sábado, 11 de enero de 2020

Electra (acto I), de Benito Pérez Galdós

Con motivo del centenario de Galdós, voy a publicar durante este año algunas de sus obras. Comenzaré con Electra. La he tomado de la Biblioteca Virtual Cervantes, por lo que si hay algún error es de ellos.


Electra
Drama en cinco actos
Benito Pérez Galdós

portada

PERSONAJES
 
ACTORES
 
ELECTRA    (18 años.)
EVARISTA    (50 años), esposa de Don Urbano.
MÁXIMO   (35 años.)
DON SALVADOR DE PANTOJA    (50 años.)
DON RICARDO VALERO.
EL MARQUÉS DE RONDA    (58 años.)
DON LEONARDO CUESTA,    agente de bolsa (50 años.)
DON URBANO GARCÍA YUSTE   (55 años.)
MARIANO,   auxiliar de laboratorio.
DON JOSÉ CULVERA.
GIL,   calculista.
BALBINA,   criada vieja.
PATROS,   criada joven.
JOSÉ,   criado viejo.
DON FERNANDO CALVO.
SOR DOROTEA.
UN OPERARIO.
DON SIXTO CODURAS.
LA SOMBRA DE ELEUTERIA.
NOTA.- Accediendo a los deseos de la empresa y del autor, la primera actriz Doña Consuelo Badillo ha desempeñado un papel inferior a su categoría artística.
 
La acción en Madrid, rigurosamente contemporánea.
 



 
Acto I
 
Sala lujosa en el Palacio de los señores de García Yuste. A la derecha, paso al jardín. Al fondo comunicación con otras salas del edificio. A la derecha primer término, puerta de la habitación de ELECTRA. (Izquierda y derecha se entiende del espectador.)
 

Escena I

 
El MARQUÉS; JOSÉ por el foro.
 

JOSÉ.-  Están en el jardín. Pasaré recado.
MARQUÉS.-  Aguarda. Quiero dar un vistazo a esta sala. No he visitado a los señores de García Yuste desde que habitan su nuevo palacio... ¡Qué lujo!... Hacen bien. Dios les da para todo, y esto no es nada en comparación de lo que consagran a obras benéficas. ¡Siempre tan generosos...!
JOSÉ.-  ¡Oh, sí, señor!
MARQUÉS.-  Y siempre tan retraídos... aunque hay en la familia, según creo, una novedad muy interesante...
JOSÉ.-  ¿Novedad? ¡Ah! sí... ¿lo dice por...?
MARQUÉS.-  Oye, José: ¿harás lo que yo te diga?
JOSÉ.-  Ya sabe el señor marqués que nunca olvido los catorce años que le serví... Mande vuecencia.
MARQUÉS.-  Pues bien: hoy vengo exclusivamente por conocer a esa señorita que tus amos han traído poco ha de un colegio de Francia.
JOSÉ.-  La señorita Electra.
  MARQUÉS.-  ¿Podrás decirme si sus tíos están contentos de ella, si la niña se muestra cariñosa, agradecida?
JOSÉ.-  ¡Oh! sí... Los señores la quieren... Sólo que...
MARQUÉS.-  ¿Qué?
JOSÉ.-  Que la niña es algo traviesa.
MARQUÉS.-  La edad...
JOSÉ.-  Juguetona, muy juguetona, señor.
MARQUÉS.-  Es monísima; según dicen, un ángel...
JOSÉ.-  Un ángel, si es que hay ángeles parecidos a los diablos. A todos nos trae locos.
MARQUÉS.-  ¡Cuánto deseo conocerla!
JOSÉ.-  En el jardín la tiene vuecencia. Allí se pasa toda la mañana enredando y haciendo travesuras.
MARQUÉS.-    (Mirando al jardín.)  Hermoso jardín, parque más bien: arbolado viejo, del antiguo palacio de Gravelinas...
JOSÉ.-  Sí, señor.
MARQUÉS.-  La magnífica casa de vecindad que veo allá ¿no es también de tus amos?
JOSÉ.-  Con entrada por el jardín y por la calle. En el piso bajo tiene su laboratorio el sobrino de los señores: el señorito Máximo, primer punto de España en las matemáticas y en la... en la...
MARQUÉS.-  Sí: el que llaman el Mágico prodigioso... Le conocí en Londres... no recuerdo la fecha... Aún vivía su mujer.
JOSÉ.-  El pobrecito quedó viudo en febrero del año pasado... Tiene dos niños lindísimos.
MARQUÉS.-  No hace mucho he renovado con Máximo mi antiguo conocimiento y, aunque no frecuento su casa por razones que yo me sé, somos grandes amigos, los mejores amigos del mundo.
JOSÉ.-  Yo también le quiero ¡Es tan bueno...!
MARQUÉS.-  Y dime ahora: ¿no se arrepienten los señores de haber traído ese diablillo?
JOSÉ.-    (Recelando que venga alguien.)  Diré a Vuecencia... Yo he notado...  (Ve venir a DON URBANO por el jardín.)  El señor viene.
MARQUÉS.-  Retírate...

 

 
El MARQUÉS, DON URBANO.
 

MARQUÉS.-    (Dándole los brazos.)  Mi querido Urbano...
DON URBANO.-  ¡Marqués! ¡Dichosos los ojos...!
MARQUÉS.-  ¿Y Evarista?
DON URBANO.-  Bien. Extrañando mucho las ausencias del ilustre marqués de Ronda.
MARQUÉS.-  ¡Ay, no sabe usted qué invierno hemos pasado!
DON URBANO.-  ¿Y Virginia?
MARQUÉS.-  No está mal. La pobre, siempre luchando con sus achaques. Vive por el vigor tenaz, testarudo digo yo, de su grande espíritu.
DON URBANO.-  Vaya, Vaya... ¿Con que...?  (Señalando al jardín.)  ¿Quiere usted que bajemos?
MARQUÉS.-  Luego. Descansaré un instante.  (Se sienta.)  Hábleme usted, querido Urbano, de esa niña encantadora, de esa Electra, a quien han sacado, ustedes del colegio.
DON URBANO.-  No estaba ya en el colegio. Vivía en Hendaya con unos parientes de su madre. Yo nunca fui partidario de traerla a vivir con nosotros; pero Evarista se encariñó hace tiempo con esa idea; su objeto no es otro que tantear el carácter de la chiquilla, ver si podremos obtener de ella una buena mujer, o si nos reserva Dios el oprobio de que herede las mañas de su madre. Ya sabe usted que era prima hermana de mi esposa, y no necesito recordarle los escándalos de Eleuteria, del 80 al 85.
MARQUÉS.-  Ya, ya.
DON URBANO.-  Fueron tales, que la familia, dolorida y avergonzada, rompió con ella toda relación. Esta niña, cuyo padre se ignora, se crió junto a su madre hasta los cinco años. Después la llevaron a las Ursulinas de Bayona. Allí, ya fuese por abreviar, ya por embellecer el nombre, dieron en llamarla Electra, que es grande novedad.
MARQUÉS.-  Perdone usted, novedad no es; a su desdichada madre, Eleuteria Díaz, los íntimos la llamábamos también Electra, no sólo por abreviar, sino porque a su padre, militar muy valiente, desgraciadísimo en su vida conyugal, le pusieron Agamenón.
DON URBANO.-  No sabía... Yo jamás me traté con esa gente. Eleuteria, por la fama de sus desórdenes, se me representaba como un ser repugnante...
MARQUÉS.-  Por Dios, mi querido Urbano, no extreme usted su severidad. Recuerde que Eleuteria, a quien llamaremos Electra I, cambió de vida... Ello debió de ser hacia el 88.
DON URBANO.-  Por ahí... Su arrepentimiento dio mucho que hablar. En San José de la Penitencia murió el 95 regenerada, abominando de su libertinaje horrible, monstruoso...
MARQUÉS.-   (Como reprendiéndole por su severidad.)  Dios la perdonó...
DON URBANO.-  Sí, sí... perdón, olvido...
MARQUÉS.-  Y ustedes, ahora, tantean a Electra II para saber si sale derecha o torcida. ¿Y qué resultado van dando las pruebas?
DON URBANO.-  Resultados obscuros, contradictorios, variables cada día, cada hora. Momentos hay en que la chiquilla nos revela excelsas cualidades, mal escondidas en su inocencia; momentos en que nos parece la criatura más loca que Dios ha echado al mundo. Tan pronto le encanta a usted por su candor angelical, tomo le asusta por las agudezas diabólicas que saca de su propia ignorancia.
MARQUÉS.-  Exceso de imaginación quizás, desequilibrio. ¿Es viva?
DON URBANO.-  Tan viva como la misma electricidad, misteriosa, repentina, de mucho cuidado. Destruye, trastorna, ilumina.
MARQUÉS.-    (Levantándose.)  La curiosidad me abrasa ya. Vamos a verla.





