Escena VI
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PANTOJA, CUESTA; EVARISTA, DON URBANO, el MARQUÉS,
que vienen del jardín.
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EVARISTA.-
(Soltando el brazo del MARQUÉS.) Felices, Cuesta. Pantoja, ¡cuánto
me alegro de verle hoy!... (CUESTA y PANTOJA se inclinan y le besan la
mano respetuosamente. Siéntase la señora a la derecha; el MARQUÉS, en
pie, a su lado. Los otros tres forman grupo a la izquierda hablando de
negocios.)
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MARQUÉS.-
(Reanudando con EVARISTA una conversación interrumpida.) Por ese
camino, no sólo pasará usted a la Historia, sino al Año Cristiano.
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EVARISTA.-
No alabe usted, marqués, lo que en absoluto carece de mérito... No tenemos
hijos. Dios arroja sobre nosotros caudales y más caudales. Cada año nos cae
una herencia. Sin molestarnos en lo más mínimo ni discurrir cosa alguna, el
exceso de nuestras rentas, manejado en operaciones muy hábiles por el amigo
Cuesta, nos crea sin sentirlo nuevos capitales. Compramos una finca, y al año
la subida de los productos triplica su valor; adquirimos un erial, y resulta
que el subsuelo es un inmenso almacén de carbón, de hierro, de plomo... ¿Qué
quiere decir esto, marqués?
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MARQUÉS.-
Quiere decir, mi venerable amiga, que cuando Dios acumula tantas riquezas
sobre quien no las desea ni las estima, indica muy claramente que las concede para que sean
destinadas a su servicio.
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EVARISTA.-
Exactamente. Interpretándolo yo del mismo modo, me apresuro a cumplir la
divina voluntad. Lo que hoy me trae Cuesta, no hará más que pasar por mis
manos, y con esto habré consagrado al Patrocinio siete millones largos, y aún
haré más, para que la casa y colegio de Madrid tengan todo el decoro y la
magnificencia que corresponden a tan gran instituto... Impulsaremos las
obras de los colegios de Valencia y Cádiz...
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PANTOJA.-
(Pasando al grupo de la derecha.) Sin olvidar, amiga mía, la casa
de enseñanzas superiores, que ha de ser santuario de la verdadera ciencia...
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EVARISTA.-
Bien sabe el amigo Pantoja que no ceso de pensar en ello.
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DON
URBANO.- (Pasando también a la derecha.) En ello pensamos
noche y día.
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MARQUÉS.-
Admirable, admirable. (Se levanta.)
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EVARISTA.-
(A CUESTA, que también pasa a la derecha.) Y ahora, Leonardo,
¿qué hacemos?
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CUESTA.-
(Sentándose al lado de EVARISTA, propone a la señora nuevas
operaciones.) Nos limitaremos por hoy a emplear alguna cantidad en
dobles...
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PANTOJA.-
(El pie a la izquierda de EVARISTA.) O prima...
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MARQUÉS.-
(Paseando por la escena con DON URBANO.) Me permitirá usted, querido
Urbano, que proclamando a gritos los méritos de su esposa, no eche en saco
roto los míos, los nuestros: hablo por mí. Virginia ya lleva dado a Las
Esclavas un tercio de nuestra fortuna.
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DON
URBANO.- De las más saneadas de Andalucía.
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MARQUÉS.-
Y en nuestro testamento se lo dejamos todo, menos la parte que destinamos a
ciertas obligaciones y a la parentela pobre...
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DON
URBANO.- Muy bien... Pero, según mis noticias, no estuvo usted muy
conforme, años ha, con que Virginia tuviera piedad tan dispendiosa.
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MARQUÉS.-
Es cierto. Pero al fin me catequizó. Suyo soy en cuerpo y alma. Me ha convertido,
me ha regenerado.
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DON
URBANO.- Como a mí, mi Evarista.
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MARQUÉS.-
Por conservar la paz del matrimonio, empecé a contemporizar, a ceder y,
cediendo y contemporizando, he llegado a esta situación. No me pesa, no. Hoy
vivo en una placidez beatífica, curado de mis antiguas mañas. He llegado a
convencerme de que Virginia no sólo salvará su alma, sino también la mía.
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DON
URBANO.- Como yo... Que me salve.
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MARQUÉS.-
Cierto que no tenemos iniciativa para nada.
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DON
URBANO.- Para nada, querido Marqués.
