Muere Agustín Ibarrola, artista de la memoria, la
tierra y la dignidad del País Vasco
El pintor y
escultor bilbaíno muere a los 93 años en el hospital de Galdácano
Agustín
Ibarrola (Basauri, 1930-Galdácano, 2023) ha sido muchos artistas y un solo
ciudadano, un hombre granítico y sin fisuras hasta la noticia de su muerte a
los 93 años, llegada esta mañana desde Bilbao. Como artista, Ibarrola
hizo land-art, pintura de testimonio y de denuncia, investigación
etnicista vasquista, realismo social, abstracción geométrica, escultura
pública, constructivismo y brutalismo. Como ciudadano hizo el clásico
periplo trágico, de represaliado del franquismo a acosado por ETA, igual
que los libreros de
Lagun, igual que el escritor Raúl Guerra
Garrido. Guerra Garrido murió hace un año y Lagun cerró este mismo
verano. La muerte de Ibarrola también entristece porque significa la
desaparición de una generación, de un testigo en la historia reciente de España
y del País Vasco.
Más Baroja que
Unamuno, más Oteiza que Chillida, más Dau al Set que El Paso, más románico que
cualquier otra cosa, Agustín Ibarrola fue un pintor casi autodidacta que nació
para el arte a través de una serie de óleos vinculados a su tierra. Sus
primeras estampas de la siderurgia bilbaína y de la nostalgia del
caserío las pintó con óleos baratos sobre sábanas y telas de color
pardo de baja calidad, montadas en bastidores artesanales. La enseñanza del
pintor andaluz Daniel Vázquez Díaz, un cubista muy a su manera, lo ayudó a
ampliar intelectualmente su obra y, a la vez, a anudarla a la política. Vázquez
Díaz era de Río Tinto, comarca de industrias y luchas sindicales, como Bilbao.
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La política
habría de cambiar la obra de Ibarrola. Primero, porque el disgusto ante los
años de plomo del franquismo lo llevó a asociarse a otros artistas y escritores
disidentes, los miembros de Estampa Popular, un grupo que era una amistad más
que una escuela y que se unía por la estética realista y el sentido de denuncia
de sus obras. Ibarrola hubo de pagar ese activismo. En junio 1962, en un
momento de especial descontento y de penetración de Comisiones Obreras entre
los trabajadores de la minería y de la siderurgia, la policía detuvo al pintor,
al que acusó de instigar la revuelta obrera en Sestao. Ibarrola narró después
las torturas que sufrió en aquella época, describió la piel despellejada que le
dejaron sus interrogadores. Cuando fue a juicio, fue condenado a nueve
años de cárcel, de los que cumplió cinco.
En el presidio
de Burgos, Ibarrola tuvo permiso y material para pintar como forma de
reinserción. Ante los carceleros, componía paisajes más o menos
inocuos que le servían como ejercicio técnico. A escondidas, pintaba
otra obra clandestina, de tipo testimonial, pinturas sobre seda, dibujos con
tinta china sobre papel y pinturas a la cera sobre piedra y papel que, de
alguna manera, le descubrieron el filón del arte matérico.
En esa obra
secreta, Ibarrola documentó la vida carcelaria, retrató a sus
compañeros reclusos con afán psicológico y recreó el mundo de la
represión, las detenciones, las torturas en comisaría y los juicios. El artista
también compuso un "mural general de la represión en España" que
pintó por partes y que salió de la cárcel a escondidas para que el Partido
Comunista (PCE) lo ensamblara y expusiera como denuncia y propaganda. La mujer
de Ibarrola, Mari Luz Bellido, era su principal cómplice.
REDACCIÓN:PILAR ORTEGA
Durante los
siguientes años, Ibarrola entró y volvió a salir de la cárcel, expuso en
galerías de pueblo sus lienzos legales y chocó a menudo con la
censura, que prohibía sistemáticamente sus muestras en Bilbao, las
más ambiciosas, aquellas que, entre los lienzos apolíticos, incluían pequeñas
pistas del pintor social realista que Ibarrola era en secreto.
Hacia 1970, su
obra empezó a cambiar. Cuando su situación económica mejoró mínimamente, el
pintor quiso retomar la tradición del grabado que había conocido en Estampa
Popular y que entroncaba el arte con el mundo industrial que retrataba en sus
cuadros. Al cambiar de técnica, las composiciones figurativas de
Ibarrola empezaron a sintetizarse y a dirigirse hacia la abstracción y el
lenguaje de la arquitectura constructivista. Con ese mismo espíritu obrero,
el pintor buscó la compañía de otros artistas disidentes en un afán de presentarse
como parte de una gran autor colectivo y popular.
Un texto de
1974, un ensayo del crítico Joaquim Horta que tomaba la forma de una utopía
orwelliana, inventaba una ficha artística-policial para presentar al artista:
"Ibarrola, Agustín. Nacido en Bilbao. Su padre ha sido obrero de La
Basconia durante 50 años. Desea que un día le puedan llamar
obrero-pintor. Quiere ser libre y hacer también libres a todos los hombres de
su país. Es un gran artista y un hombre honesto. Es muy peligroso. Es
preciso vigilarlo y silenciar su nombre siempre que sea posible".