Escena III

 
El MARQUÉS, DON URBANO; CUESTA, por el fondo.
 

CUESTA.-   (Entra con muestras de cansancio, saca su cartera de negocios y se dirige a la mesa.)  Marqués... ¿tanto bueno por aquí...?
MARQUÉS.-  Hola, gran Cuesta. ¿Qué nos dice nuestro incansable agente...?
CUESTA.-    (Sentándose. Revela padecimiento del corazón.)  El incansable... ¡ay! se cansa ya.
DON URBANO.-  Hombre, ¿qué me dices del alza de ayer en el Amortizable?
CUESTA.-  Vino de París con dos enteros.
DON URBANO.-  ¿Has hecho nuestra liquidación?
MARQUÉS.-  ¿Y la mía?
CUESTA.-  En ellas estoy...  (Saca papeles de su cartera y escribe con lápiz.)  Luego sabrán ustedes las cifras exactas. He sacado todo el partido posible de la conversión.
MARQUÉS.-  Naturalmente... siendo el tipo de emisión de los nuevos valores 79, 50... habiendo, adquirido nosotros a precio muy bajo el papel recogido...
DON URBANO.-  Naturalmente...
CUESTA.-  Naturalmente, el resultado ha sido espléndido.
MARQUÉS.-  La facilidad que nos enriquecemos, querido Urbano, la vida y e enciende en nosotros el amor de la vida y el entusiasmo por la belleza humana. Vámonos al jardín.
DON URBANO.-    (A CUESTA.)  ¿Vienes?
CUESTA.-  Necesito diez minutos de silencio para ordenar mis apuntes.
DON URBANO.-  Pues te dejamos solo. ¿Quieres algo?
CUESTA.-   (Abstraído en sus apuntes.)  No... Sí: un vaso de agua. Estoy abrasado.
DON URBANO.-  Al momento.  (Sale con el MARQUÉS hacia el jardín.) 

    

Escena IV

 
CUESTA, PATROS.
 

CUESTA.-   (Corrigiendo los apuntes.)  ¡Ah! sí, había un error. A los de Yuste corresponden... un millón seiscientas mil pesetas. Al Marqués de Ronda, doscientas veintidós mil. Hay que descontar las doce mil y pico, equivalentes a los nueve mil francos...  (Entra PATROS con vasos de agua, azucarillos, coñac. Aguarda un momento a que CUESTA termine sus cálculos.) 
PATROS.-  ¿Lo dejo aquí, Don Leonardo?
CUESTA.-  Déjalo y aguarda un instante... Un millón ochocientos... con los seiscientos diez... hacen... Ya está claro. Bueno, bueno... Con que, Patros...  (Echa mano al bolsillo, saca dinero y se lo da.) 
PATROS.-  Señor, muchas gracias.
CUESTA.-  Con esto te digo que espero de ti un favor.
PATROS.-  Usted dirá, Don Leonardo.
CUESTA.-  Pues...  (Revolviendo el azucarillo.)  Verás...
PATROS.-  ¿No pone coñac? Si viene sofocado, el agua sola puede hacerle dado.
CUESTA.-  Sí: pon un poquito... Pues quisiera yo... no vayas a tomarlo a mala parte... quisiera yo hablar un ratito a solas con la señorita Electra. Conociéndome cómo me conoces, comprenderás que mi objeto es de los más puros, de los más honrados. Digo esto para quitarte todo escrúpulo...  (Recoge sus papeles.)  Antes que alguien venga, ¿puedes decirme qué ocasión, qué sitio son los más apropiados...?
PATROS.-  ¿Para decir cuatro palabritas a la señorita Electra?  (Meditando.)  Ello ha de ser cuando los señores despachan con el apoderado... Yo estaré a la mira...
CUESTA.-  Si pudiera ser hoy, mejor.
PATROS.-  El señor ¿vuelve luego?
CUESTA.-  Volveré, y con disimulo me adviertes...
PATROS.-  Sí, sí... Pierda cuidado.  (Recoge el servicio y se retira.) 


Escena V

 
CUESTA; PANTOJA, enteramente vestido de negro. Entra en escena meditabundo, abstraído.
 