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MARQUÉS.-
Que a las veces, hasta el respirar nos está vedado.
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URBANO.-
Vedada la respiración...
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MARQUÉS.-
Pero vivimos tranquilamente.
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DON
URBANO.- Servimos a Dios sin ningún esfuerzo...
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MARQUÉS.-
Nuestras benditas esposas van delante de nosotros por el camino de la
gloriosa eternidad y... Descuide usted, que no nos dejarán atrás.
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DON
URBANO.- (Acudiendo presuroso.) ¿Qué?
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EVARISTA.-
Ponte a las órdenes de Cuesta para la liquidación y para la entrega a los
Padres...
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DON
URBANO.- Hoy mismo. (Se levanta CUESTA.)
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EVARISTA.-
Otra cosa: baja un momento y le dices a Electra que ya van tres horas de
juego...
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PANTOJA.-
(Imperioso.) Que suba. Ya es demasiado retozar.
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DON
URBANO.- Voy. (Viendo venir a ELECTRA.) Ya está aquí.
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Escena VII
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Los mismos; ELECTRA, tras ella MÁXIMO.
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ELECTRA.-
(Entra corriendo y riendo, perseguida por MÁXIMO, a quien lleva ventaja
en la carrera. Su risa es de miedo infantil.) Que no me coges... Bruto,
fastídiate.
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MÁXIMO.-
(Trae en una mano varios objetos que indicará, y en la otra una ramita
larga de chopo, que esgrime como un azote.) ¡Pícara, si te cojo...!
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ELECTRA.-
(Sin hacer caso de los que están en escena recorre ésta con infantil
ligereza y va a refugiarse en las faldas de DOÑA EVARISTA, arrodillándose a
sus pies y echándole los brazos a la cintura.) Estoy a salvo... tía;
mándele usted que se vaya.
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MÁXIMO.-
¿Dónde está esa loca? (Con amenaza jocosa.) ¡Ah! Ya sabe dónde se
pone.
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EVARISTA.-
¿Pero, hija, cuándo tendrás formalidad? Máximo, eres tú tan chiquillo como
ella.
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MÁXIMO.-
(Mostrando lo que trae.) Miren lo que me ha hecho. Me rompió
estos dos tubos de ensayo... Y luego... vean estos papeles en que yo tenía
cálculos que representan un trabajo enorme. (Muestra los papeles
suspendiéndolos en alto.) Éste lo convirtió en pajarita; éste lo
entregó a los chiquillos para que pintaran burros, elefantes... y un
acorazado disparando contra un castillo.
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PANTOJA.-
¿Pero se metió en el laboratorio?
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MÁXIMO.-
Y me indisciplinó a los niños, y todo me lo han revuelto.
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PANTOJA.-
(Con severidad.) Pero, señorita...
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MARQUÉS.-
¡Deliciosa infancia! (Entusiasmado.) Electra, niña grande,
benditas sean sus travesuras. Conserve usted mientras pueda su preciosa
alegría.
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ELECTRA.-
Yo no rompí los cilindros. Fue Pepito... Los papeles llenos de garabatos, sí
los cogí yo creyendo que no servían para nada.
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CUESTA.-
Vamos, haya paces.
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MÁXIMO.-
Paces. (A ELECTRA.) Vaya te perdono la vida, te concedo el
indulto por esta vez... Toma. (Le da la vara ELECTRA; la coge pegándole
suavemente.)
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ELECTRA.-
Esto por lo que me has dicho. (Pegándole con fuerza.) Esto por lo
que callas.
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MÁXIMO.-
¡Si no he callado nada!
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PANTOJA.-
Formalidad, juicio.
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EVARISTA.-
¿Qué te ha dicho?
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MÁXIMO.-
Verdades que han de serle muy útiles... Que aprenda por sí misma lo mucho que
aún ignora; que abra bien sus ojitos y los extienda por la vida humana, para
que vea que no es todo alegrías, que hay también deberes, tristezas,
sacrificios...
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ELECTRA.-
¡Jesús, qué miedo! (En el centro de la escena la rodean todos, menos PANTOJA,
que acude al lado de EVARISTA.)
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CUESTA.-
Conviene no estimular con el aplauso sus travesuras.
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DON
URBANO.- Y mostrarle un poquito de severidad.
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MÁXIMO.-
A severidad nadie me gana... ¿Verdad, niña, que soy muy severo y que tú me lo
agradeces? Di que me lo agradeces.
