sábado, 11 de enero de 2020

Electra (acto III)


Acto III
 
Laboratorio de MÁXIMO. Al fondo, ocupando gran parte del muro, rompimiento con una mampara de madera en la parte inferior, de cristales en la superior, el cual separa la escena de un local grande en que hay aparatos para producir energía eléctrica. La puerta practicable en el zócalo de este mamparo comunica con la calle. A la derecha, primer término, un pasadizo que comunica con el jardín de García Yuste. En último término, una puerta que comunica con las habitaciones privadas de MÁXIMO y con la cocina. Entre la puerta y pasadizo un estante de libros. A la izquierda, puerta que conduce a la estancia donde trabajan los ayudantes. Junto a dicha puerta, un estante con aparatos de física y objetos de uso científico. En el fondo, a los lados del rompimiento y en el zócalo de madera, estanterías con frascos de substancias diversas, y libros. En el ángulo de la derecha un aparador pequeño. A la izquierda de la escena, la mesa de laboratorio con los objetos que en el diálogo se indican. Formando ángulo con ella, la balanza de precisión en un soporte de fábrica. En el centro, una mesa pequeña para comer. Cuatro sillas.
     

Escena I

 
MÁXIMO, trabajando en un cálculo, con gran atención en su tarea; ELECTRA en pie ordenando los múltiples objetos que hay sobre la mesa: libros, cápsulas, tubos de ensayo, etc. Viste con sencillez casera y lleva delantal blanco.
 