CUESTA.-  Amigo Pantoja, Dios le guarde. ¿Vamos bien?
PANTOJA.-   (Suspira.)  Viviendo, amigo, que es como decir: esperando.
CUESTA.-  Esperando mejor vida...
PANTOJA.-  Padeciendo en ésta todo lo que el Señor disponga para hacernos dignos de la otra.
CUESTA.-  ¿Y de salud?
PANTOJA.-  Mal y bien. Mal, porque me afligen desazones y achaques; bien, porque me agrada el dolor, y el sufrimiento me regocija.  (Inquieto y como dominado de una idea fija, mira hacia el jardín.) 
CUESTA.-  Ascético estáis.
PANTOJA.-  ¡Pero esa loquilla...! Véala usted correteando con los chicos del portero, con los niños de Máximo y con otros de la vecindad. Cuando la dejan explayarse en las travesuras infantiles, está Electra en sus glorias.
CUESTA.-  ¡Adorable muñeca! Quiera Dios hacer de ella una mujer de mérito.
PANTOJA.-  De la muñeca graciosa, de la niña voluble, podrá salir un ángel más fácilmente que saldría de la mujer.
CUESTA.-  No le entiendo a usted, amigo Pantoja.
PANTOJA.-  Me entiendo yo... Mire, mire cómo juegan.  (Alarmado.)  ¡Jesús me valga! ¿A quién veo allí? ¿Es el marqués de Ronda?
CUESTA.-  El mismo.
PANTOJA.-  Ese corrompido corruptor, Tenorio de la generación pasada, no se decidió a jubilarse por no dar un disgusto a Satanás...
CUESTA.-  Para que pueda decirse una vez más que no hay paraíso sin serpiente.
PANTOJA.-  ¡Oh, no! ¡Serpiente ya teníamos!  (Nervioso y displicente, se pasea por la escena.)
CUESTA.-  Otra cosa: ¿no se ha enterado usted de la millonada que les traigo?
PANTOJA.-   (Sin prestar gran atención al asunto, fijándose en otra idea que no manifiesta.)  Sí, ya sé... ya... Hemos ganado una enormidad...
CUESTA.-  Evarista completará su magna obra de piedad...
PANTOJA.-   (Maquinalmente.)  Sí.
CUESTA.-  Y usted dedicará mayores recursos a San José de la Penitencia.
PANTOJA.-  Sí...  (Repitiendo una idea fija.)  Serpiente ya teníamos.  (Alto.)  ¿Qué me decía usted, amigo Cuesta?
CUESTA.-  Que...
 PANTOJA.-  Perdone usted... ¿Es cierto que el vecino de enfrente, nuestro maravilloso sabio, inventor y casi taumaturgo, piensa mudar de residencia?
CUESTA.-  ¿Quién? ¿Máximo? Creo que sí. Parece que en Bilbao y en Barcelona acogen con entusiasmo sus admirables estudios para nuevas aplicaciones de la electricidad y le ofrecen cuantos capitales necesite para plantear estas novedades.
PANTOJA.-   (Meditabundo.)  ¡Oh!... Capital, dentro de mis medios, yo se lo daría, con tal que...


Escena VI

 
PANTOJA, CUESTA; EVARISTA, DON URBANO, el MARQUÉS, que vienen del jardín.
 

EVARISTA.-   (Soltando el brazo del MARQUÉS.)  Felices, Cuesta. Pantoja, ¡cuánto me alegro de verle hoy!...  (CUESTA y PANTOJA se inclinan y le besan la mano respetuosamente.   Siéntase la señora a la derecha; el MARQUÉS, en pie, a su lado. Los otros tres forman grupo a la izquierda hablando de negocios.) 
MARQUÉS.-   (Reanudando con EVARISTA una conversación interrumpida.)  Por ese camino, no sólo pasará usted a la Historia, sino al Año Cristiano.
EVARISTA.-  No alabe usted, marqués, lo que en absoluto carece de mérito... No tenemos hijos. Dios arroja sobre nosotros caudales y más caudales. Cada año nos cae una herencia. Sin molestarnos en lo más mínimo ni discurrir cosa alguna, el exceso de nuestras rentas, manejado en operaciones muy hábiles por el amigo Cuesta, nos crea sin sentirlo nuevos capitales. Compramos una finca, y al año la subida de los productos triplica su valor; adquirimos un erial, y resulta que el subsuelo es un inmenso almacén de carbón, de hierro, de plomo... ¿Qué quiere decir esto, marqués?
MARQUÉS.-  Quiere decir, mi venerable amiga, que cuando Dios acumula tantas riquezas sobre quien no las desea ni las estima, indica muy claramente  que las concede para que sean destinadas a su servicio.
EVARISTA.-  Exactamente. Interpretándolo yo del mismo modo, me apresuro a cumplir la divina voluntad. Lo que hoy me trae Cuesta, no hará más que pasar por mis manos, y con esto habré consagrado al Patrocinio siete millones largos, y aún haré más, para que la casa y colegio de Madrid tengan todo el decoro y la magnificencia que corresponden a tan gran instituto... Impulsaremos las obras de los colegios de Valencia y Cádiz...
PANTOJA.-   (Pasando al grupo de la derecha.)  Sin olvidar, amiga mía, la casa de enseñanzas superiores, que ha de ser santuario de la verdadera ciencia...
EVARISTA.-  Bien sabe el amigo Pantoja que no ceso de pensar en ello.
DON URBANO.-   (Pasando también a la derecha.)  En ello pensamos noche y día.
MARQUÉS.-  Admirable, admirable.  (Se levanta.) 
EVARISTA.-   (A CUESTA, que también pasa a la derecha.)  Y ahora, Leonardo, ¿qué hacemos?
CUESTA.-   (Sentándose al lado de EVARISTA, propone a la señora nuevas operaciones.)  Nos limitaremos por hoy a emplear alguna cantidad en dobles...
PANTOJA.-   (El pie a la izquierda de EVARISTA.)  O prima...
MARQUÉS.-   (Paseando por la escena con DON URBANO.)  Me permitirá usted, querido Urbano, que proclamando a gritos los méritos de su esposa, no eche en saco roto los míos, los nuestros: hablo por mí. Virginia ya lleva dado a Las Esclavas un tercio de nuestra fortuna.
DON URBANO.-  De las más saneadas de Andalucía.
MARQUÉS.-  Y en nuestro testamento se lo dejamos todo, menos la parte que destinamos a ciertas obligaciones y a la parentela pobre...
DON URBANO.-  Muy bien... Pero, según mis noticias, no estuvo usted muy conforme, años ha, con que Virginia tuviera piedad tan dispendiosa.
MARQUÉS.-  Es cierto. Pero al fin me catequizó. Suyo soy en cuerpo y alma. Me ha convertido, me ha regenerado.
DON URBANO.-  Como a mí, mi Evarista.
MARQUÉS.-  Por conservar la paz del matrimonio, empecé a contemporizar, a ceder y, cediendo y contemporizando, he llegado a esta situación. No me pesa, no. Hoy vivo en una placidez beatífica, curado de mis antiguas mañas. He llegado a convencerme de que Virginia no sólo salvará su alma, sino también la mía.
DON URBANO.-  Como yo... Que me salve.
MARQUÉS.-  Cierto que no tenemos iniciativa para nada.
DON URBANO.-  Para nada, querido Marqués.
MARQUÉS.-  Que a las veces, hasta el respirar nos está vedado.
URBANO.-  Vedada la respiración...
MARQUÉS.-  Pero vivimos tranquilamente.
DON URBANO.-  Servimos a Dios sin ningún esfuerzo...
MARQUÉS.-  Nuestras benditas esposas van delante de nosotros por el camino de la gloriosa eternidad y... Descuide usted, que no nos dejarán atrás.
DON URBANO.-  Cierto.
EVARISTA.-  ¿Urbano?
DON URBANO.-   (Acudiendo presuroso.)  ¿Qué?
EVARISTA.-  Ponte a las órdenes de Cuesta para la liquidación y para la entrega a los Padres...
DON URBANO.-  Hoy mismo.  (Se levanta CUESTA.) 
EVARISTA.-  Otra cosa: baja un momento y le dices a Electra que ya van tres horas de juego...
PANTOJA.-   (Imperioso.)  Que suba. Ya es demasiado retozar.
DON URBANO.-  Voy.  (Viendo venir a ELECTRA.)  Ya está aquí.