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ELECTRA.-
(Azotándole ligeramente.) ¡Sabio cargante! Si esto fuera un azote
de verdad, con más ganas te pegaría.
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MARQUÉS.-
(Risueño y embobado.) ¡Adorable! Pégueme usted a mí, Electra.
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ELECTRA.-
(Pegándole con mucha suavidad.) A usted no, porque no tengo
confianza... Un poquito no más... así... (Pegando a los demás.) Y
a usted... a usted... un poquito.
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EVARISTA.-
¿Por qué no vas a tocar el piano para que te oigan estos señores?
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MÁXIMO.-
¡Si no estudia una nota! Su desidia es tan grande como su disposición para
todas las artes.
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CUESTA.-
Que nos enseñe sus acuarelas y dibujos. Verá usted, marqués. (Se
agrupan todos junto a la mesa, menos EVARISTA y PANTOJA que hablan
aparte.)
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ELECTRA.-
¡Ay, sí! (Buscando su cartera de dibujos entre los libros y revistas
que hay en la mesa.) Verán ustedes. Soy una gran artista.
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MÁXIMO.-
Alábate, pandero.
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ELECTRA.-
(Desatando las cintas de la cartera.) Tú a deprimirme, yo a darme
bombo, veremos quién puede más... Ea, (Mostrando dibujos.)
quédense pasmados. ¿Qué tienen que decir de estos magníficos apuntes de
paisajes, de animales que parecen personas, de personas que parecen animales?
(Todos se embelesan examinando los dibujos, que pasan de mano en
mano.)
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EVARISTA.-
(Que apartando su atención del grupo del centro, entabla una
conversación íntima con PANTOJA.) Tiene usted razón, Salvador. Siempre
la tiene, y ahora, en el caso de Electra, en razón es como un astro de luz
tan espléndida, que a todos nos obscurece.
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PANTOJA.-
Esa luz que usted cree inteligencia, no lo es. Es tan sólo el resplandor de
un fuego intensísimo que está dentro: la voluntad. Con esta fuerza, que debo
a Dios, he sabido enmendar mis errores.
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EVARISTA.-
Después de la confidencia que me hizo usted anoche, veo muy claro su derecho
a intervenir en la educación de esta loquilla...
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PANTOJA.-
A marcarle sus caminos, a señalarle fines elevados...
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EVARISTA.-
Derecho que implica deberes inexcusables...
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PANTOJA.-
¡Oh!, ¡Cuánto agradezco a usted que así lo reconozca, amiga del alma! ¡Yo
temía que mi confidencia de anoche, historia funesta, que ennegrece los mejores
años de mi vida, no haría perder su estimación!
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EVARISTA.-
No, amigo mío. Como hombre, ha estado usted sujeto a las debilidades humanas.
Pero el pecador se ha
regenerado, castigando su vida con las mortificaciones que trae el
arrepentimiento, y enderezándola con la práctica de la virtud.
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PANTOJA.-
La tristeza, el amor a la soledad, el desprecio de las vanidades, fueron mi
salvación. Pues bien: no sería completa mi enmienda si ahora no cuidara yo de
dirigir a esta niña, para apartarla del peligro. Si nos descuidamos,
fácilmente se nos irá por los caminos de su madre.
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EVARISTA.-
Mi parecer es que hable usted con ella...
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EVARISTA.-
Eso pensaba yo: a solas. Hágale comprender de una manera delicada la
autoridad que tiene usted sobre ella...
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PANTOJA.-
Sí, sí... No es otro mi deseo. (Siguen en voz baja.)
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ELECTRA.-
(En el grupo del centro, disputando con MÁXIMO.) Quita, quita.
¿Tú qué sabes? (Mostrando un dibujo.) Dice este bruto que
el pájaro parece un viejo pensativo y la mujer una langosta desmayada.
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MARQUÉS.-
¡Oh! no... que está muy bien.
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MÁXIMO.-
A veces, cuando menos cuidado pone, tiene aciertos prodigiosos.
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CUESTA.-
La verdad es que este paisajito, con el mar lejano, y estos troncos...
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ELECTRA.-
Mi especialidad ¿no saben ustedes cuál es? Pues los troncos viejos, las
paredes en ruinas. Pinto bien lo que desconozco: la tristeza, lo pasado, lo
muerto. La alegría presente, la juventud, no me salen. (Con pena y asombro.)