MÁXIMO.-  Para mí, Electra, la doble historia que me has contado, esa supuesta potestad de dos caballeros, es un hecho que carece de valor positivo.  (Sin levantar la vista del papel.) 
ELECTRA.-   (Suspirando.)  Dios te oiga.
MÁXIMO.-  Todo se reduce a dos paternidades platónicas sin ningún efecto legal... hasta ahora. Lo peor del caso es la autoridad que quiera tomarse el señor de Pantoja...
ELECTRA.-  Autoridad que me abruma, que no me deja respirar. Yo te suplico que no hablemos de ese asunto. Se me amarga la alegría que siento en esta casa.
MÁXIMO.-  ¿De veras?
ELECTRA.-  Sí. Y hay más: me pongo en ese estado singularísimo de mi cabeza y de mis nervios, y que... Ya te conté que en ciertas ocasiones de mi vida se apodera de mí un deseo intenso de ver la imagen de mi pobre madre como la veía en mi niñez... Pues en cuanto arrecia la tiranía de Pantoja, ese anhelo me llena toda el alma, y con él siento la turbación nerviosa y mental que me anuncia...
MÁXIMO.-  ¿La visión de tu madre? Chiquilla, eso no es propio de un espíritu fuerte. Aprende a dominar tu imaginación... Ea, a trabajar. El ocio es el primer perturbador de nuestra mente.
ELECTRA.-   (Muy animada.)  Sigo lo que me habías encargado.  (Coge unos frascos de substancias minerales, y los lleva a uno de los estantes.)  Esto a su sitio... Así no pienso en el furor de mi tía cuando sepa...
MÁXIMO.-   (Atento a su trabajo.)  ¡Contenta se pondrá! Como si no fuera bastante la locura de ayer, cuando te llevaste al chiquillo, y al devolvérmelo te estuviste aquí más de lo regular, hoy, para enmendarla, te has venido a mi casa, y aquí te estás tan fresca. Da gracias a Dios por la ausencia de nuestros tíos. Invitados por los de Requesens al reparto de premios y al almuerzo en Santa Clara, ignoran el saltito que ha dado la muñeca de su casa a la mía.
ELECTRA.-  Tú me aconsejaste que me insubordinara.
MÁXIMO.-  Sí tal: yo he sido el instigador de tu delito, y no me pesa.
ELECTRA.-  Mi conciencia me dice que en esto no hay nada malo.
MÁXIMO.-  Estás en la casa y en la compañía de un hombre de bien.
ELECTRA.-   (Siempre en su trabajo, hablando sin abandonar la ocupación.)  Cierto. Y digo más: estando tú abrumado de trabajo, solo, sin servidumbre, y no teniendo yo nada que hacer, es muy natural que...
MÁXIMO.-  Que vengas a cuidar de mí y de mis hijos... Si eso no es lógica, digamos que la lógica ha desaparecido del mundo.
ELECTRA.-  ¡Pobrecitos niños! Todo el mundo sabe que les adoro: son mi pasión, mi debilidad...  (MÁXIMO, abstraído en una operación, no se entera de lo que ella dice.)  Y hasta me parece...  (Se acerca a la mesa llevando unos libros que estaban fuera de su sitio.) 
MÁXIMO.-   (Saliendo de su abstracción.)  ¿Qué?
ELECTRA.-  Que su madre no les quería más que yo.
MÁXIMO.-   (Satisfecho del resultado de un cálculo, lee en voz alta una cifra.)  Cero, trescientos dieciocho...   Hazme el favor de alcanzarme las Tablas de resistencias... aquel libro rojo...
ELECTRA.-   (Corriendo al estante de la derecha.)  ¿Es esto?
MÁXIMO.-  Más arriba.
ELECTRA.-  Ya, ya... ¡qué tonta!  (Cogiendo el libro, se lo lleva.) 
MÁXIMO.-  Es maravilloso que en tan poco tiempo conozcas mis libros y el lugar que ocupan.
ELECTRA.-  No dirás que no lo he puesto muy arregladito.
MÁXIMO.-  ¡Gracias a Dios que veo en mi estudio la limpieza y el orden!
ELECTRA.-   (Muy satisfecha.)  ¿Verdad, Máximo, que no soy absolutamente, absolutamente inútil?
MÁXIMO.-   (Mirándola fijamente.)  Nada existe en la creación que no sirva para algo. ¿Quién te dice a ti que no te crió Dios para grandes fines? ¿Quién te dice que no eres tú...?
ELECTRA.-   (Ansiosa.)  ¿Qué?
MÁXIMO.-  ¿Un alma grande, hermosa, nobilísima, que aún está medio ahogada... entre el serrín y la estopa de una muñeca?
ELECTRA.-   (Muy gozosa.)  ¡Ay, Dios mío, si yo fuera eso...!  (MÁXIMO se levanta, y en el estante de la izquierda coge unas barras de metal y las examina.)  No me lo digas, que me vuelvo loca de alegría... ¿Puedo cantar ahora?
MÁXIMO.-  Sí, chiquilla, sí.  (Tarareando, ELECTRA repite el andante de una sonata.)  La buena música es como espuela de las ideas perezosas que no afluyen fácilmente; es también como el gancho que saca  las que están muy agarradas al fondo del magín... Canta, hija, canta.  (Continúa atento a su ocupación.) 
ELECTRA.-   (En el estante del foro.)  Sigo arreglando esto. Los metaloides van a este lado. Bien los conozco por el color de las etiquetas... ¡Cómo me entretiene este trabajito! Aquí me estaría todo el santo día...
MÁXIMO.-   (Jovial.)  ¡Eh, compañera!
ELECTRA.-   (Corriendo a su lado.)  ¿Qué manda el Mágico prodigioso?
MÁXIMO.-  No mando todavía: suplico.  (Coge un frasco que contiene un metal en limaduras o virutas.)  Pues la juguetona Electra quiere trabajar a mi lado, me hará el favor de pesarme treinta gramos de este metal.
ELECTRA.-  ¡Oh, sí...!
MÁXIMO.-  Ayer aprendiste a pesar en la balanza de precisión.
ELECTRA.-   (Gozosa, preparándose.)  Sí, sí... dame, déjame.  (Al verter el metal en la cápsula, admira su belleza.)  ¡Qué bonito! ¿Qué es esto?
MÁXIMO.-  Aluminio. Se parece a ti. Pesa poco...
ELECTRA.-  ¿Que peso poco?
MÁXIMO.-  Pero es muy tenaz.  (Mirándole al rostro.)  ¿Eres tú muy tenaz?
ELECTRA.-  En algunas cosas, que me reservo, soy tenaz hasta la barbarie, y creo que, llegado el caso, lo sería hasta el martirio.  (Sigue pesando sin interrumpir la operación.) 
MÁXIMO.-  ¿Qué cosas son ésas?
ELECTRA.-  A ti no te importan.
MÁXIMO.-   (Atendiendo al trabajo.)  Mejor... Enseguidita me pesas setenta gramos de cobre.  (Presentándole otro frasco.) 
ELECTRA.-  El cobre serás tú... No, no, que es muy feo.
MÁXIMO.-  Pero muy útil.
ELECTRA.-  No, no: compárate con el oro, que es el que vale más.
MÁXIMO.-  Vaya, vaya, no juguemos. Me contagias, Electra; me desmoralizas...
ELECTRA.-  Déjame que me recree con las cualidades de este metal bonito, que es mi semejante. ¡Soy tenaz... no me rompo...! Pues bien puedes decírselo a Evarista y a Urbano, que en el sermón que me echaron hoy dijéronme como unas cuarenta veces que soy... frágil... ¡Frágil, chico!
MÁXIMO.-  No saben lo que dicen...
ELECTRA.-  Claro: ¡qué saben ellos...!
MÁXIMO.-  Cuidado, Electra: con la conversación no te me equivoques en el peso.
ELECTRA.-  ¡Equivocarme yo! ¡Qué tonto! Tengo yo mucho tino, más de lo que tú crees.
MÁXIMO.-  Ya, ya lo voy viendo.  (Dirígese a uno de los estantes en busca de un crisol.)  Pues tu tía se enojará de veras, y nos costará mucho trabajo convencerla de tu inocencia.
ELECTRA.-  Dios, que ve los corazones, sabe que en esto, no hay ningún mal. ¿Por qué no han de permitirme que esté aquí todo el día, cuidándote, ayudándote...?
MÁXIMO.-   (Volviendo con el crisol que ha elegido.)  Porque eres una señorita, y las señoritas no pueden permanecer solas en la casa de un hombre, por muy decente y honrado que éste sea.
ELECTRA.-  ¡Pues estamos divertidas, como hay Dios, las pobres señoritas!  (Terminado el peso, presenta las dos porciones de metal en cápsulas de porcelana.)  Ea, ya está.
MÁXIMO.-   (Coge las cápsulas.)  ¡Y qué bien! ¡Qué primor, qué limpieza de manos...! ¡Qué pulso, chiquilla, y qué serenidad en la atención para no embarullar el trabajo! Estás atinadísima.
ELECTRA.-  Y sobre todo, contenta. Cuando hay alegría todo se hace bien.
MÁXIMO.-  Verdad, clarísima verdad.  (Vierte los dos cuerpos en el crisol.) 
ELECTRA.-  ¿Eso es un crisol?
MÁXIMO.-  Sí, para fundir estos dos metales.
ELECTRA.-  Nos fundimos tú y yo... Nos pelearemos en medio del fuego, y...  (Tararea la sonata.) 
MÁXIMO.-  Hazme el favor de llamar a Mariano.
ELECTRA.-   (Corriendo a la puerta de la izquierda.)  ¡Mariano! Que venga también Gil.
ELECTRA.-  Gil... pronto... Que os llama el maestro.  (Dándoles prisa.)  Vamos...

 

Escena II
 
ELECTRA, MÁXIMO; MARIANO, GIL: el primero vestido de operario, con blusa; el segundo con traje usual, manguitos y la pluma en la oreja.
 