 
Escena VII

 
Los mismos; ELECTRA, tras ella MÁXIMO.
 

ELECTRA.-   (Entra corriendo y riendo, perseguida por MÁXIMO, a quien lleva ventaja en la carrera. Su risa es de miedo infantil.)  Que no me coges... Bruto, fastídiate.
MÁXIMO.-   (Trae en una mano varios objetos que indicará, y en la otra una ramita larga de chopo, que esgrime como un azote.)  ¡Pícara, si te cojo...!
ELECTRA.-   (Sin hacer caso de los que están en escena recorre ésta con infantil ligereza y va a refugiarse en las faldas de DOÑA EVARISTA, arrodillándose a sus pies y echándole los brazos a la cintura.)  Estoy a salvo... tía; mándele usted que se vaya.
MÁXIMO.-  ¿Dónde está esa loca?  (Con amenaza jocosa.)  ¡Ah! Ya sabe dónde se pone.
EVARISTA.-  ¿Pero, hija, cuándo tendrás formalidad? Máximo, eres tú tan chiquillo como ella.
MÁXIMO.-   (Mostrando lo que trae.)  Miren lo que me ha hecho. Me rompió estos dos tubos de ensayo... Y luego... vean estos papeles en que yo tenía cálculos que representan un trabajo enorme.  (Muestra los papeles suspendiéndolos en alto.)  Éste lo convirtió en pajarita; éste lo entregó a los chiquillos para que pintaran burros, elefantes... y un acorazado disparando contra un castillo.
PANTOJA.-  ¿Pero se metió en el laboratorio?
MÁXIMO.-  Y me indisciplinó a los niños, y todo me lo han revuelto.
PANTOJA.-   (Con severidad.)  Pero, señorita...
EVARISTA.-  ¡Electra!
MARQUÉS.-  ¡Deliciosa infancia!  (Entusiasmado.)  Electra, niña grande, benditas sean sus travesuras. Conserve usted mientras pueda su preciosa alegría.
ELECTRA.-  Yo no rompí los cilindros. Fue Pepito... Los papeles llenos de garabatos, sí los cogí yo creyendo que no servían para nada.
CUESTA.-  Vamos, haya paces.
MÁXIMO.-  Paces.  (A ELECTRA.)  Vaya te perdono la vida, te concedo el indulto por esta vez... Toma.  (Le da la vara ELECTRA; la coge pegándole suavemente.) 
ELECTRA.-  Esto por lo que me has dicho.  (Pegándole con fuerza.)  Esto por lo que callas.
MÁXIMO.-  ¡Si no he callado nada!
PANTOJA.-  Formalidad, juicio.
 EVARISTA.-  ¿Qué te ha dicho?
MÁXIMO.-  Verdades que han de serle muy útiles... Que aprenda por sí misma lo mucho que aún ignora; que abra bien sus ojitos y los extienda por la vida humana, para que vea que no es todo alegrías, que hay también deberes, tristezas, sacrificios...
ELECTRA.-  ¡Jesús, qué miedo!  (En el centro de la escena la rodean todos, menos PANTOJA, que acude al lado de EVARISTA.) 
CUESTA.-  Conviene no estimular con el aplauso sus travesuras.
DON URBANO.-  Y mostrarle un poquito de severidad.
MÁXIMO.-  A severidad nadie me gana... ¿Verdad, niña, que soy muy severo y que tú me lo agradeces? Di que me lo agradeces.
ELECTRA.-   (Azotándole ligeramente.)  ¡Sabio cargante! Si esto fuera un azote de verdad, con más ganas te pegaría.
MARQUÉS.-   (Risueño y embobado.)  ¡Adorable! Pégueme usted a mí, Electra.
ELECTRA.-   (Pegándole con mucha suavidad.)  A usted no, porque no tengo confianza... Un poquito no más... así...  (Pegando a los demás.)  Y a usted... a usted... un poquito.
EVARISTA.-  ¿Por qué no vas a tocar el piano para que te oigan estos señores?
MÁXIMO.-  ¡Si no estudia una nota! Su desidia es tan grande como su disposición para todas las artes.
CUESTA.-  Que nos enseñe sus acuarelas y dibujos. Verá usted, marqués.  (Se agrupan todos junto a la mesa, menos EVARISTA y PANTOJA que hablan aparte.) 
   ELECTRA.-  ¡Ay, sí!  (Buscando su cartera de dibujos entre los libros y revistas que hay en la mesa.)  Verán ustedes. Soy una gran artista.
MÁXIMO.-  Alábate, pandero.
ELECTRA.-   (Desatando las cintas de la cartera.)  Tú a deprimirme, yo a darme bombo, veremos quién puede más... Ea,  (Mostrando dibujos.)  quédense pasmados. ¿Qué tienen que decir de estos magníficos apuntes de paisajes, de animales que parecen personas, de personas que parecen animales?  (Todos se embelesan examinando los dibujos, que pasan de mano en mano.) 
EVARISTA.-   (Que apartando su atención del grupo del centro, entabla una conversación íntima con PANTOJA.)  Tiene usted razón, Salvador. Siempre la tiene, y ahora, en el caso de Electra, en razón es como un astro de luz tan espléndida, que a todos nos obscurece.
PANTOJA.-  Esa luz que usted cree inteligencia, no lo es. Es tan sólo el resplandor de un fuego intensísimo que está dentro: la voluntad. Con esta fuerza, que debo a Dios, he sabido enmendar mis errores.
EVARISTA.-  Después de la confidencia que me hizo usted anoche, veo muy claro su derecho a intervenir en la educación de esta loquilla...
PANTOJA.-  A marcarle sus caminos, a señalarle fines elevados...
EVARISTA.-  Derecho que implica deberes inexcusables...
PANTOJA.-  ¡Oh!, ¡Cuánto agradezco a usted que así lo reconozca, amiga del alma! ¡Yo temía que mi confidencia de anoche, historia funesta, que ennegrece los mejores años de mi vida, no haría perder su estimación!
