La
Historia, en su vasto tejido de memorias y silencios, suele privilegiar a unos
pocos nombres que se convierten en símbolos de épocas enteras. Así ha ocurrido
con la conquista del Perú, donde la figura de Francisco Pizarro ha alcanzado la
condición de arquetipo, dejando en penumbra a quienes compartieron con él las
fatigas y los triunfos de la empresa. Entre esos hombres, ninguno resulta tan
significativo, y al mismo tiempo tan olvidado, como Diego de Almagro, “el
Viejo”, cuyo destino estuvo marcado por la grandeza y la desgracia en igual
medida.
Diego
de Almagro nació hacia 1475 en la localidad manchega del mismo nombre, en el
seno de una familia modesta. Esa circunstancia marcaría de algún modo su
existencia: la necesidad de abrirse camino sin más apoyo que su esfuerzo, su
coraje y su voluntad indomable. Como tantos otros hombres de su tiempo, vio en
las Indias una promesa de redención y fortuna. La aventura ultramarina ofrecía
a quienes no tenían títulos ni herencias la posibilidad de forjarse un nombre y
Almagro se aferró a esa esperanza.
Su
camino le condujo pronto a la isla La Española y más tarde a Panamá, donde
conoció a Francisco Pizarro y Hernando de Luque. Entre ellos formó la sociedad
que aspiraba a la conquista del Perú, un reino del que llegaban rumores de
riquezas incalculables. La alianza de estos tres hombres fue el germen de una
de las gestas más trascendentales de la expansión española en América. Sin
embargo, el pacto estaba destinado a tensiones irreconciliables: diferentes
temperamentos, distintas ambiciones y, sobre todo, desigual fortuna, acabarían
por resquebrajar la empresa común.
Diego
de Almagro aportó a la sociedad algo fundamental: recursos, empeño y un
compromiso sin reservas con la aventura. Pizarro era la voluntad inflexible;
Luque, el respaldo financiero y eclesiástico; pero Almagro fue el socio
necesario que sostuvo la empresa en sus momentos más precarios. El nombre de
Almagro figura en los momentos cruciales de aquella epopeya, aunque las
crónicas posteriores lo relegaran a un papel secundario.
Sin
embargo, su destino no se agotó en el Perú. A él correspondió la gobernación de
Nueva Toledo, cuya jurisdicción le empujó hacia el Sur en busca de nuevas
tierras. La expedición a Chile constituye uno de los episodios más dramáticos
de su vida: meses de penurias, hambre y desolación a través de los desiertos de
Atacama y las alturas andinas, para hallar un territorio agreste y esquivo, muy
distinto de las promesas de oro que le habían impulsado. La empresa fue un fracaso
material, pero un testimonio de resistencia que todavía hoy impresiona.
Cuando
regresó a Cuzco, cansado y desengañado, Almagro se encontró en el centro de un
conflicto inevitable: la disputa con los Pizarro por la posesión de la capital
incaica. Aquella rivalidad, que había germinado en los albores de la conquista,
se desató con violencia en las llamadas “Guerras Civiles del Perú”. De socio
leal, Almagro pasó a ser enemigo declarado; de conquistador triunfante, se
convirtió en prisionero. Y, finalmente, en 1538, tras la derrota en la batalla
de las Salinas, fue ejecutado en e Cuzco, en medio de súplicas por la vida que
no conmovieron a sus adversarios.
El
fin de Diego de Almagro fue trágico, pero no silencioso. Sus partidarios, los
“almagristas”, continuaron su causa bajo la figura de su hijo, Diego de Almagro
“el Mozo”, prolongando la lucha contra los Pizarro y dejando en la memoria de
la época una huella de fidelidad y de rebeldía. Así, su muerte no borró su
nombre: lo convirtió en bandera de resistencia, en símbolo de los que no se
resignaban a quedar bajo la hegemonía de una sola familia.
¿Por
qué recordar hoy a Diego de Almagro? Porque en él se refleja, con crudeza, la
otra cara de la conquista: la del hombre que, pese a haber compartido la gloria
de los grandes triunfos, acabó en la derrota y el olvido. Su figura nos obliga
a mirar la epopeya no sólo como relato de victorias, sino también como drama
humano, tejido de alianzas quebradas, pasiones desbordadas y ambiciones
desmedidas. Almagro encarna la condición del conquistador sin herencia, del
hombre que buscó en las Indias lo que el Viejo Mundo le había negado y que, al
final, halló en aquellas tierras no riqueza ni honor duradero, sino soledad y
muerte.
Este
libro no pretende levantar un monumento sin grietas, ni hacer de Almagro un
héroe sin tacha. Pretende, más bien, rescatar su memoria del rincón de las
sombras donde suele quedar relegada y ofrecer al lector la posibilidad de
contemplar la conquista desde una perspectiva distinta: la del socio traicionado,
la del explorador incansable, la del adversario vencido. Porque la historia de
América, en toda su complejidad, no puede comprenderse únicamente desde el
relato de los vencedores.
Invito
al lector a adentrarse en estas páginas con la conciencia de que la vida de
Diego de Almagro no es sólo la crónica de un conquistador, sino también la
parábola de una época. Una parábola donde el sueño de grandeza y la dureza del
destino se entrelazan y donde la búsqueda de gloria se confunde,
inevitablemente, con la tragedia.
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