GIL.-   (Mostrándole un cálculo.)  Éste es el valor obtenido.
MÁXIMO.-   (Lee rápidamente la cifra.)  0, 158, 073... Está equivocado.  (Seguro de lo que dice y con cierta severidad.)  No es posible que para un diámetro de cable menor de cuatro milímetros obtengamos un circuito mayor, según tu cálculo. La verdadera distancia debe ser inferior a doscientos kilómetros.
GIL.-  Pues no sé... Señor, Yo...  (Confuso.) 
MÁXIMO.-  Está mal. Sin duda te has distraído.
ELECTRA.-  No ponéis la atención debida... una atención serena...
MÁXIMO.-  Es que mientras hacéis los cálculos, estás pensando en las musarañas...
ELECTRA.-   (Riñéndole.)  Y hablando de toros, de teatros, de mil tonterías. Así sale ello.
GIL.-  Rectificaré las operaciones.
MÁXIMO.-  Mucho tino, Gil.
ELECTRA.-  Y sobre todo mucha paciencia, aplicando los cinco sentidos... De otro modo, no adelantamos nada.
GIL.-  Voy...
ELECTRA.-  Y pronto... No descuidarse... ¡Vaya!  (Vase GIL.) 
MÁXIMO.-   (A MARIANO, entregándole los metales unidos.)  Aquí tienes.
MARIANO.-  Para fundir...
MÁXIMO.-  ¿Habéis preparado el horno?
MARIANO.-  Sí, señor.
MÁXIMO.-  Ponlo inmediatamente, y en cuanto esté en punto de fusión, me avisas. Con esta aleación haremos un nuevo ensayo de conductibilidad... Espero llegar a doscientos kilómetros con pérdida escasísima.
MARIANO.-  ¿Haremos el ensayo esta tarde?
MÁXIMO.-   (Atormentado por una idea fija.)  Sí... No abandono este problema.  (A ELECTRA.)  Es mi idea fija, que no me deja vivir.
ELECTRA.-  Idea fija tengo yo también, y por ella vivo. ¡Adelante con ella!
MÁXIMO.-   (A ELECTRA.)  Adelante  (A MARIANO.)  Adelante siempre.
MARIANO.-  ¿Manda usted otra cosa?
MÁXIMO.-  Que actives la fusión.
ELECTRA.-  Que active usted la fusión, Mariano... que queden los metales bien juntitos.
MARIANO.-  Los dos en uno, señorita.  (Vase MARIANO llevándose el metal.) 
ELECTRA.-  Dos en uno.
MÁXIMO.-   (Como preparándole otra ocupación.)  Ahora, mi graciosa discípula...
ELECTRA.-  Perdone usted, señor mágico. Tengo que ver si han despertado los niños.
MÁXIMO.-  Es verdad. ¿Cuánto hace que comieron?
ELECTRA.-  Tres cuartos de hora. Deben dormir medía hora más. ¿Está bien dispuesto así?
MÁXIMO.-  Sí, hija mía. Todo lo que tú determinas, está muy bien.
ELECTRA.-  ¡Tú mira lo que dices...!
MÁXIMO.-  Sé lo que digo.
ELECTRA.-  Que está bien todo lo que yo determino.
MÁXIMO.-   (Mirándola cariñoso.)  Todo, todo...
ELECTRA.-  Que conste... Ea, voy y vuelvo volando.  (Con suma ligereza, cantando, se va por la puerta de la derecha, hacia el interior de la casa. A punto que ella sale entra el OPERARIO por el fondo.)  

  

Escena III
 
MÁXIMO, el OPERARIO.
 

MÁXIMO.-  ¿Qué hay?
OPERARIO.-  Señor, hoy ha vuelto ese caballero... el señor marqués de Ronda.
MÁXIMO.-  ¿Y cómo no ha pasado?
OPERARIO.-  Me preguntó si podría ver a usted... Respondile que tenía visita... Y él, así como si fuera de casa, sin picardía, dijo: «Ya sé... la señorita Electra. No me parece bien pasar ahora...». Y se fue.
MÁXIMO.-   (Vivamente.)  Lo siento. ¿Por qué no le anunciaste? ¡Pero qué tonto!
OPERARIO.-  Dijo que volvería.
MÁXIMO.-  Pues si vuelve, aunque esté aquí la señorita Electra, y mejor aún si está, le dejas paso franco.
OPERARIO.-  Bien, señor.  (Se va por el fondo.) 


Escena IV

  MÁXIMO, ELECTRA.
 

ELECTRA.-   (Volviendo del interior.)  Dormiditos están como unos ángeles, Allá les dejo media hora más reponiendo en el sueño sus cuerpecitos fatigados.
MÁXIMO.-  Hija, debemos mirar por nuestros cuerpecitos... o nuestros corpachones. ¿Comemos?
ELECTRA.-  Cuando quieras. Todo lo tengo pronto.  (Dirígese al aparador donde tiene la vajilla, cubiertos, mantel y servilletas, frutero.) 
MÁXIMO.-  Eso me gusta. Todo a punto. Así se llega siempre a donde se quiere ir.
ELECTRA.-   (Extiende el mantel.)  De eso trato... Pero con todo mi tino no llegaré, ¡ay!
MÁXIMO.-  Déjame que te ayude a poner la mesa.  (ELECTRA le va dando platos y cubiertos, el vino, el pan.)  Sí llegarás...
ELECTRA.-  ¿Lo crees tú?
MÁXIMO.-  Tan cierto como... como que tengo un hambre de cincuenta caballos.
ELECTRA.-  Me alegro. Ahora falta que te guste la comida que te han hecho estas pobres manos.
MÁXIMO.-  Traéla y veremos.
ELECTRA.-  Al instante.  (Corre al interior de la casa.) 


Escena V
 
MÁXIMO, GIL.
 