EVARISTA.-  No, amigo mío. Como hombre, ha estado usted sujeto a las debilidades humanas. Pero el pecador  se ha regenerado, castigando su vida con las mortificaciones que trae el arrepentimiento, y enderezándola con la práctica de la virtud.
PANTOJA.-  La tristeza, el amor a la soledad, el desprecio de las vanidades, fueron mi salvación. Pues bien: no sería completa mi enmienda si ahora no cuidara yo de dirigir a esta niña, para apartarla del peligro. Si nos descuidamos, fácilmente se nos irá por los caminos de su madre.
EVARISTA.-  Mi parecer es que hable usted con ella...
PANTOJA.-  A solas.
EVARISTA.-  Eso pensaba yo: a solas. Hágale comprender de una manera delicada la autoridad que tiene usted sobre ella...
PANTOJA.-  Sí, sí... No es otro mi deseo.  (Siguen en voz baja.) 
ELECTRA.-   (En el grupo del centro, disputando con MÁXIMO.)  Quita, quita. ¿Tú qué sabes?  (Mostrando un dibujo.)    Dice este bruto que el pájaro parece un viejo pensativo y la mujer una langosta desmayada.
MARQUÉS.-  ¡Oh! no... que está muy bien.
MÁXIMO.-  A veces, cuando menos cuidado pone, tiene aciertos prodigiosos.
CUESTA.-  La verdad es que este paisajito, con el mar lejano, y estos troncos...
ELECTRA.-  Mi especialidad ¿no saben ustedes cuál es? Pues los troncos viejos, las paredes en ruinas. Pinto bien lo que desconozco: la tristeza, lo pasado, lo muerto. La alegría presente, la juventud, no me salen.  (Con pena y asombro.)  Soy una gran artista para todo lo que no se parece a mí.
DON URBANO.-  ¡Qué gracia!
CUESTA.-  ¡Deliciosa!
MARQUÉS.-  ¡Cómo chispea! Me encanta oírla.
MÁXIMO.-  Ya vendrá la reflexión, las responsabilidades...
ELECTRA.-   (Burlándose de MÁXIMO.)  ¡La razón, la seriedad! Miren el sabio... fúnebre. Yo tengo todo eso el día que me dé la gana... y más que tú.
MÁXIMO.-  Ya lo veremos, ya lo veremos.
PANTOJA.-   (Que ha prestado atención a lo que hablan en el grupo del centro.)  No puedo ocultar a usted que me desagrada la familiaridad de la niña con el sobrino de Urbano.
EVARISTA.-  Ya la corregiremos. Pero tenga usted presente que Máximo es un hombre honradísimo, juicioso...
PANTOJA.-  Sí, sí; pero... Amiga mía, en los senderos de la confianza tropiezan y resbalan los más fuertes; me lo ha enseñado una triste experiencia.
ELECTRA.-   (En el grupo del centro.)  Yo sentaré la cabeza cuando me acomode. Nadie se pone serio hasta que Dios lo manda. Nadie dice ¡ay! ¡ay! hasta que le duele algo.
MARQUÉS.-  Justo.
CUESTA.-  Y ya, ya aprenderá cosas prácticas.
ELECTRA.-  Cierto: cuando venga Dios y me diga: «niña ahí tienes el dolor, los deberes, la duda...».
MÁXIMO.-  Que lo dirá... y pronto.
EVARISTA.-  Electra, hija mía, no tontees...
ELECTRA.-  Tía, es Máximo que...  (Pasa al lado de su tía.) 
DON URBANO.-  Máximo tiene razón...
CUESTA.-  Seguramente.  (CUESTA y DON URBANO pasan también al lado de EVARISTA, quedando solos a la izquierda MÁXIMO y el MARQUÉS.) 
MÁXIMO.-  ¿Puedo saber ya, señor Marqués, el resultado de su primera observación?
MARQUÉS.-  Me ha encantado la chiquilla. Ya veo que no había exageración en lo que usted me contaba.
MÁXIMO.-  ¿Y la penetración de usted no descubre bajo esos donaires algo que...?
MARQUÉS.-  Ya entiendo... belleza moral, sentido común... No hay tiempo aún para tales descubrimientos. Seguiré observando.
MÁXIMO.-  Porque yo, la verdad, consagrado a la ciencia desde edad muy temprana, conozco poco el mundo, y los caracteres humanos son para mí una escritura que apenas puedo deletrear.
MARQUÉS.-  Pues en esa escritura y en otras sé yo leer de corrido.
MÁXIMO.-  ¿Viene usted a mi casa?
MARQUÉS.-  Iremos un rato. Es posible que mi mujer me riña si sabe que visito el taller de Electrotecnia y la fábrica de luz. Pero Virginia no ha de ser muy severa. Puedo aventurarme... Después volveré aquí, y con el pretexto de admirar a la niña en el piano, hablaré con ella y continuaré mis estudios.
MÁXIMO.-   (Alto.)  ¿Viene usted, Marqués?
DON URBANO.-  ¿Pero nos dejan?
MARQUÉS.-  Me voy un rato con este amigo.
EVARISTA.-  Marqués, estoy muy enojada por sus largas ausencias, pero muy enojada. No podrá usted desagraviarme más que almorzando hoy con nosotros. Es castigo, Don Juan; es penitencia.
MARQUÉS.-  Yo la acepto en descargo de mi culpa, bendiciendo la mano que me castiga.
EVARISTA.-  Tú, Máximo, vendrás también.
MÁXIMO.-  Si me dejan libre a esa hora, vendré.
ELECTRA.-  No vengas, hombre... por Dios, no vengas.  (Con alegría que no puede disimular.)  ¿Vas a venir? Di que sí.  (Corrigiéndose.)  No, no: di qué no.
MÁXIMO.-  ¡Ah! No te libras de mí. Chiquilla loca, tú tendrás juicio.
ELECTRA.-  Y tú lo perderás, sabio tonto, viejo...  (Le sigue con la mirada hasta que sale. Salen MÁXIMO y el MARQUÉS por el jardín. JOSÉ entra por el foro.) 





