domingo, 14 de febrero de 2016

Blas de Otero, centenario de un poeta





A lo largo de este año, publicaremos diversos artículos sobre Blas de Otero. En 1953, Dámaso Alonso escribe  lo siguiente:  

“De Blas de Otero, como ejemplo de poesía desarraigada, diré ahora unas palabras. Hay cierta bronquedad, cierta hirsutez en su poesía, que a mí me gusta (estoy harto de versos barbilampiñados, y a veces una chispita bardajillos). Esa brusquedad se corresponde muy bien con el fondo de su poesía; y no nos engañemos: este poeta tiene un extraordinario dominio de su palabra. Su verso es áspero, no por otra cosa, sino porque se corresponde con el derrumbamiento en huída del mundo y de su imagen del mundo.
Por lo demás, yo ignoro dónde nació Blas de Otero. Le he situado provisionalmente en Bilbao, porque desde allí me ha escrito dos veces y sé que allí vive. El apellido bien castellano es.

No he visto nunca a Blas de Otero. No sé cuántos años tiene, aunque debe de tener ahora unos treinta y cinco; se nos sitúa, pues, entre Panero y Valverde; y esto sólo para probar que no se trata de diferencias generacionales.

La obra de Blas de Otero es hasta ahora breve; conozco dos libros: Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia, libro que había obtenido el Premio Boscán en 1950. La poesía de Blas de Otero es quizá la que más me ha conmovido en estos dos últimos años . La elijo en gran parte por esto; en parte también porque, por ser tan compacta (sólo unas 135 páginas –y hay muchos blancos- entre ambos libros), puedo quizá orientarme algo mejor por ella en el brevísimo espacio de que dispongo. Y hay otra razón para traerle aquí: Otero es quien con más lucidez que nadie ha expresado –en el pórtico de su primer libro- los datos esenciales del problema del desarraigo. De ahí, de ahí es de donde brota todo este canto frenético y en jirones:

Un mundo como un árbol desgajado.
Una generación desarraigada.
Unos hombres sin más destino que
apuntalar las ruinas.

Yo entiendo –pero el poeta probablemente no lo ha pensado así- “generación”  en el sentido más amplio: todos los vivientes, porque esa losa pesa lo mismo sobre jóvenes que viejos. Nuestro destino es ése. Lo mismo el de los grandes nombres internacionales que le quieren poner parches a la más precaria paz que el de ese pobre hombre que sólo busca unos metros con techo para refugiar a sus hijos, símbolo de una Humanidad deshogarada. Nuestro  terrible destino es ése: apuntaladores de ruinas.

El primer tema, el que antes ve el lector, y que, según avanza en la lectura, se le sitúa como centro obsesionante de esta poesía, es nihilista: desolación, vacío, vértigo:

Desolación y vértigo se juntan,
parece que nos vamos a caer,
que nos ahogan por dentro. Nos sentimos
solos…

Profundamente cala, agarra, esta desposeída sombra:

… y nuestra sombra en la pared
no es nuestra, es una sombra que no sabe,
que no puede acordarse de quién es.

Los sobresaltos de la pesadilla se suceden: la caída onírica en el vacío inacabable; la entrada en la región donde no hay “nadie, nadie, nadie”; la necesidad, la agonía de preguntar eso: todo, la “gran pregunta”; y no poder:

Cuando morir es ir donde no hay nadie,
nadie, nadie; caer, no llegar nunca,
nunca, nunca; morirse, y no poder
hablar, gritar, hacer la gran pregunta

Esta visión de enorme noche sin límite para el desconsuelo, de desolado vacío, está esparcida como una tristeza esencial que penetra todos los rincones por toda la poesía de Otero. Oquedad creciente, invasora, que nos absorbe y nos lleva a nuestro problema único, por la eficacia, el poder de captación del poeta. Posee Otero una capacidad idiomática condensadora , estrujadora de materia, superior quizá a la de casi todos sus coetáneos, comparable, por lo que toca a su fuerza y nitidez –dentro, claro, de lo más dispar-, a las de un García Lorca y de algunos otros poetas de mi misma generación, que tantas invenciones expresivas trajo a nuestra lengua; a veces, comparable al más angustiado y apretado Quevedo. Como en este soneto que tiene por título Hombre:

Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte, 
al borde del abismo, estoy clamando 
a Dios. Y su silencio, retumbando, 
ahoga mi voz en el vacío inerte.
Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte 
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo 
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando 
solo. Arañando sombras para verte.
Alzo la mano, y tú me la cercenas. 
Abro los ojos: me los sajas vivos. 
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.
Esto es ser hombre: horror a manos llenas. 
Ser —y no ser— eternos, fugitivos. 
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

Este eterno y fugitivo agonizante que pregunta desgarradoramente a Dios, grita horrorizado para mantenerle despierto, hablando solo, arañando las sombras en un vano intento de descubrir la esencia y la forma imposibles; sí, este miserable en agonía, expresa bien la angustia de nuestra búsqueda desesperada. Precisión conceptual en el primer terceto. Y el soneto termina con la imagen del ángel tristemente humano, contenida de modo exacto en el último verso: “Ángel con grandes alas de cadenas”. No, este soneto no desmerece al lado de los buenos de don Francisco.

Patente es en él cómo el tema del vacío se enlaza con el religioso. Porque, en definitiva, el vacío en el hombre es sólo un ansia de Dios. Y por ser infinito lo buscado, el no encontrarle es un infinito negativo: una angustia infinita, un vacío absoluto. Así, toda la poesía de Otero es una desesperada carrera hacia Dios, un buscar en soledad. Una búsqueda que es también una lucha con Dios, un luchar con él para hallarle, para que se revele, para mantenerle despierto como en el soneto Hombre. La expresión es a veces de pura energía. La mano de Dios llaga o hiela; el poeta no la puede resistir.

Me haces daño ,Señor. Quita tu mano
de encima. Déjame con mi vacío,
déjame. Para abismo, con el mío
tengo bastante. Oh, Dios, si eres humano,

compadécete ya, quita esa mano
de encima. No me sirve. Me da frío
y miedo.

Yo no soy teólogo; y, aunque lo fuera, me guardaría mucho de solicitar adhesiones. Pero no puedo menos de decir (porque lo he visto, personalmente, en mi campo literario) que, en escritores de acendrada catolicidad –bien que místicos o cercanos a la mística- se encuentran bastantes veces expresiones de parecida violencia. Y, por lo que toca al tema de la “mano de Dios” heridora y desgarradora del alma del hombre, más aún que el pasaje de San Juan de la Cruz con el que autoriza Otero su soneto (y de donde saca el título) se podría aducir otro del gran jesuita inglés Gerard Manley Hopkins, tan cerca en tantas cosas –por casual afinidad- de estos desgarrados poetas religiosos de hoy. Hopkins habla de la “diestra” divina: la “zarpa estrujamundos” , la llama él. La divinidad está representada como una enorme fuerza heridora:

Mas, ay, di , tú, terrible, dime ¿por qué sacudes
rudamente tu diestra, tu zarpa estrujamundos,
sobre mí? Di , ¿por qué, por qué me apesadumbran
tus miembros de león, y por qué atisbas
con tus oscuros ojos devorantes
estos mis huesos lacerados?
¿Por qué aventas
en borrascosas ráfagas,
a mí, apilado acervo enloquecido
por huirte, escapar?
Aquella noche, el año
aquel, entre tinieblas ya extinguidas,
miserable yací, yací luchando
con mi Dios.”

Estas coincidencias no son azar, y menos “literatura”·, son, sencillamente, nuestra radical angustia. Son eso: “hombre”, horror de hombre, miseria de hombre. San Juan de la Cruz también las sentía, y las condensó, teóricamente, en los túneles de sus noches.

Todos los temas de Otero se enlazan, se reducen a unidad: esa lucha con Dios no es sino representación concreta del más terrible amor, amor insatisfecho. Y aún en la más alta mística, el amor es insatisfecho, pues la unión permanente con la divinidad sólo es posible tras la muerte.