MÁXIMO.-  ¡Singular caso! Cada palabra, cada gesto, cada acción de esta preciosa mujercita; en la libertad de que goza, son otros tantos resplandores que arroja su alma inquieta, noblemente ambiciosa, ávida de mostrarse en los afectos grandes y en las virtudes superiores.  (Con ardor.)  ¡Bendita sea ella que trae la alegría, la luz, a este escondrijo de la ciencia, triste, obscuro, y con sus gracias hace de esta aridez un paraíso! ¡Bendita ella que ha venido a sacar de su abstracción   a este pobre Fausto, envejecido a los treinta y cinco años, y a decirle: «no se vive sólo de verdades...».  (Le interrumpe GIL que ha entrado poco antes; se acerca sin ser visto.) 
GIL.-   (Satisfecho mostrando el cálculo.)  Ya está. Creo haber obtenido la cifra exacta.
MÁXIMO.-   (Coge el papel y lo mira vagamente sin fijarse.)  ¡La exactitud!... ¿Pero crees tú que se vive sólo de verdades?... Saturada de ellas, el alma apetece el ensueño, corre hacia él sin saber si va de lo cierto a lo mentiroso, o del error a la realidad.  (Lee maquinalmente sin hacerse cargo.)  0, 318, 73... Mirándolo bien, Gil, nuestras equivocaciones en el cálculo son disculpables.
GIL.-  Sí, señor... se distrae uno fácilmente pensando en...
MÁXIMO.-  En cosas vagas, indeterminadas, risueñas, y los números se escapan, se van por los aires...
GIL.-  Y cualquiera los coge. Distraído yo, confundí la cifra de la potencial con la de la resistencia... Pero ya rectifiqué... Dígame si está bien...
MÁXIMO.-   (Lee.)  0, 318, 73...  (Con repentina transición a un gozo expansivo.)  Y si no lo estuviera, Gil; si por refrescar tu mente con ideas dulces, con imágenes sonrosadas, poéticas, te hubieras equivocado, ¿qué importaba? Nuestra maestra, nuestra tirana, la exactitud, nos lo perdonaría.
GIL.-  ¡Ah! señor, esa no perdona. Es muy severa. Nos agobia, nos esclaviza, no nos deja respirar.
MÁXIMO.-  Hoy no: hoy es indulgente. La maestra, de ordinario tan adusta, hoy nos sonríe con rostro placentero. ¿Ves esa, cifra?
GIL.-   (Diciéndola de memoria muy satisfecho.)  0, 318, 73.
MÁXIMO.-  Pues di que los primeros poetas del mundo, Homero y Virgilio, Dante, Lope, Calderón, no escribieron jamás una estrofa tan inspirada y poética como lo es esa para mí, esos pobres números... Verdad que la armonía, el encanto poético no están en ellos: están en... Vete... Puedes irte a comer... Déjame, déjanos.  (Le empuja para que se vaya.)  No me conozco: yo también confundo... Lucido estoy con esta inquietud, con esta pérdida de mi serenidad... Es ella la que...  (Desde el punto conveniente de la escena mira al interior.)  Allí está la imaginación, allí el ideal, allí la divina muñeca, entre pucheros...  (Vuelve al proscenio.)  ¡Oh! Electra, tú, juguetona y risueña, ¡cuán llena de vida y de esperanzas; y la ciencia qué yerta, qué solitaria, qué vacía!


Escena VI

MÁXIMO, ELECTRA.
 

ELECTRA.-   (Entrando con una cazuela humeante.)  Aquí está lo bueno.
MÁXIMO.-  ¿A ver, a ver qué has hecho? ¡Arroz con menudillos! La traza es superior.  (Se sienta.)
ELECTRA.-  Elógialo por adelantado, que está muy bien... Verás  (Se sienta.) 
MÁXIMO.-  Se me ha metido en mi casa un angelito cocinero...
ELECTRA.-  Llámame lo que quieras, Máximo; pero ángel no me llames.
MÁXIMO.-  Ángel de la cocina...  (Ríen ambos.) 
ELECTRA.-  Ni eso.  (Haciéndole el plato.)  Te sirvo.
MÁXIMO.-  No tanto.
ELECTRA.-  Mira que no hay más. He creído que en estos apuros, vale más una sola cosa buena que muchas medianas.  (Empiezan a comer.) 
MÁXIMO.-  Acertadísimo... ¿Sabes de qué me río? ¡Si ahora viniera Evarista y nos viera, comiendo, así, solos...!
ELECTRA.-  ¡Y cuando supiera que la comida está hecha por mí!...
MÁXIMO.-  Chica, ¿sabes que este arroz está muy bien, pero muy bien hecho...?
ELECTRA.-  En Hendaya, una señora valenciana fue mi maestra: me dio un verdadero curso de arroces. Sé hacer lo menos siete clases, todas riquísimas.
MÁXIMO.-  Vaya, chiquilla, eres un mundo que se descubre...
ELECTRA.-  ¿Y quién es mi Colón?
MÁXIMO.-  No hay Colón. Digo que eres un mundo que se descubre solo...
ELECTRA.-   (Riendo.)  Pues por ser yo un mundito chiquito, que se cree digno de que lo descubran, ¡pobre  de mí! determinarán hacerme monja, para preservarme de los peligros que amenazan a la inocencia.
MÁXIMO.-   (Después de probar el vino, mira la etiqueta.)  Vamos, que no has traído mal vino.
ELECTRA.-  En tu magnífica bodega, que es como una biblioteca de riquísimos vinos, he escogido el mejor Burdeos, y un Jerez superior.
MÁXIMO.-  Muy bien. No es tonta la bibliotecaria.
ELECTRA.-  Pues sí. Ya sé lo que me espera: la soledad de un convento...
MÁXIMO.-  Me temo que sí. De ésta no escapas.
ELECTRA.-   (Asustada.)  ¿Cómo?
MÁXIMO.-   (Rectificándose.)  Digo, sí: te escapas... te salvaré yo...
ELECTRA.-  Me has prometido ampararme.
MÁXIMO.-  Sí, sí... Pues no faltaba más...
ELECTRA.-   (Con gran interés.)  Y ¿qué piensas hacer? Dímelo...
MÁXIMO.-  Ya verás... la cosa es grave...
ELECTRA.-  Hablas con la tía... y... ¿qué más?
MÁXIMO.-  Pues... hablo con la tía.
ELECTRA.-  ¿Y qué le dices, hombre?
MÁXIMO.-  Hablo con el tío...
ELECTRA.-   (Impaciente.)  Bueno: supongamos que has hablado ya con todos los tíos del mundo... Después...
MÁXIMO.-  No te importe el procedimiento. Ten por seguro que te tomaré bajo mi amparo, y una vez que te ponga en lugar honrado y seguro, procederé al examen y selección, de novios. De esto quiero hablar contigo ahora mismo.
ELECTRA.-  ¿Me reñirás?
MÁXIMO.-  No: ya me has dicho que te hastía el juego de muñecos vivos, o llámense novios.
ELECTRA.-  Buscaba en ello la medicina de mi aburrimiento, y a cada toma me aburría más...
MÁXIMO.-  ¿Ninguno ha despertado en ti un sentimiento... distinto de las burlas?
ELECTRA.-  Ninguno.
MÁXIMO.-  ¿Todos se te han manifestado por escrito?
ELECTRA.-  Algunos... por el lenguaje de los ojos, que no siempre sabemos interpretar. Por eso no los cuento.
MÁXIMO.-  Sí: hay que incluirlos a todos en el catálogo, lo mismo a los que tiran de pluma que a los que foguean con miraditas. Y henos aquí frente al grave asunto que reclama mi opinión y mi consejo. Electra, debes casarte, y pronto.
ELECTRA.-   (Bajando los ojos, vergonzosa.)  ¿Pronto?... Por Dios, ¿qué prisa tengo?
MÁXIMO.-  Antes hoy que mañana. Necesitas a tu lado un hombre, un marido. Tienes alma, temple, instintos y virtudes matrimoniales. Pues bien: en la caterva de tus pretendientes, forzoso será que elija yo uno, el mejor, el que por sus cualidades sea digno de ti. Y el colmo de la felicidad será que mi elección coincida con tu preferencia,  porque no adelantaríamos nada, fíjate bien, si no consiguiera yo llevarte a un matrimonio de amor.
ELECTRA.-   (Con suma espontaneidad.)  ¡Ay, sí!
MÁXIMO.-  A la vida tranquila, ejemplar, fecunda, de un hogar dichoso...
ELECTRA.-  ¡Ay, qué preciosidad! ¿Pero merezco yo eso?
MÁXIMO.-  Yo creo que sí... Pronto se ha de ver.  (Concluyen de comer el arroz.) 
ELECTRA.-  ¿Quieres más?
MÁXIMO.-  No, hija: gracias. He comido muy bien.
ELECTRA.-   (Poniendo el frutero en la mesa.)  Da postre no te pongo más que fruta. Sé que te gusta mucho.
MÁXIMO.-   (Cogiendo una hermosa manzana.)  Sí, porque esto es la verdad. No se ve aquí mano del hombre... más que para cogerla.
ELECTRA.-  Es la obra de Dios. ¡Hermosa, espléndida, sin ningún artificio!
MÁXIMO.-  Dios hace estas maravillas para que el hombre las coja y se las coma... Pero no todos tienen la dicha o la suerte de pasar bajo el árbol...  (Monda una manzana.) 
ELECTRA.-  Sí pasan, sí pasan... pero algunos van tan abstraídos mirando al suelo, que no ven el hermoso fruto que les dice: «Cógeme, cómeme». Y bastaría que por un momento se aparta ser de sus afanes, y alzaran los ojos...
MÁXIMO.-   (Contemplándola.)  Como alzar los ojos, yo... ya miro, ya...

