Escena I
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MÁXIMO, trabajando en un cálculo, con gran atención
en su tarea; ELECTRA en pie ordenando los múltiples objetos que hay sobre la
mesa: libros, cápsulas, tubos de ensayo, etc. Viste con sencillez casera y
lleva delantal blanco.
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MÁXIMO.-
Para mí, Electra, la doble historia que me has contado, esa supuesta potestad
de dos caballeros, es un hecho que carece de valor positivo. (Sin
levantar la vista del papel.)
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ELECTRA.-
(Suspirando.) Dios te oiga.
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MÁXIMO.-
Todo se reduce a dos paternidades platónicas sin ningún efecto legal... hasta
ahora. Lo peor del caso es la autoridad que quiera tomarse el señor de
Pantoja...
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ELECTRA.-
Autoridad que me abruma, que no me deja respirar. Yo te suplico que no
hablemos de ese asunto. Se me amarga la alegría que siento en esta casa.
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ELECTRA.-
Sí. Y hay más: me pongo en ese estado singularísimo de mi cabeza y de mis
nervios, y que... Ya te conté que en ciertas ocasiones de mi vida se apodera
de mí un deseo intenso de ver la imagen de mi pobre madre como la veía en mi
niñez... Pues en cuanto arrecia la tiranía de Pantoja, ese anhelo me llena
toda el alma, y con él siento la turbación nerviosa y mental que me
anuncia...
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MÁXIMO.-
¿La visión de tu madre? Chiquilla, eso no es propio de un espíritu fuerte.
Aprende a dominar tu imaginación... Ea, a trabajar. El ocio es el primer
perturbador de nuestra mente.
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ELECTRA.-
(Muy animada.) Sigo lo que me habías encargado. (Coge unos
frascos de substancias minerales, y los lleva a uno de los estantes.)
Esto a su sitio... Así no pienso en el furor de mi tía cuando sepa...
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MÁXIMO.-
(Atento a su trabajo.) ¡Contenta se pondrá! Como si no fuera
bastante la locura de ayer, cuando te llevaste al chiquillo, y al
devolvérmelo te estuviste aquí más de lo regular, hoy, para enmendarla, te
has venido a mi casa, y aquí te estás tan fresca. Da gracias a Dios por la
ausencia de nuestros tíos. Invitados por los de Requesens al reparto de
premios y al almuerzo en Santa Clara, ignoran el saltito que ha dado la
muñeca de su casa a la mía.
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ELECTRA.-
Tú me aconsejaste que me insubordinara.
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MÁXIMO.-
Sí tal: yo he sido el instigador de tu delito, y no me pesa.
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ELECTRA.-
Mi conciencia me dice que en esto no hay nada malo.
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MÁXIMO.-
Estás en la casa y en la compañía de un hombre de bien.
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ELECTRA.-
(Siempre en su trabajo, hablando sin abandonar la ocupación.)
Cierto. Y digo más: estando tú abrumado de trabajo, solo, sin servidumbre, y
no teniendo yo nada que hacer, es muy natural que...
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MÁXIMO.-
Que vengas a cuidar de mí y de mis hijos... Si eso no es lógica, digamos que
la lógica ha desaparecido del mundo.
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ELECTRA.-
¡Pobrecitos niños! Todo el mundo sabe que les adoro: son mi pasión, mi
debilidad... (MÁXIMO, abstraído en una operación, no se entera de lo
que ella dice.) Y hasta me parece... (Se acerca a la mesa
llevando unos libros que estaban fuera de su sitio.)
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MÁXIMO.-
(Saliendo de su abstracción.) ¿Qué?
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ELECTRA.-
Que su madre no les quería más que yo.
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MÁXIMO.-
(Satisfecho del resultado de un cálculo, lee en voz alta una
cifra.) Cero, trescientos dieciocho... Hazme el favor de
alcanzarme las Tablas de resistencias... aquel libro rojo...
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ELECTRA.-
(Corriendo al estante de la derecha.) ¿Es esto?
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ELECTRA.-
Ya, ya... ¡qué tonta! (Cogiendo el libro, se lo lleva.)
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MÁXIMO.-
Es maravilloso que en tan poco tiempo conozcas mis libros y el lugar que
ocupan.
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ELECTRA.-
No dirás que no lo he puesto muy arregladito.
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MÁXIMO.-
¡Gracias a Dios que veo en mi estudio la limpieza y el orden!
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ELECTRA.-
(Muy satisfecha.) ¿Verdad, Máximo, que no soy absolutamente,
absolutamente inútil?
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MÁXIMO.-
(Mirándola fijamente.) Nada existe en la creación que no sirva
para algo. ¿Quién te dice a ti que no te crió Dios para grandes fines? ¿Quién
te dice que no eres tú...?
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ELECTRA.-
(Ansiosa.) ¿Qué?
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MÁXIMO.-
¿Un alma grande, hermosa, nobilísima, que aún está medio ahogada... entre el
serrín y la estopa de una muñeca?
