Isbert y Manolo Morán, conformándose la recién llegada estrella a efectuar con irresistible frescura una grácil y desenvuelta autoparodia de sí misma.

Tras el éxito de tan magna comedia, Lolita Sevilla firmó un importante contrato de exclusividad con la productora de Benito Perojo para protagonizar un ciclo de películas con ella como máxima estrella femenina, un poco a la usanza hollywoodiense. Esto fue el catalizador de una trayectoria cinematográfica pausada y más prometedora de lo que terminó siendo. Comenzó protagonizando a las órdenes de Florián Rey la atípica Tres citas con el destino (1954), film de episodios localizados cada uno de ellos en los distintos países coproductores (España, México y Argentina), dirigidos los otros dos por León Klimovsky y Fernando de Fuentes. Acto seguido, volvió a Cannes para presentar allí Aventuras del barbero de Sevilla (1954), comedia musical de Ladislao Vajda, que la volvió a reunir en el reparto con Pepe Isbert, pero en la que todo parecía más dispuesto para ensalzar la figura de su compañero ante la cámara, el por aquél entonces popularísimo Luis Mariano, que la suya propia.
 
 

En La chica del barrio (1956) trató de convencer como chulapa castiza del Madrid del momento en una comedia sentimental de escaso calado, una clara operación comercial en la que fue dirigida por primera vez por Ricardo Núñez, ex-actor recién vuelto a España de su exilio en Argentina. Con Núñez rodó ese mismo año Malagueña (1956), quizás su segundo mayor éxito popular para la gran pantalla y no precisamente debido a su pizpireta presencia, sino por significar el típico vehículo de lucimiento, de ambiente folclórico andaluz, escrito a la medida de las posibilidades interpretativas y musicales de su partenaire: Antonio Molina. El mismo esquema siguió Tremolina (1957), donde Núñez volvió a emparejar a la actriz con otro destacado cantaor, Angelillo, para el que la película suponía un perfecto artefacto de lucimiento.
 
Quizás cansada de servir de mero elemento decorativo en los filmes destinados a la exhibición del arte de sus compañeros masculinos, Lolita Sevilla aceptó volver a autoparodiarse, esta vez como esa gran estrella del cine que estaba lejos de ser en la vida real, por la que suspira profundamente el protagonista de El fotogénico (1957), de Pedro Lazaga, comedia al servicio de la peculiar comicidad del gran José Luis Ozores, que evidenció el discreto alcance interpretativo de Lolita Sevilla, mucho más acusado cuando se la quiso promocionar como actriz de melodramas, llegando a protagonizar uno, Habanera (1958), de José María Elorrieta, en un registro imposible para ella como una mujer, impecablemente vestida en la Cuba del siglo XIX, dividida entre dos hombres, un marino al que ama locamente y otro al que deberá hacerlo para salvar la hacienda de su padre.
 
Inesperadamente, cuando parecía que su carrera como actriz comenzaba a despegar y empezaba a disfrutar de vehículos destinados al lucimiento de su figura, Lolita Sevilla dejó el cine para volcarse exclusivamente en la grabación de discos y en protagonizar espectáculos musicales en teatros y salas de fiesta. De forma aislada, Ricardo Núñez la recuperaría para el cine en Lo que cuesta vivir (1967), melodrama con afortunados destellos cómicos en el que la cantante volvía a coincidir en la pantalla con el gran José Isbert. Sería el último título que protagonizaría una intérprete que logró hacerse un discreto pero permanente puesto dentro del cine folclórico nacional de los años 50, que no trascendió nunca por el acabado de sus trabajos interpretativos y que, aunque lo intentó, jamás alcanzaría la dimensión estelar en la gran pantalla de tonadilleras coetáneas como Lola Flores, Carmen Sevilla o Paquita Rico; pero pudo presumir de apuntarse un debut cinematográfico que figura desde hace mucho tiempo ya entre los grandes clásicos indiscutibles de nuestro cine, quedando grabada para siempre en la memoria de todos su ya icónica imagen cantando por las calles de Villar del Rio en Bienvenido, Míster Marshall.

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