1974 aún era
la época de la inocencia. Franco se moría y ETA mataba. Las librerías
disidentes abrían en todas las ciudades y los grupos de ultraderecha las
atacaban. La cultura española salía al mundo con éxito, desde Chirino y Tàpies
hasta el cine de Víctor Erice y la arquitectura de Bofill. Ibarrola fue también
parte de ese momento: sus imágenes se convirtieron, como las de Chillida y
Oteiza, en emblemas de la Transición. Pero algo envilecido en el ambiente
llevó a elegir la soledad y el caserío al pintor que hasta entonces antes había
querido ser uno de los personajes del cartel del Novecento de
Bertolucci, el cuadro Il cammino dei lavoratori.
Puede que el
desencanto ocurriese en 1977, el año en el que Ibarrola pintó un gran mural
hecho en diálogo con el Guernica de Picasso, compuesto para
reclamar que la villa que había dado su nombre y su inspiración al gran cuadro
del siglo XX lo alojase en su regreso a España. Pero el nacionalismo ya
era cerril. Según se ha escrito, una concejala abertzale de aquella primera
generación de ayuntamientos democráticos preguntó en un pleno: "¿Y ese
Pablo Ruiz, qué más ha hecho por Guernica?». Ibarrola no podía compartir mucho
con aquella gente.
En 1977, ETA
mató a 11 personas y cometió más de 100 ataques En mayo de ese año, 33
artistas, escritores y profesores publicaron en el Diario Vasco el Manifiesto
de 33 intelectuales vascos sobre la violencia. Aún estamos a tiempo. José
Miguel de Barandiarán, Koldo Mitxelena, Julio Caro Baroja, Eduardo
Chillida, José Ramón Recalde, Agustín Ibarrola, José Antonio Ayestarán,
Gabriel Celaya, Martín Ugalde y Javier Lete, entre otros, aparecían entre las
firmas. Aquellos a los que se dirigía el texto tomaron nota y convirtieron a
Ibarrola en su enemigo. El nuevo sistema de poder y cultura vinculado a la PNV
y al gobierno autonómico no llegaron a tanto, pero dejaron al pintor bilbaíno
en la indiferencia.
En 1981,
Ibarrola abandonó la militancia en el Partido Comunista de España y se refugió
en su caserío de Oma, en el municipio de Kortezubi. Al año siguiente, empezó a
trabajar en un nuevo lenguaje, en un diálogo con el paisaje de su valle.
La naturaleza fue su lienzo y los troncos de cientos de pinos de plantaciones
madereras se convirtieron en un gran mural en tres dimensiones que era al mismo
tiempo arte primitivo y land art, cuento de terror y celebración de
la vida. Durante los siguientes años, el bosque pintado de Oma se dio a conocer
a través de exposiciones fotográficas que alcanzaron una popularidad inmensa en
toda España.
Ibarrola, que
había elegido la soledad pero no el silencio político y que había sido fundador
del Foro de Ermua, habría de pagar ese éxito. Desde junio de 2000, el bosque
pintado empezó a ser objeto de pequeños actos de vandalismo. En 2002, unas
pintadas aparecieron en su recinto: «Ibarrola español. ETA mátalo».
Ibarrola
español, Ibarrola vasco. El tema del bosque de Oma no podía estar más vinculado
a su tierra, igual que la obra escultórica que el artista desarrolló en esas
décadas de éxito y acosos hablaba de su memoria: las traviesas de las vías
férreas y los desechos del viejo Bilbao eran su materia prima. Como no
se podía ser más vasco ni más obrerista que Ibarrola, su figura se hizo
odiosa para aquellos a los que confrontaba.
Hubo un
momento en el que Ibarrola, ya un viejo maestro, claudicó. En el invierno de
2004 a 2005, alguien entró en su casa y quiso quemar el almacén en el que
guardaba su obra. ETA estaba a punto de anunciar su alto al fuego definitivo
pero la presión ambiental fue más insoportable que nunca para Ibarrola. Alfredo
Melgar, un empresario vinculado al mundo del arte y a la fundación ¡Basta Ya!,
le ofreció entonces un refugio. Una finca llamada Garoza, en el valle del
Amblés, a 20 kilómetros de Ávila. Un encinar de 11 hectáreas, en el que
Ibarrola podría encontrar descanso.
Durante los
siguientes cinco veranos, desde 2005 hasta 2009, el artista fue a Ávila, y
pintó las piedras en Garoza. No tenía ningún asistente, ninguna
compañía más que la de Mariluz y la de un guardés, que los ayudaba a cargar con
la pintura. Las rocas, un granito con tendencia a descomponerse en arena, se
convirtieron en su desahogo y en su última gran obra. Cuando inauguró aquel
parque pintado en 2015, Ibarrola dijo que aquellas 115 rocas que los visitantes
tenían que buscar en un paseo de 40 minutos ya no hablaban de "los mitos y
las leyendas del País Vasco porque aquí, la referencia es un homenaje a la
vanguardia del arte".
"A veces,
no puedo entender bien por qué somos tan localistas", dijo
aquel día Ibarrola.
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