Escena VIII

 
ELECTRA, EVARISTA, DON URBANO, PANTOJA, CUESTA, JOSÉ.
 

JOSÉ.-   (Anunciando.)  La señora Superiora de San José de la Penitencia.
PANTOJA.-  ¡Oh, mi buena Sor Bárbara de la Cruz...!
EVARISTA.-  Que pase aquí.  (Se levanta.)  No: al salón. Vamos.
PANTOJA.-  ¡Qué feliz oportunidad! Así me evita el ir al convento.
EVARISTA.-  Hija, que estudies.  (Señalándole la estancia próxima.) 
CUESTA.-   (Despidiéndose.)  Yo me retiro. Volverá luego.
EVARISTA.-  Adiós.
CUESTA.-   (Aparte, por ELECTRA.)  ¿La dejarán sola?
PANTOJA.-   (Acudiendo a ELECTRA.)  Cultiva usted, Electra, con discernimiento ese arte sublime. Consagre usted todo su talento al gran Bach... para que se vaya asimilando el estilo religioso.  (Vanse todos menos ELECTRA.) 


Escena IX

 
ELECTRA; al poco rato CUESTA.
 

ELECTRA.-   (Entonando una salmodia de Iglesia, recoge los dibujos y los ordena.)  Bach... para que me asimile... ¡qué gracia! el estilo religioso.  (Canta.) 
CUESTA.-   (Entra por el foro recatándose.)  ¡Sola...!
ELECTRA.-   (Canta algunas notas litúrgicas. Ve avanzar a CUESTA.)  ¿Pero no se había marchado usted, Don Leonardo?
CUESTA.-   (Con timidez.)  Sí; pero ha vuelto, hija mía. Tengo que hablar con usted.
ELECTRA.-   (Un poquito asustada.)  ¡Conmigo!
CUESTA.-  El asunto es delicado, muy delicado  (Con fatiga y dificultad de respiración.)  Perdone usted... padezco del corazón... no puedo estar en pie.  (ELECTRA le aproxima una silla. Se sienta.)  Sí: tan delicado es el asunto que no sé por dónde empezar.
ELECTRA.-  Por Dios, ¿qué es?
CUESTA.-   (Animándose.)  Electra, yo conocí a su madre de usted.
ELECTRA.-  ¡Ah! Mi madre fue muy desgraciada.
CUESTA.-  ¿Qué entiende usted por desgraciada?
ELECTRA.-  Pues... que vivió entre personas malas que no la permitían ser tan buena como ella quería.
CUESTA.-  ¡Oh! Sin saberlo ha dicho usted una gran verdad... ¿Recuerda usted a su madre?... ¿Piensa usted en ella?
ELECTRA.-  Mi madre es para mí un recuerdo vago, dulcísimo; una imagen que nunca me abandona... Viva la guardo en mi corazón, que no es todavía más que una gran memoria, y en esta gran memoria la están buscando siempre mis ojos ansiosos de verla. ¡Pobre madre mía!  (Se lleva el pañuelo a los ojos. CUESTA suspira.)  Dígame, Don Leonardo: cuando trataba usted a mi madre ¿era yo muy chiquitita?
CUESTA.-  Era usted una monada. Le hacíamos a usted cosquillas para verla reír; su risa me parecía el encanto, la alegría de la Naturaleza.
ELECTRA.-  Vea usted por qué he salido tan loca, tan traviesa y destornillada... y alguna vez me cogería usted en brazos.
CUESTA.-  Muchísimas.
ELECTRA.-   (Sonriendo sin acabar de secar sus lágrimas.)  ¿Y no le tiraba yo de los bigotes?
CUESTA.-  A veces con tanta fuerza, que me hacía usted daño.
ELECTRA.-  Me pegaría usted en las manos.
CUESTA.-  ¡Vaya!
ELECTRA.-  ¿Pues sabe usted que crea que todavía me duelen...?
CUESTA.-   (Impaciente por entrar en materia.)  Pero vamos al caso. Advierto a usted, Electra, que esto es reservadísimo. Queda entre los dos.
ELECTRA.-  ¡Oh! me da usted miedo, Don Leonardo.
CUESTA.-  No es para asustarse. Vea usted en mí un amigo, el mejor de los amigos; vea en este acto el interés más puro, el sentimiento más elevado...
ELECTRA.-   (Confusa.)  Sí, Sí: no dudo... pero...
CUESTA.-  Vea usted por qué doy este paso... Aunque no soy muy viejo, no me siento con cuerda vital para mucho tiempo. Viudo hace veinte años, no tengo más familia que mi hija Pilar, ya casada, y ausente. Casi estoy solo en el mundo, con el pie en el estribo para marchar a otro...   y mi soledad ¡ay! parece como que quiere echarme, más pronto...  (Con gran dificultad de expresión.)  Pero antes de partir...  (Pausa.)  Electra, he pensado mucho en usted antes que la trajeran a Madrid, y al verla ¡Dios mío! he pensado, he sentido... qué sé yo... un dulce afecto, el más puro de los afectos, mezclado con alaridos de mi conciencia.
ELECTRA.-   (Aturdida.)  ¡La conciencia! ¡Qué cosa tan grave debe ser! La mía es como un niño que está todavía en la cuna.
CUESTA.-   (Con tristeza.)  La mía es vieja, memoriosa. Me repite, me señala sin cesar los errores graves de mi vida.
ELECTRA.-  ¡Usted... errores graves usted tan bueno!
CUESTA.-  Sí, sí: bueno, bueno... y pecador... En fin, dejemos los errores y vamos a sus consecuencias. Yo no quiero, no, que usted viva desamparada. Usted no posee bienes de fortuna. Es dudoso que la protección de Urbano y Evarista sea constante. ¿Cómo ha de consentir yo que se encuentra usted pobre y desvalida el día de mañana?
ELECTRA.-   (Con penosa lucha entre su conocimiento y su inocencia.)  No sé si lo entiendo... no sé si debo entenderlo.
CUESTA.-  Lo más delicado será que lo entienda sin decírmelo, y que acepte mi protección ¡sin darme las gracias! Juntos van el deber mío y el derecho de usted. Gracias a mí, Electra, no se verá roto el hilo que une a cada criatura con las criaturas que fueron, y con las que aún viven... Y si hoy me determino a plantear esta cuestión, es porque... porque hace tiempo que me asedia el temor de las muertes repentinas. Mi padre y mi hermano murieron como heridos del rayo. La lección cardiaca, destructora de la familia, ya la tengo aquí:  (Señalando al corazón.)  es un triste reloj que me cuenta las horas, los días... No puedo aplazar esto. No, me sorprenda la muerte dejando a esta preciosa existencia sin amparo. No puedo, no debo esperar... Concluyo, hija mía, manifestando a usted que tenga por asegurado un bienestar modesto...
ELECTRA.-  ¡Un bienestar modesto... yo...!
CUESTA.-  Lo suficiente para vivir con independencia decorosa...
ELECTRA.-   (Confusa.)  ¿Y yo... qué méritos tengo para...? Perdone usted... No acabo de convencerme... de...
CUESTA.-  Ya vendrá, ya vendrá el convencimiento...
ELECTRA.-  ¿Y por qué no habla usted de ese asunto a mis tíos...
CUESTA.-   (Preocupado.)  Porque... A su tiempo se les dirá. Por de pronto, sólo usted debe saber mi resolución.
ELECTRA.-  Pero...
CUESTA.-   (Con emoción, levantándose.)  Y ahora, Electra, ¿querrá usted a este pobre enfermo, que tiene los días contados?
ELECTRA.-  Sí... ¡Es tan fácil para mí querer! Pero no hable usted de morirse, don Leonardo.
CUESTA.-  Me consuela mucho saber que usted me llorará.
ELECTRA.-  No me haga usted llorar desde ahora...
CUESTA.-   (Apresurando su partida para vencer su emoción.)  Adiós, hija mía.
ELECTRA.-  Adiós...  (Reteniéndole.)  ¿Y qué nombre debo darle?
CUESTA.-  El de amigo no más. Adiós.  (Arrancándose a partir. Sale por el foro. ELECTRA le sigue con la mirada hasta que desaparece.)  

    

Escena X

 
ELECTRA, el MARQUÉS.
 