 

Escena VII
 
ELECTRA, MÁXIMO; MARIANO, por la izquierda.
 

MARIANO.-  Señor...
MÁXIMO.-  ¿Qué?
MARIANO.-  ¡Al rojo vivo!
ELECTRA.-  ¡Ah, la fusión!
MÁXIMO.-  Cuando está al blanco incipiente, me avisas.
MARIANO.-   (A punto de marcharse.)  Está bien.
MÁXIMO.-  Oye. Que nos preparen en la fábrica la batería Bunsen. Advierte que antes de dar luz necesito el dinamo grande para un ensayo.
MARIANO.-  Bien.  (Vase por el fondo.) 

  

Escena VIII
 
ELECTRA, MÁXIMO; después el OPERARIO.
 

ELECTRA.-   (Con tristeza.)  Pronto tendrás que ocuparte de la fusión, y yo...
MÁXIMO.-  Y tú... naturalmente, volverás a tu casa.
ELECTRA.-   (Suspirando.)  ¡Ay! no quiero pensar en la que se armará cuando yo entre...
MÁXIMO.-  Tú oyes, callas y esperas.
ELECTRA.-  ¡Esperar, esperar siempre!  (Concluyen de comer. ELECTRA se levanta y retira platos.)  ¡Ay! si tú no miras por esta pobre huérfana, pienso que ha de ser muy desgraciada... ¡Es mucho cuento, Señor! Evarista y Pantoja empeñados en que yo he de ser ángel, y yo... vamos, que no me llama Dios por el camino angelical.
MÁXIMO.-   (Que se ha levantado y parece dispuesto a proseguir sus trabajos.)  No temas. Confía en mí. Yo te reclamaré como protector tuyo, como maestro.
ELECTRA.-   (Aproximándose a él suplicante.)  Pero no tardes. Por la salud de tus hijos, Máximo, no tardes. Oye lo que se me ocurre: ¿por qué no me tomas como a uno de tus niños, y me tienes como ellos y con ellos?
MÁXIMO.-   (Con seriedad, muy afectuoso.)  ¿Sabes que es una excelente idea? Hay que pensarlo... Déjame que lo piense.
OPERARIO.-   (Por el foro.)  El señor marqués de Ronda.
ELECTRA.-   (Asustada.)  ¡Oh! debo marcharme.
MÁXIMO.-  No, hija: si es nuestro amigo, nuestro mejor amigo... Ya verás...  (Al OPERARIO.)  Que pase.  (Vase el OPERARIO.) 
ELECTRA.-  Pensará tal vez...
MÁXIMO.-  No pensará nada malo. ¿Has hecho café?
ELECTRA.-  Iba a colarlo ahora... un café riquísimo... Sé hacerlo a maravilla.
MÁXIMO.-  Tráelo... Convidamos al marqués.
ELECTRA.-  Bueno, bueno. Pues tú lo mandas... Voy por el café.  (Vase gozosa, con paso ligero.) 


Escena IX
 
MÁXIMO, el MARQUÉS, ELECTRA; al fin de la escena MARIANO.
 

