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ELECTRA, PANTOJA.
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PANTOJA.-
Hija mía, ¿te asustas de mí?
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ELECTRA.-
¡Ay, sí!... no puedo evitarlo... Y no debiera, no... Don Salvador,
dispénseme... Me voy al corro.
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PANTOJA.-
Aguarda un instante. ¿Vas a que los pequeñuelos te comuniquen su alegría?
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ELECTRA.-
No, señor: voy a comunicársela yo a ellos, que la tengo de sobra. (Se
aleja el canto del corro de niños.)
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PANTOJA.-
Ya sé la causa de tu grande alegría, ya sé.
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ELECTRA.-
Pues si lo sabe, no hay nada que decir. Hasta luego, Don Salvador.
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PANTOJA.-
(Deteniéndola.) ¡Ingrata! Concédeme un ratito.
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ELECTRA.-
¿Nada más que un ratito?
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ELECTRA.-
Bueno. (Se sienta en el banco de piedra. Pone a un lado las flores, y
las va cogiendo para adornarse con ellas, clavándoselas en el pelo.)
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PANTOJA.-
No sé a qué guardas reservas conmigo, sabiendo lo que me interesa tu
existencia, tu felicidad...
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ELECTRA.-
(Sin mirarle, atenta a ponerse las florecillas.) Pues si le
interesa mi felicidad, alégrese conmigo: soy muy dichosa.
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PANTOJA.-
Dichosa hoy. ¿Y mañana?
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ELECTRA.-
Mañana más... siempre más, siempre lo mismo.
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PANTOJA.-
La alegría verdadera y constante, el gozo indestructible, no existen más que
en el amor eterno, superior a las inquietudes y miserias humanas.
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ELECTRA.-
(Adornado ya el cabello, se pone flores en el cuerpo y talle.)
¿Salimos otra vez con la tecla de que yo he de ser ángel...? Soy muy
terrestre, Don Salvador. Dios me hizo mujer, pues no me puso en el cielo,
sino en la tierra.
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PANTOJA.-
Ángeles hay también en el mundo; ángeles son los que en medio de los
desórdenes de la materia saben vivir la vida del espíritu.
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ELECTRA.-
(Mostrando su cuello y talle adornados de florecillas. Óyese más claro
y, próximo el corro de niños.) ¿Qué tal? ¿Parezco un ángel?
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PANTOJA.-
Lo pareces siempre. Yo quiero que lo seas.
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ELECTRA.-
Así me adorno para divertir a los chiquillos. ¡Si viera usted cómo se ríen! (Con
una triste idea súbita.) ¿Sabe usted lo que parezco ahora? Pues un niño
muerto. Así adornan a los niños cuando los llevan a enterrar.
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PANTOJA.-
Para simbolizar la ideal belleza del Cielo a donde van.
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ELECTRA.-
(Quitándose flores.) No, no quiero parecer niño muerto. Creería
yo que me llevaba usted a la sepultura.
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PANTOJA.-
Yo no te entierro, no. Quisiera rodearte de luz. (Se va apagando y cesa
el canto de los niños.)
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ELECTRA.-
También ponen luces a los niños muertos.
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PANTOJA.-
Yo no quiero tu muerte, sino tu vida; no una vida inquieta y vulgar, sino
dulce, libra, elevada, amorosa, con eterno y puro amor.
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ELECTRA.-
(Confusa.) ¿Y por qué desea usted para mí todo eso?
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PANTOJA.-
Porque te quiero con un amor de calidad más excelsa que todos los amores
humanos. Te haré comprender mejor la grandeza de este cariño diciéndote que
por evitarte un padecer leve, tomaría yo para mí los más espantosos que
pudieran imaginarse.
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ELECTRA.-
(Atontada, sin entender bien.)
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PANTOJA.-
Considera cuánto padecerá ahora viendo que no puedo evitarte una penita, un
sinsabor...
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ELECTRA.-
¡Una penita...!
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PANTOJA.-
Una pena... que me aflige más por ser yo quien he de causártela.
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ELECTRA.-
(Rebelándose, se levanta.) ¡Penas!... No, no las quiero.
¡Guárdeselas usted!... No me traiga más que alegrías.
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PANTOJA.-
(Condolido.) Bien quisiera; pero no puede ser.
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ELECTRA.-
¡Oh! ya estoy aterrada. (Con súbita idea que la tranquiliza.)
¡Ah!... ya entiendo... ¡Pobre Don Salvador! Es que quiere decirme algo malo
de Máximo, algo que usted juzga malo en su criterio, y que, según el mío, no
lo es... No se canse... yo no he de creerlo... (Precipitándose en la
emisión de la palabra, sin dar tiempo a que hable PANTOJA.) Es Máximo
el hombre mejor del mundo, el primero, y a todo el que me diga una palabra
contraria a esta verdad, le detesto, le...
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PANTOJA.-
Por Dios, déjame hablar... no seas tan viva... Hija mía, yo no hablo mal de
nadie, ni aún de los que me aborrecen. Máximo es bueno, trabajador,
inteligentísimo... ¿Qué más quieres?