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ELECTRA.-
(Muy gozosa.) ¡Ay, Dios mío, si yo fuera eso...! (MÁXIMO se
levanta, y en el estante de la izquierda coge unas barras de metal y las
examina.) No me lo digas, que me vuelvo loca de alegría... ¿Puedo
cantar ahora?
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MÁXIMO.-
Sí, chiquilla, sí. (Tarareando, ELECTRA repite el andante de una
sonata.) La buena música es como espuela de las ideas perezosas que no
afluyen fácilmente; es también como el gancho que saca las que están
muy agarradas al fondo del magín... Canta, hija, canta. (Continúa atento
a su ocupación.)
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ELECTRA.-
(En el estante del foro.) Sigo arreglando esto. Los metaloides
van a este lado. Bien los conozco por el color de las etiquetas... ¡Cómo me
entretiene este trabajito! Aquí me estaría todo el santo día...
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MÁXIMO.-
(Jovial.) ¡Eh, compañera!
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ELECTRA.-
(Corriendo a su lado.) ¿Qué manda el Mágico prodigioso?
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MÁXIMO.-
No mando todavía: suplico. (Coge un frasco que contiene un metal en
limaduras o virutas.) Pues la juguetona Electra quiere trabajar a mi
lado, me hará el favor de pesarme treinta gramos de este metal.
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MÁXIMO.-
Ayer aprendiste a pesar en la balanza de precisión.
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ELECTRA.-
(Gozosa, preparándose.) Sí, sí... dame, déjame. (Al verter
el metal en la cápsula, admira su belleza.) ¡Qué bonito! ¿Qué es esto?
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MÁXIMO.-
Aluminio. Se parece a ti. Pesa poco...
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ELECTRA.-
¿Que peso poco?
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MÁXIMO.-
Pero es muy tenaz. (Mirándole al rostro.) ¿Eres tú muy tenaz?
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ELECTRA.-
En algunas cosas, que me reservo, soy tenaz hasta la barbarie, y creo que,
llegado el caso, lo sería hasta el martirio. (Sigue pesando sin
interrumpir la operación.)
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MÁXIMO.-
¿Qué cosas son ésas?
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ELECTRA.-
A ti no te importan.
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MÁXIMO.-
(Atendiendo al trabajo.) Mejor... Enseguidita me pesas setenta
gramos de cobre. (Presentándole otro frasco.)
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ELECTRA.-
El cobre serás tú... No, no, que es muy feo.
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ELECTRA.-
No, no: compárate con el oro, que es el que vale más.
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MÁXIMO.-
Vaya, vaya, no juguemos. Me contagias, Electra; me desmoralizas...
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ELECTRA.-
Déjame que me recree con las cualidades de este metal bonito, que es mi
semejante. ¡Soy tenaz... no me rompo...! Pues bien puedes decírselo a
Evarista y a Urbano, que en el sermón que me echaron hoy dijéronme como unas
cuarenta veces que soy... frágil... ¡Frágil, chico!
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MÁXIMO.-
No saben lo que dicen...
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ELECTRA.-
Claro: ¡qué saben ellos...!
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MÁXIMO.-
Cuidado, Electra: con la conversación no te me equivoques en el peso.
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ELECTRA.-
¡Equivocarme yo! ¡Qué tonto! Tengo yo mucho tino, más de lo que tú crees.
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MÁXIMO.-
Ya, ya lo voy viendo. (Dirígese a uno de los estantes en busca de un
crisol.) Pues tu tía se enojará de veras, y nos costará mucho trabajo
convencerla de tu inocencia.
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ELECTRA.-
Dios, que ve los corazones, sabe que en esto, no hay ningún mal. ¿Por qué no
han de permitirme que esté aquí todo el día, cuidándote, ayudándote...?
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MÁXIMO.-
(Volviendo con el crisol que ha elegido.) Porque eres una
señorita, y las señoritas no pueden permanecer solas en la casa de un hombre,
por muy decente y honrado que éste sea.
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ELECTRA.-
¡Pues estamos divertidas, como hay Dios, las pobres señoritas! (Terminado
el peso, presenta las dos porciones de metal en cápsulas de porcelana.)
Ea, ya está.
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MÁXIMO.-
(Coge las cápsulas.) ¡Y qué bien! ¡Qué primor, qué limpieza de
manos...! ¡Qué pulso, chiquilla, y qué serenidad en la atención para no
embarullar el trabajo! Estás atinadísima.
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ELECTRA.-
Y sobre todo, contenta. Cuando hay alegría todo se hace bien.
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MÁXIMO.-
Verdad, clarísima verdad. (Vierte los dos cuerpos en el crisol.)
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ELECTRA.-
¿Eso es un crisol?
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MÁXIMO.-
Sí, para fundir estos dos metales.
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ELECTRA.-
Nos fundimos tú y yo... Nos pelearemos en medio del fuego, y... (Tararea
la sonata.)
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MÁXIMO.-
Hazme el favor de llamar a Mariano.
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ELECTRA.-
(Corriendo a la puerta de la izquierda.) ¡Mariano! Que venga también Gil.
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ELECTRA.-
Gil... pronto... Que os llama el maestro. (Dándoles prisa.)
Vamos...
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