MÁXIMO.-  Adelante, marqués.
MARQUÉS.-  Ilustre, simpático amigo.  (Desconsolado, mirando a todos lados.)  ¿Y Electra?
MÁXIMO.-  En la cocina.
MARQUÉS.-  ¡En la cocina!
MÁXIMO.-  Volverá al instante. Hemos comido, y ahora tomaremos café.
MARQUÉS.-  ¡Han comido!  (Observando la mesa.) 
MÁXIMO.-  Un arroz delicioso, hecho por ella.
MARQUÉS.-  ¡Bendita sea mil veces!  (Muy desconsolado.)  ¡Pero, hombre! ¡No haberme convidado! Vamos, no se lo perdono a usted.
MÁXIMO.-  ¡Si esto ha sido una improvisación! ¿Por qué no pasó usted antes, cuando estuvo en la fábrica...?
MARQUÉS.-  Es verdad... Mía es la culpa.
MÁXIMO.-  Tomaremos café, y perdone, querido marqués, que le reciba y le obsequie en esta pobreza estudiantil.
MARQUÉS.-  Ya lo he dicho: no acabo de comprender que usted, hombre acaudalado, teniendo arriba tan magníficas habitaciones...
MÁXIMO.-  Es muy sencillo... La ciencia y el hábito del estudio me recluyen en esta madriguera. Ha puesto a mis hijos en los aposentos bajos para tenerlos cerca de mí, y aquí vivo, como un ermitaño.
MARQUÉS.-  Sin acordarse de que es rico...
MÁXIMO.-  Mi opulencia es la sencillez, mi lujo la sobriedad, mi reposo el trabajo, y así he de vivir mientras esté solo.
MARQUÉS.-  La soledad toca a su fin. Hay que determinarse. En fin, mi querido amigo, vengo a prevenir a usted...  (Entra ELECTRA con el café.)  ¡Oh, la encantadora divinidad casera!
ELECTRA.-   (Avanza cuidadosa con la bandeja en que trae el servicio, temiendo que se le caiga alguna pieza.)  Por Dios, marqués, no me riña.
MARQUÉS.-  ¡Reñir yo!
ELECTRA.-  Ni me haga reír. Temo hacer un destrozo. ¡Cuidado!  (El MARQUÉS toma de sus manos la bandeja.) 
MARQUÉS.-  Aquí estoy yo para impedir cualquier catástrofe.  (Pone todo en la mesa.)  No tengo por qué reñir, hija mía. En otra parte me asustaría esta libertad. En la morada de la honradez laboriosa, de la caballerosidad más exquisita, no me causa temor.
MÁXIMO.-  Gracias, señor marqués.  (Les sirve el café.) 
MARQUÉS.-  No lo aprecian del mismo modo los señores de enfrente... La noticia de lo que aquí pasa ha llegado al Asilo de Santa Clara, fundación de María Requesens. Confusión y alarma de los García Yuste. Allá está reunido todo el cónclave.
ELECTRA.-  ¡Dios tenga piedad de mí!
MARQUÉS.-  Hija mía, calma.
MÁXIMO.-  Tú déjate, déjanos a nosotros.
MARQUÉS.-  Por mi parte, para todas las contingencias que pueda traer esta travesurilla, tienen ustedes en mí un amigo incondicional, un defensor valiente.
ELECTRA.-   (Cariñosa.)  ¡Oh, marqués, qué bueno es usted!
MÁXIMO.-  ¡Qué bueno!
ELECTRA.-  ¿Y qué tienen que decir de mi café?
MARQUÉS.-  Que es digno de Júpiter, el padre de los Dioses. En el Olimpo no lo sirvieron nunca mejor. ¡Benditas las manos que lo han hecho! Conceda Dios a mi vejez el consuelo de repetir estas dulces sobremesas entre las dos personas...  (Muy cariñoso, tocando las manos de uno y otro.)  entre los dos amigos que ahora me escuchan, me atienden y me agasajan.
ELECTRA.-  ¡Oh, qué hermosa esperanza!
MARQUÉS.-  Me voy a permitir, querido Máximo, emplear con usted un signo de confianza. No lo llevo usted a mal... Mis canas me autorizan...
MÁXIMO.-  Lo adivino, marqués.
MARQUÉS.-  Desde este momento queda establecida la siguiente reforma... social. Le tuteo a usted, es decir, a ti.
MÁXIMO.-  Lo considero como una gran honra.
ELECTRA.-  ¿Y a mí por qué no?
MARQUÉS.-   (A MÁXIMO.)  ¿Qué te parece? ¿También a ella?...
MÁXIMO.-  Sí, sí... bajo mi responsabilidad.
ELECTRA.-   (Aplaudiendo.)  Bravo, bravo.
MARQUÉS.-   (Muy satisfecho.)  Bien, amigos míos: correspondo a vuestra confianza participándoos que el cónclave prepara contra vosotros resoluciones de una severidad inaudita.
ELECTRA.-  Dios mío, ¿por qué?
MARQUÉS.-  Los señores de García Yuste muy santos y muy buenos... Dios les conserve... se han lanzado a la navegación por lo infinito, y queriendo  subir, subir muy alto, han arrojado el lastre, que es la lógica terrestre.  (MÁXIMO hace signos de asentimiento.) 
ELECTRA.-  No entiendo...
MARQUÉS.-  Ese lastre, ese plomo, la lógica terrestre, la lógica humana, lo recogemos nosotros.
MÁXIMO.-   (Riendo.)  Está bien, muy bien.
ELECTRA.-   (Aplaudiendo sin entenderlo.)  Lastre, plomo recogido... lógica humana... Muy bien.
MARQUÉS.-  Dueños de esa fuerza, la santa lógica, es urgente que nos preparemos para desbaratar los planes del enemigo. Primera determinación nuestra:  (A ELECTRA.)  que vuelvas a tu casa... No te asustes. No irás sola.
ELECTRA.-  ¡Ay! respiro.
MARQUÉS.-  Iremos contigo los dos profesores de lógica terrestre que estamos aquí.
ELECTRA.-   (Gozosa.)  ¡Dios mío, qué felicidad! Yo entre los dos, conducida por la pareja de la Guardia civil.
MÁXIMO.-   (Al MARQUÉS.)  ¿No le parece a usted que debemos ir de día, para que se vea con qué arrogancia desafían estos criminales la plena luz?
MARQUÉS.-  ¡Oh, no! Opino que vayamos después de anochecido para que se vea que nuestra honradez no teme la obscuridad.
MÁXIMO.-  ¡Excelente ideal! De noche.
ELECTRA.-  De noche.
MARIANO.-   (Asomándose a la puerta de la izquierda.)  ¡Señor, al blanco incipiente!
ELECTRA.-   (Con alegría infantil.)  ¡La fusión!  
MÁXIMO.-   (A MARIANO.)  No puedo ahora. Avísame en el punto del blanco resplandeciente.  (Vase MARIANO.) 
MARQUÉS.-   (Con solemnidad, tomando una copa.)  Permitidme, amigos del alma, que brinde por la feliz unión, por el perfecto himeneo de esos benditos metales.
MÁXIMO.-   (Con entusiasmo, alzando la copa.)  Brindo por nuestro primer metalúrgico, el noble marqués de Ronda.
ELECTRA.-   (Con emoción muy viva, brindando.)  ¡Por el gran y cariñoso amigo!  (Aparece PANTOJA por la derecha, viniendo del jardín. Permanece en la puerta contemplando con frío estupor la escena.) 