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ELECTRA.-
(Gozosa.) Así, así.
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PANTOJA.-
Digo más: te digo que puedes amarle, que es tu deber amarle...
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ELECTRA.-
(Con gran satisfacción.) ¡Ah!
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PANTOJA.-
Y amarle entrañablemente... (Pausa.) Él no es culpable, no.
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ELECTRA.-
¡Culpable! (Alarmada otra vez.) Vamos, ¿a que acabará usted por
decir de él alguna picardía?
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ELECTRA.-
¿Pues de quién? (Recordando.) ¡Ah!... Ya sé que el padre de
Máximo y usted fueron terribles enemigos... También me han dicho que aquel
buen señor, honradísimo en los negocios, fue un poquito calavera... ya usted
me entiende... Pero eso a mí nada me afecta.
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PANTOJA.-
Inocentísima criatura, no sabes lo que dices.
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ELECTRA.-
Digo que... aquel excelente hombre...
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PANTOJA.-
Lázaro Yuste, sí... Al nombrarle, tengo que asociar su triste memoria a la de
una persona que no existe... muy querida para ti...
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ELECTRA.-
(Comprendiendo y no queriendo comprender.) ¡Para mí!
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PANTOJA.-
Persona que no existe, muy querida para ti. (Pausa. Se miran.)
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ELECTRA.-
(Con terror, en voz apenas perceptible.) ¡Mi madre! (PANTOJA
hace signos afirmativos con la cabeza.) ¡Mi madre! (Atónita,
deseando y temiendo la explicación.)
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PANTOJA.-
Han llegado los días del perdón. Perdonemos.
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ELECTRA.-
(Indignada.) ¡Mi madre, mi pobre madre! No la nombran más que
para deshonrarla... y la denigran los mismos que la envilecieron. (Furiosa.)
Quisiera tenerlos en mi mano para deshacerlos, para destruirlos, y no dejar
de ellos ni un pedacito así.
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PANTOJA.-
Tendrías que empezar tu destrucción por Lázaro Yuste.
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ELECTRA.-
¡El padre de Máximo!
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PANTOJA.-
El primer corruptor de la desgraciada Eleuteria.
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ELECTRA.-
¿Quién lo asegura?
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ELECTRA.-
¿Y...? (Se miran. PANTOJA no se atreve a explanar su idea.)
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PANTOJA.-
¡Oh, triste de mí!... No debí, no, no debí hablarte de esto. Diera yo por
callarlo, por ocultártelo, los días que me quedan de vida. Ya comprenderás
que no podía ser... Mi cariño me ordena que hable.
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ELECTRA.-
(Angustiada.) ¡Y tendré yo que oírlo!
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PANTOJA.-
He dicho que Lázaro Yuste fue...
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ELECTRA.-
(Tapándose los oídos.) No quiero, no quiero oírlo.
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PANTOJA.-
Tenía entonces tu madre la edad que tú tienes ahora: diez y ocho años...
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ELECTRA.-
(Airada, rebelándose.) No creo... Nada creo.
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PANTOJA.-
Era una joven encantadora, que sufrió con dignidad aquel gran oprobio...
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ELECTRA.-
(Rebelándose con más energía.) ¡Cállese usted!... No creo nada,
no creo...
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PANTOJA.-
Aquel grande oprobio, el nacimiento de Máximo.
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ELECTRA.-
(Espantada, descompuesto el rostro, se retira hacia atrás mirando fijamente
a PANTOJA.) ¡Ah...!
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PANTOJA.-
Procediendo con cierta nobleza, Lázaro cuidó de ocultar la afrenta de su
víctima... recogió al pequeñuelo... llevóle consigo a Francia...
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ELECTRA.-
La madre de Máximo fue una francesa: Josefina Perret.
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PANTOJA.-
Su madre adoptiva... su madre adoptiva. (Mayor espanto de ELECTRA.)
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ELECTRA.-
(Oprimiéndose el cráneo con ambas manos.) ¡Horror! El cielo se
cae sobre mi...
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PANTOJA.-
(Dolorido.) ¡Hija de mi alma, vuelve Dios a tus ojos!
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ELECTRA.-
(Trastornada.) Estoy soñando... Todo lo que veo es mentira,
ilusión. (Mirando aquí y allí con ojos espantados.) Mentira estos
árboles, esta casa... ese cielo... Mentira usted... usted no existe... es un
monstruo de pesadilla... (Golpeándose el cráneo.) Despierta,
mujer infeliz, despierta.
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PANTOJA.-
(Tratando de sosegarla.) ¡Electra, querida niña, alma
inocente...!
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ELECTRA.-
(Con grito del alma.) ¡Madre, madre mía...! la verdad, dime la
verdad... (Fuera de sí recorre la escena.) ¿Dónde estás,
madre?... Quiero la muerte o la verdad... Madre, ven a mí... ¡Madre,
madre...! (Sale disparada por el fondo, y se pierde en la espesura
lejana. Suena próximo el canto de los niños jugando al corro.)
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