De la otra ladera, trasponiendo toda cima, estamos en el amor humano. ¿Podemos deslindarlo así, absolutamente? El amor, el amor humano es, en nuestra vida mortal, lo que más se aproxima a infinitud; es decir, lo que más se puede parecer a amor divino. El amor divino es, por esencia, inexpresable, inefable. Por eso, la literatura mística de todas las épocas ha hecho del amor humano símbolo o expresión del divino. El cruce, la voluntaria sustitución, está en el Cantar  de los cantares y en toda la  tradición mística de todos los pueblos y de todas las religiones. Para Blas de Otero, el amor humano no es más que un ansia de abismarse, una imagen o una insatisfactoria sustitución del otro más alto:

Cada beso que doy, como un zarpazo
en el vacío, es carne olfateada
de Dios, hambre de Dios, sed abrasada
en la trenzada hoguera de un abrazo.

Esa tierra con luz es cuerpo mío.
Alba de Dios, estremecidamente
subirá por mi sangre. Y un relente
de llama me dará tu escalofrío.

En esta zona de ternura, de vez en cuando, el poeta se vuelve del lado de la belleza mortal y de las dulces formas humanas. En esas ocasiones, la expresión se hace graciosa, se remansa, como en delicias (pero aún el frenesí, la sed de plenitud, precipitarán el final) Es del mismo soneto Cuerpo tuyo:

Puente de dos columnas; y yo, río.
Tú, río derrumbado; y yo, su puente,
abrazando, cercando su corriente
de luz, de amor, de sangre en desvarío.

 Todo está pensado en futuro en este soneto primaveral. El tema juvenil, virginal, alterna en los tercetos con el de la plenitud y la entrega. Luego serás, dice a la amada “fronda de Dios y sima mía”. El poeta vuelve, pues, en seguida, a su unidad temática.

Esos temas de Otero, tan trabados, tan enlazados entre sí –Dios, Amor, Muerte- , son los esenciales del hombre. En el centro de este triángulo se inserta (fue nuestro punto de partida y terminamos con él) un espantoso vacío, que fragua con imágenes casi con posibilidad de inmediata traducción cinematográfica:

Imagine mi horror por un momento
que Dios, el solo vivo, no existiera
o que existiendo, sólo consistiera
en tierra, en agua, en fuego, en sombra, en viento.

Y que la muerte, oh estremecimiento,
fuese el hueco sin luz de una escalera,
un colosal vacío que se hundiera
en un silencio desolado, liento…

La última palabra (liento; es decir, húmedo, blando) poco común en el habla de las ciudades, aunque aún con largo arraigo rural, nos invitaría a hablar de algunos rasgos del estilo de Otero. Pero quiero que esa nota se mantenga en los límites de una volandera apreciación crítica sin entrar en lo estilístico. Me limito, pues, a señalar la poesía de Otero como uno de los más claros depósitos de materias para análisis de estilo.

Muchos desprecian estos estudios. Despreciar es fácil. Sólo diré que, por ellos, la misteriosa forma de la palabra humana se nos transparenta algo, nos revela de algún modo, aunque aún mínimo, cómo y por qué es transportadora de mundos de pensamiento y emoción.

Todo es don de Dios, que ha querido que Otero fieramente le cantara -¿a quién sino a Dios, canta toda su poesía?- , no obra de artífice. Otero ha sido dotado de unos medios expresivos que extraordinariamente mueven al lector en un intervalo muy amplio, que va, desde la terrible sacudida, que es lo predominante, hasta la suave gracia de la brisa primaveral que algunas veces nos orea.

Asustan la fuerza y la madurez de esta voz. ¿Hasta dónde se alzará esta “torre de Dios”, azotada por tempestades? No sé. Dentro de la poesía desarraigada española, dentro de esta poesía en la que muchos buscamos angustiosamente nuestras amarras esenciales -¡no existenciales!-, estos libros de Blas de Otero son una maravillosa realidad. Y una larga esperanza.


 ALONSO,D.   Poetas españoles contemporáneos. (Ed Gredos, Madrid-1952)

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