ELECTRA.-   (Meditabunda.)  Dios mío, ¿qué debo pensar? Sus medias palabras dicen más que si fuesen enteras. ¡Madre del alma!  (El MARQUÉS, que entra por el jardín, avanza despacio.)  ¡Ah!... Señor Marqués.
MARQUÉS.-  ¿Se asusta usted?
ELECTRA.-  Nada de eso: me sorprendo no más. Si viene usted a oírme tocar, ha perdido el viaje. Hoy no estudio.
MARQUÉS.-  Me alegro. Así podremos hablar... Apenas presentado a usted, entro de lleno en la admiración de sus gracias, y conocida una parte de su carácter, deseo conocer algo más... Usted extrañará quizás esta curiosidad mía y la creerá impertinente.
ELECTRA.-  ¡Oh! No, señor. También yo soy curiosilla, señor marqués, y me permito preguntarle: ¿es usted amigo de Máximo?
MARQUÉS.-  Le quiero y admiro grandemente... Cosa rara, ¿verdad?
ELECTRA.-  A mí me parece muy natural.
MARQUÉS.-  Es usted muy niña, y quizás no pueda hacerse cargo de las causas de mi amistad con el Mágico prodigioso... A ver si me entiende.
ELECTRA.-  Explíquemelo bien.
MARQUÉS.-  La sociedad que frecuento, el círculo de mi propia familia y los hábitos de mi casa, producen en mí un efecto asfixiante. Casi sin darme cuenta de ello, por puro instinto de conservación me lanzo a veces en busca del aire respirable. Mis ojos se van tras de la ciencia, tras de la Naturaleza... y Máximo es eso.
ELECTRA.-  El aire respirable, la vida, la... ¿Pues sabe usted, marqués, que me parece que lo voy entendiendo?
MARQUÉS.-  No es tonta la niña, no. También ha de saber usted que siento por ese hombre un interés inmenso.
ELECTRA.-  Le quiere usted, le admira por sus grandes cualidades...
MARQUÉS.-  Y le compadezco por su desgracia.
ELECTRA.-   (Sorprendida.)  ¡Desgraciado Máximo?
MARQUÉS.-  ¿Qué mayor desgracia que la soledad en que vive? Su viudez prematura le ha sumergido en los estudios más hondos, y temo por su salud.
ELECTRA.-  Sus hijos le consuelan, la acompañan. Hoy les ha visto usted. ¡Qué lindas criaturas! El mayor, que ahora cumple cinco años, es un prodigio de inteligencia. En el pequeñito, de dos años, veo yo toda la gracia del mundo. Yo les adoro; sueño con ellos, y me gustaría mucho ser su niñera.
MARQUÉS.-  El pobre Máximo, aferrado a sus estudios, no puede atenderlos como debiera.
ELECTRA.-  Claro; eso digo yo.
MARQUÉS.-  Es de toda evidencia: Máximo necesita una mujer. Pero... aquí entran mis dificultades y mis dudas. Por más que miro y busco, no encuentro, no encuentro la mujer digna de compartir su vida con la del grande hombre.
ELECTRA.-  No la encuentra usted. Es que no la hay, no la hay. Como que para Máximo debe buscarse una mujer de mucho juicio.
MARQUÉS.-  Eso es: de mucho juicio.
ELECTRA.-  Todo lo contrario de mí, que no tengo ninguno, ninguno, ninguno.
MARQUÉS.-  No diría yo tanto.
ELECTRA.-  Otra cosa: cuando usted me oye decirle tonterías y llamarle bruto, viejo, sabio tonto, no vaya a creer que lo digo en serio. Todo eso es broma señor marqués.
MARQUÉS.-  Sí, sí: ya lo he comprendido.
ELECTRA.-  Bromas impertinentes quizás, porque Máximo es muy serio... ¿Cree usted, señor mío, que debo yo volverme muy grave?
MARQUÉS.-  ¡Oh! no. Cada criatura es como Dios ha querido formarla. No hay que violentarse, señorita. No necesitamos ser graves para ser buenos.
ELECTRA.-  Pues mire usted, marqués yo que no sé nada, había pensado eso mismo.  (Aparece PANTOJA por el foro.) 
PANTOJA.-   (Aparte en la puerta.)  Este libertino incorregible... este veterano del vicio se atreva a poner su mirada venenosa en esta flor.  (Avanza lentamente.) 
MARQUÉS.-   (Aparte.)  ¡Vaya! Se nos ha interpuesto la pantalla obscura y ya no podemos seguir hablando.
ELECTRA.-  El señor marqués ha venido a oírme tocar; pero estoy muy torpe. Lo dejamos para otro día.
MARQUÉS.-  Ya sabe usted que el gran Beethoven es mi pasión. Me habían dicho que Electra le interpreta bien, y esperaba oírle la Sonata Práctica, la Clair de Lune... pero nos hemos entretenido charlando, y pues ya no es ocasión...
PANTOJA.-   (Con desabrimiento.)  Sí. Ha pasado la hora de estudio.
MARQUÉS.-   (Recobrando su papel social.)  Otro día será. Amigo mío, Virginia y yo tendremos mucho gusto en que usted nos honre con sus consejos para cuanto se refiera al Beaterio de Las Esclavas.
PANTOJA.-  Sí, sí: esta tarde iré a ver a Virginia y hablaremos.
MARQUÉS.-  En el Beaterio la tiene usted toda la tarde. Y pues estoy de más aquí...  (En ademán de retirarse.) 
ELECTRA.-  No. Usted no estorba, señor marqués.
MARQUÉS.-  Me voy con la música... al taller de Máximo.
PANTOJA.-  Sí, sí: allí se distraerá usted mucho.
MARQUÉS.-  Hasta luego, mi reverendo amigo.
PANTOJA.-  Dios le guarde.  (Vase el MARQUÉS hacia el jardín.) 


Escena XI

 
ELECTRA, PANTOJA.
 