   

Escena X
 
MÁXIMO, ELECTRA, el MARQUÉS, PANTOJA.
 

MARQUÉS.-  ¡El enemigo!
ELECTRA.-   (Aterrada.)  ¡Don Salvador! ¡El Señor sea conmigo!
MÁXIMO.-  Adelante, señor de Pantoja.  (PANTOJA avanza silencioso, con lentitud.)  ¿A qué debo el honor...?
PANTOJA.-  Anticipándome a mis buenos amigos, Urbano y Evarista, que pronto volverán a su casa, aquí estoy dispuesto a cumplir el deber de ellos y el mío.
MÁXIMO.-  ¡El deber de ellos... usted...!
MARQUÉS.-  Viene a sorprendernos con aires de polizonte.
MÁXIMO.-  En nosotros ve sin duda criminales empedernidos.
PANTOJA.-  No veo nada, no quiero ver más que a Electra, por quien vengo; a Electra, que no debe estar aquí y que ahora se retirará conmigo y conmigo llorará su error.  (Coge la mano de ELECTRA, que está como insensible; inmovilizada por el miedo.)  Ven.
MÁXIMO.-  Perdone usted.  (Sereno y grave, se acerca a PANTOJA.)  Con todo el respeto que a usted debo, señor de Pantoja, lo suplico que deje en libertad esa mano. Antes de cogerla debió usted hablar conmigo, que soy el dueño de esta casa, y el responsable de todo lo que en ella ocurre, de lo que usted ve... de lo que no quiere ver.
PANTOJA.-   (Después de una corta vacilación, suelta la mano de ELECTRA.)  Bien: por el momento suelto la mano de la pobre criatura descarriada, o traída aquí con engaño, y hablo contigo... a quien sólo quisiera  decir muy pocas palabras: «Vengo por Electra. Dame lo que no es tuyo, lo que jamás será tuyo».
MÁXIMO.-  Electra es libre: ni yo la he traído aquí contra su voluntad, ni contra su voluntad se la llevará usted.
MARQUÉS.-  Que nos indique siquiera en qué funda su autoridad.
PANTOJA.-  Yo no necesito decir a ustedes el fundamento de mi autoridad. ¿A qué tomarme ese trabajo, si estoy seguro de que ella, la niña graciosa... y ciega, no ha de negarme la obediencia que le pido? Electra, hija del alma, ¿no hasta una palabra mía, una mirada, para separarte de estos hombres y traerte a los brazos de quien ha cifrado en ti los amores más puros, de quien no vive ni quiere vivir más que para ti?  (Rígida y mirando al suelo, ELECTRA calla.) 
MÁXIMO.-  No basta, no, esa palabra de usted.
MARQUÉS.-  No parece convencida, señor mío.
MÁXIMO.-  Permítame usted que la interrogue yo. Electra, adorada niña, responde: ¿tu corazón y tu conciencia te dicen que entre todos los hombres que conoces, los que aquí ves y otros que no están presentes, sólo a ese, sólo a ese sujeto respetable debes obediencia y amor?
MARQUÉS.-  Habla con tu corazón, hija; con tu conciencia.
MÁXIMO.-  Y si él te ordena que le sigas, y nosotros que permanezcas aquí, ¿qué harás con libre voluntad?
ELECTRA.-   (Después de una penosa lucha.)  Estar aquí.
MARQUÉS.-  ¿Lo ve usted?
PANTOJA.-  Está fascinada... No es dueña de sí.
MÁXIMO.-  No insistirá usted.
MARQUÉS.-  Se declarará vencido.
PANTOJA.-   (Con fría tenacidad.)  Yo no me creo vencido. La razón siempre está victoriosa, y yo me estimaría indigno de poseer la que Dios me dado y guardo aquí, si no la pusiera continuamente por encima de todos los errores y de todos los extravíos. No, no cedo. Máximo, los metales que arden en tus hornos son menos duros que yo. Tus máquinas potentes son artificios de caña si las comparas con mi voluntad. Electra me pertenece: basta que yo lo diga.
ELECTRA.-   (Aparte.)  ¡Qué terror siento!
MÁXIMO.-  Si quiere usted asegurarse del poder de su voluntad, pruébela contra la mía.
PANTOJA.-  No necesito probarla ni contigo ni con nadie, sino hacer lo que debo.
MÁXIMO.-  El deber esa es mi fuerza.
PANTOJA.-  Un deber con móviles terrenos y fines accidentales. El deber mío se mueve por una conciencia tan fuerte y dura como los ejes del universo y mis fines están tan altos que tú no los ves, ni podrás verlos nunca.
MÁXIMO.-  Súbase usted tan alto como quiera. A lo más alto iré yo para decirle que no le temo, Electra tampoco.
PANTOJA.-  Caprichudo es el hombre.
MÁXIMO.-  Para que hable usted de metales duros.
MARQUÉS.-  Electra volverá a su casa con nosotros...
MÁXIMO.-  Conmigo, y esto bastará para que sus tíos le perdonen su travesura.
PANTOJA.-  Sus tíos no la perdonarán ni la recibirán mejor viéndola entrar contigo, porque sus tíos no pueden renegar de sus sentimientos, de sus convicciones firmísimas.  (Exaltándose.)  Yo estoy en el mundo para que Electra no se pierda, y no se perderá. Así lo quiere la divina voluntad, de la que es reflejo este querer mío, que os parece brutalidad caprichosa, porque no entendéis, no, de las grandes empresas del espíritu, pobres ciegos, pobres locos...
ELECTRA.-   (Consternada.)  Don Salvador, por la Virgen, no se enfade usted. Yo no soy mala... Máximo es bueno... Usted lo sabe... los tíos lo saben... ¡Que no debí venir aquí sola...! Bueno... Volveré a casa. Máximo y el Marqués irán conmigo, y los tíos me perdonarán.  (A MÁXIMO y al MARQUÉS.)  ¿Verdad que me perdonarán?...  (A PANTOJA.)  ¿Por qué quiere usted mal a Máximo, que no le ha hecho ningún daño? ¿Verdad que no? ¿Qué razón hay de esa ojeriza?...
MÁXIMO.-  No es ojeriza: es odio recóndito, inextinguible.
PANTOJA.-  Odiarte no. Mis creencias me prohíben el odio. Cierto que entre nosotros, por causa de  tus ideas insanas, hay cierta incompatibilidad... Además, tu padre, Lázaro Yuste, y yo, ¡ay dolor! tuvimos desavenencias de las que más vale no hablar ahora. Pero a ti no te aborrezco, Máximo... más bien te estimo.  (Cambiando el tono austero e iracundo por otro más suave, conciliador.)  Dejo a un lado la severidad con que al principio te hablé y forzando un tanto mi carácter... te suplico que permitas a Electra partir conmigo.
MÁXIMO.-   (Inflexible.)  No puedo acceder a su ruego.
PANTOJA.-   (Violentándose más.)  Por segunda vez, Máximo olvidando todo resentimiento, casi, casi deseando tu amistad, te lo suplico... Déjala.
MÁXIMO.-  Imposible.
PANTOJA.-   (Devorando su humillación.)  Bien, bien... Me lo has negado por segunda vez... No tengo más que dos mejillas. Si tres tuviera para recibir de tu mano tres bofetadas, por tercera vez te pediría lo mismo.  (Con gravedad y rigidez, sin ninguna inflexión de ternura.)  Adiós, Electra... Máximo, Marqués, adiós.
ELECTRA.-   (En voz baja a MÁXIMO.)  Por Dios, Máximo, transige un poco.
MÁXIMO.-   (Rotunndamente.)  No.
ELECTRA.-  ¿No dijisteis que me llevaríais tú y el Marqués? Vámonos todos juntos.  (Esta frase es oída por PANTOJA en su marcha lenta hacia la salida. Detiénese.) 
MÁXIMO.-   (Con energía.)  No... Él ha de irse primero. Cuando a nosotros nos acomode y sin la salvaguardia de nadie, iremos.
PANTOJA.-   (Fríamente, ya en la puerta.)  ¿Y a qué vas tú? ¿A empeorar la situación de la pobre niña?
MÁXIMO.-  Voy... a lo que voy.
PANTOJA.-  ¿No puedo saberlo?
MÁXIMO.-  No es preciso.
PANTOJA.-  No he pretendido que me reveles tus intenciones. ¿Para qué, si las conozco?  (Da algunos pasos hacia el centro de la escena clavando la mirada en MÁXIMO.)  No me fío de la expresión de tus ojos. Penetro en el doble fondo de tu mente: allí veo lo que piensas... No te interrogué por saber tu intención, que ya sabía, sino por oírte las bonitas promesas con que le encubres. En ti no mora la verdad; en ti no mora el bien, no, no... no...  (Vase despacio repitiendo las últimas palabras.) 


