Atado a un tronco un cuerpo, un torso, un blanco.
Un silbo, un vuelo, un bosque de saetas.
Ya apenas se divisa la blancura
de la piel hermosísima. Las sombras
de las viras y plumas oscurecen
tanta esforzada lividez. Arroyos
de sangre moza manchan sobre el pecho
barras y barras de nobleza en Cristo.
Danzando está su danza arrebatada.
No hubo tronco de olivo en lama y nudo
ni fuste de abedul, lepra de plata,
ni torsión vehementísima de sándalo
que inmovilice así sobre su eje
tanta mudanza alígera en un grito.
Sebastián es el mártir, el que venga
la soberbia oceánica, el escollo
donde un titán encadenado canta
y en fuego y danza se desencadena.
El no robó la llama, él se la azufra,
la exalta de su sangre y la devuelve
al cielo que la sorbe restallándola.
Oh bandera de rojos y violetas
y azules velocísimos, oh incólume
Sebastián en tu asta, en tu blancura
acebrada. Despréndense las flechas,
y tú, alentando, cantas en triunfo,
danzas la fe de Cristo ensangrentada.
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