PANTOJA.-   (Vivamente.)  ¿Qué decía? ¿Qué contaba ese corruptor de la inocencia?
ELECTRA.-  Nada: historias, anécdotas para reír...
PANTOJA.-  ¡Ay, historias! Desconfíe usted de las anécdotas jocosas y de los narradores amenos, que esconden entre jazmines el aguijón ponzoñoso... La noto a usted suspensa, turbada, como cuando se ha sentido el roce de un reptil entre los arbustos.
ELECTRA.-  ¡Oh, no!
PANTOJA.-  La inquietud que producen las conversaciones inconvenientes, se calmará con los conceptos míos, bienhechores, saludables.
ELECTRA.-  Es usted poeta, señor de Pantoja, y me gusta oírle.
PANTOJA.-   (Le señala una silla: se sientan los dos.)  Hija mía, voy a dar a usted la explicación del cariño intenso que habrá notado en mí. ¿Lo ha notado?
ELECTRA.-  Sí, señor.
PANTOJA.-  Explicación que equivale a revelar un secreto.
ELECTRA.-   (Muy asustada.)  ¡Ay, Dios mío, ya estoy temblando!...
PANTOJA.-  Calma, hija mía. Oiga usted primero lo que es para mí más doloroso. Electra, yo he sido muy malo.
ELECTRA.-  ¡Pero si tiene usted opinión de santo!
PANTOJA.-  Fui malo, digo, en una ocasión de mi vida  (Suspirando fuerte.)  Han pasado algunos años.
ELECTRA.-   (Vivamente.)  ¿Cuántos? ¿Puedo yo acordarme de cuando usted fue malo, Don Salvador?
PANTOJA.-  No. Cuando yo me envilecí, cuando me encenagué en el pecado, no había usted nacido.
ELECTRA.-  Pero nací...
PANTOJA.-   (Después de una pausa.)  Cierto...
ELECTRA.-  Nací... Por Dios, señor de Pantoja, acabe usted pronto...
PANTOJA.-  Su turbación me indica que debemos apartar los ojos de lo pasado. El presente es para usted muy satisfactorio.
ELECTRA.-  ¿Por qué?
PANTOJA.-  Porque en mí tendrá usted un amparo, un sostén para toda la vida. Inefable dicha es para mí cuidar de un ser tan noble y hermoso defender a usted de todo daño, guardarla, custodiarla, dirigirla, para que se conserve siempre incólume y pura; para que jamás la toque ni la sombra ni el aliento del mal. Es usted una niña que parece un ángel. No me conformo con que usted lo parezca: quiero que lo sea.
ELECTRA.-   (Fríamente.)  Un ángel que pertenece a usted... ¿Y en esto debo ver un acto de caridad extraordinaria, sublime?
PANTOJA.-  No es caridad: es obligación. A mi deber de ampararte, corresponde en ti el derecho a ser amparada.
ELECTRA.-  Esa confianza, esa autoridad...
PANTOJA.-  Nace de mi cariño intensísimo, como la fuerza nace del calor. Y mi protección, obra es de mi conciencia.
ELECTRA.-   (Se levanta con grande agitación. Alejándose de PANTOJA, exclama aparte:)  ¡Dos, Señor, dos protecciones! Y ésta quiere oprimirme. ¡Horrible confusión!  (Alto.)  Señor de Pantoja, yo le respeto a usted, admiro sus virtudes. Pero su autoridad, sobre mí no la veo clara, y perdone mi atrevimiento. Obediencia, sumisión, no debo más que a mi tía.
PANTOJA.-  Es lo mismo. Evarista me hace el honor de consultarme todos sus asuntos. Obedeciéndola, me obedeces a mí.
ELECTRA.-  ¿Y mi tía quiere también que yo sea ángel de ella, de usted...?
PANTOJA.-  Ángel de todos, de Dios principalmente. Convéncete de que has caído en buenas manos y  déjate, hija de mi alma, déjate criar en la virtud, en la pureza.
ELECTRA.-   (Con displicencia.)  Bueno, señor: purifíquenme. ¿Pero soy yo mala?
PANTOJA.-  Podrías llegar a serlo. Prevenirse contra la enfermedad es más cuerdo y más fácil que curarla después que invade el organismo.
ELECTRA.-  ¡Ay de mí!  (Elevando los ojos y quedando como en éxtasis, da un gran suspiro. Pausa.) 
PANTOJA.-  ¿Por qué suspiras así?
ELECTRA.-  Deje usted que aligere mi corazón. Pesan horriblemente sobre él las conciencias ajenas.

 

Escena XII

 
ELECTRA, PANTOJA; EVARISTA por el foro.
 

EVARISTA.-  Amigo Pantoja, la Madre Bárbara de la Cruz espera a usted para despedirse y recibir las distintas órdenes.
PANTOJA.-  ¡Ah! no me acordaba... Voy al momento.  (Aparte a EVARISTA.)  Hemos hablado. Vigile usted. Temamos las malas influencias.  (Antes de salir PANTOJA por el foro, entran el MARQUÉS y MÁXIMO por la derecha.) 


Escena XIII

 
ELECTRA, EVARISTA, el MARQUÉS, MÁXIMO.
 

MARQUÉS.-  He tardado un poquitín.
EVARISTA.-  No por cierto. ¿Estuvo usted en el estudio de Máximo?  (Se forman dos grupos: ELECTRA y MÁXIMO a la izquierda; EVARISTA y el MARQUÉS a la derecha.)
MARQUÉS.-  Sí, se flora. Es un prodigio este hombre.  (Sigue ponderando lo que ha visto en el laboratorio.) 
ELECTRA.-   (Suspirando.)  Sí, Máximo: tengo que consultar contigo un caso grave.
MÁXIMO.-   (Con vivo interés.)  Dímelo pronto.
ELECTRA.-    (Recelosa mirando al otro grupo.)  Ahora no puede ser.
MÁXIMO.-  ¿Cuándo?
ELECTRA.-  No sé... no sé cuándo podré decírtelo... No es cosa que se dice en dos palabras.
MÁXIMO.-  ¡Ah, pobre chiquilla! Lo que te anuncié... ¿Apuntan ya las seriedades de la vida, las amarguras, los deberes?
ELECTRA.-  Quizás.
MÁXIMO.-   (Mirándola fijamente con vivo interés.)  Noto en tu rostro una nube de tristeza, de miedo... gran novedad en ti.
ELECTRA.-  Quieren anularme, esclavizarme, reducirme a una cosa... angelical... No lo entiendo.
MÁXIMO.-   (Con mucha viveza.)  No consientas eso, por Dios... Electra, defiéndete.
ELECTRA.-  ¿Qué me recomiendas para evitarlo?
MÁXIMO.-   (Sin vacilar.)  La independencia.
ELECTRA.-  ¡La independencia!
MÁXIMO.-  La emancipación... más claro, la insubordinación.
ELECTRA.-  Quieres decir que podré hacer cuanto me dé la gana, jugar todo lo que se me antoje, entrar en tu casa como en país conquistado, enredar con tus hijos, y llevármelos al jardín o a donde quiera.
MÁXIMO.-  Todo eso, y más.
ELECTRA.-  ¡Mira lo que dices...!
MÁXIMO.-  Sé lo que digo.
ELECTRA.-  ¡Pero si me has recomendado todo lo contrario!
MÁXIMO.-   (Mirándola fijamente.)  En tu rostro, en tus ojos, veo cambiadas radicalmente las condiciones de tu vida. Tú temes, Electra.
ELECTRA.-  Sí.  (Medrosa.) 
MÁXIMO.-  Tú...  (Dudando qué verbo emplear. Va a decir amar y no se atreve.)  deseas algo con vehemencia.
ELECTRA.-   (Con efusión.)  Sí.  (Pausa.)  Y tú me dices que contra temores y anhelos... insubordinación.
MÁXIMO.-  Sí: corran libres tus impulsos, para que cuanto hay en ti se manifieste, y sepamos lo que eres.
ELECTRA.-  ¡Lo que soy! ¿Quieres conocer...?
MÁXIMO.-  Tu alma...
ELECTRA.-  Mis secretos...
MÁXIMO.-  Tu alma... En ella está todo.
ELECTRA.-   (Advirtiendo que EVARISTA la vigila.)  Chitón... Nos miran.


Escena XIV

 
Los mismos; DON URBANO, PANTOJA por el fondo.
 

DON URBANO.-  ¿Almorzamos?
PANTOJA.-   (A EVARISTA, sofocado, viendo a ELECTRA con MÁXIMO.)  ¿Pero, hija, la deja usted sola con Mefistófeles?
EVARISTA.-  No hay motivo para alarmarse, amigo Pantoja.
MARQUÉS.-   (Riendo.)  ¡Claro: si éste Mefistófeles es un santo!  (Da el brazo a EVARISTA.)
PANTOJA.-   (Imperiosamente, cogiendo de la mano a ELECTRA para llevársela.)  ¡Conmigo!  (ELECTRA, andando con PANTOJA, vuelve la cabeza para mirar a MÁXIMO.) 
MÁXIMO.-   (Mirando a ELECTRA y a PANTOJA.)  ¿Contigo...? Ya se verá con quién.  (MÁXIMO y DON URBANO salen los últimos.) 



                                                                                    FIN DEL ACTO PRIMERO
 

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