Escena XI

  ELECTRA, MÁXIMO, el MARQUÉS, MARIANO.
 

ELECTRA.-   (Aterrada.)  Se fue... ¿Volverá?
MARQUÉS.-  ¡Qué hombre!  (Principia a obscurecer.) 
MÁXIMO.-  Más que hombre es una montaña que quiere desplomarse sobre nosotros y aplastarnos.
MARQUÉS.-  Pero no caerá... Es un monte imaginario, inofensivo.
ELECTRA.-   (Consternada, buscando refugio junto a MÁXIMO.)  Ampárame, Máximo. Quítame este terror.
MÁXIMO.-  Nada temas. Ven a mí.  (Le coge las manos.) 
MARQUÉS.-  Ya obscurece. Debemos irnos ya.
ELECTRA.-  Vamos...  (Incrédula y medrosa.)  Pero de veras, ¿voy contigo?
MÁXIMO.-  Unidos en este acto, como lo estaremos toda la vida...
ELECTRA.-  ¿Contigo siempre?  (Aumenta la obscuridad.) 
MARIANO.-   (En la puerta de la izquierda.)  ¡Señor, el blanco deslumbrante!
MARQUÉS.-   (A MARIANO.)  La fusión está hecha. Apaga los hornos.
MÁXIMO.-   (Con gran efusión, besándole las manos.)  Alma, luminosa, corazón grande, contigo siempre... Voy a decir a nuestros tíos que te reclamo, que te hago mía, que serás mi compañera y la madrecita de mis hijos.
ELECTRA.-   (Acongojada, como si la alegría la trastornase.)  No me engañes... ¿Viviré con tus niños, será entre ellos la niña mayor... seré tu mujer?
MÁXIMO.-   (Con fuerte voz.)  Sí, sí.  (Iluminada la sala del fondo, resplandece con viva claridad toda la escena.) 
MARQUÉS.-  Vámonos... Ya viene la noche.
ELECTRA.-  Es el día... ¡Día eterno para mí!  (MÁXIMO la agarra por la cintura y salen. El MARQUÉS tras ellos.) 




                                                                                        FIN DEL ACTO TERCERO
 

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