Soy una gran artista para todo lo que no se parece a mí.
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DON
URBANO.- ¡Qué gracia!
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MARQUÉS.-
¡Cómo chispea! Me encanta oírla.
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MÁXIMO.-
Ya vendrá la reflexión, las responsabilidades...
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ELECTRA.-
(Burlándose de MÁXIMO.) ¡La razón, la seriedad! Miren el sabio...
fúnebre. Yo tengo todo eso el día que me dé la gana... y más que tú.
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MÁXIMO.-
Ya lo veremos, ya lo veremos.
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PANTOJA.-
(Que ha prestado atención a lo que hablan en el grupo del
centro.) No puedo ocultar a usted que me desagrada la familiaridad de
la niña con el sobrino de Urbano.
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EVARISTA.-
Ya la corregiremos. Pero tenga usted presente que Máximo es un hombre
honradísimo, juicioso...
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PANTOJA.-
Sí, sí; pero... Amiga mía, en los senderos de la confianza tropiezan y
resbalan los más fuertes; me lo ha enseñado una triste experiencia.
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ELECTRA.-
(En el grupo del centro.) Yo sentaré la cabeza cuando me acomode.
Nadie se pone serio hasta que Dios lo manda. Nadie dice ¡ay! ¡ay! hasta que
le duele algo.
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CUESTA.-
Y ya, ya aprenderá cosas prácticas.
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ELECTRA.-
Cierto: cuando venga Dios y me diga: «niña ahí tienes el dolor, los deberes,
la duda...».
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MÁXIMO.-
Que lo dirá... y pronto.
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EVARISTA.-
Electra, hija mía, no tontees...
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ELECTRA.-
Tía, es Máximo que... (Pasa al lado de su tía.)
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DON
URBANO.- Máximo tiene razón...
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CUESTA.-
Seguramente. (CUESTA y DON URBANO pasan también al lado de EVARISTA,
quedando solos a la izquierda MÁXIMO y el MARQUÉS.)
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MÁXIMO.-
¿Puedo saber ya, señor Marqués, el resultado de su primera observación?
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MARQUÉS.-
Me ha encantado la chiquilla. Ya veo que no había exageración en lo que usted
me contaba.
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MÁXIMO.-
¿Y la penetración de usted no descubre bajo esos donaires algo que...?
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MARQUÉS.-
Ya entiendo... belleza moral, sentido común... No hay tiempo aún para tales
descubrimientos. Seguiré observando.
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MÁXIMO.-
Porque yo, la verdad, consagrado a la ciencia desde edad muy temprana,
conozco poco el mundo, y los caracteres humanos son para mí una escritura que
apenas puedo deletrear.
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MARQUÉS.-
Pues en esa escritura y en otras sé yo leer de corrido.
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MÁXIMO.-
¿Viene usted a mi casa?
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MARQUÉS.-
Iremos un rato. Es posible que mi mujer me riña si sabe que visito el taller
de Electrotecnia y la fábrica de luz. Pero Virginia no ha de ser muy severa.
Puedo aventurarme... Después volveré aquí, y con el pretexto de admirar a la
niña en el piano, hablaré con ella y continuaré mis estudios.
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MÁXIMO.-
(Alto.) ¿Viene usted, Marqués?
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DON
URBANO.- ¿Pero nos dejan?
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MARQUÉS.-
Me voy un rato con este amigo.
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EVARISTA.-
Marqués, estoy muy enojada por sus largas ausencias, pero muy enojada. No
podrá usted desagraviarme más que almorzando hoy con nosotros. Es castigo,
Don Juan; es penitencia.
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MARQUÉS.-
Yo la acepto en descargo de mi culpa, bendiciendo la mano que me castiga.
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EVARISTA.-
Tú, Máximo, vendrás también.
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MÁXIMO.-
Si me dejan libre a esa hora, vendré.
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ELECTRA.-
No vengas, hombre... por Dios, no vengas. (Con alegría que no puede
disimular.) ¿Vas a venir? Di que sí. (Corrigiéndose.) No,
no: di qué no.
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MÁXIMO.-
¡Ah! No te libras de mí. Chiquilla loca, tú tendrás juicio.
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ELECTRA.-
Y tú lo perderás, sabio tonto, viejo... (Le sigue con la mirada hasta
que sale. Salen MÁXIMO y el MARQUÉS por el jardín. JOSÉ entra por el
foro.)
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