sábado, 1 de noviembre de 2025

Diego de Almagro, el destino trágico de un conquistador



 
Este año se cumplen 550 del nacimiento de Diego de Almagro. Por ello, le he dedicado este libro.


La Historia, en su vasto tejido de memorias y silencios, suele privilegiar a unos pocos nombres que se convierten en símbolos de épocas enteras. Así ha ocurrido con la conquista del Perú, donde la figura de Francisco Pizarro ha alcanzado la condición de arquetipo, dejando en penumbra a quienes compartieron con él las fatigas y los triunfos de la empresa. Entre esos hombres, ninguno resulta tan significativo, y al mismo tiempo tan olvidado, como Diego de Almagro, “el Viejo”, cuyo destino estuvo marcado por la grandeza y la desgracia en igual medida.

Diego de Almagro nació hacia 1475 en la localidad manchega del mismo nombre, en el seno de una familia modesta. Esa circunstancia marcaría de algún modo su existencia: la necesidad de abrirse camino sin más apoyo que su esfuerzo, su coraje y su voluntad indomable. Como tantos otros hombres de su tiempo, vio en las Indias una promesa de redención y fortuna. La aventura ultramarina ofrecía a quienes no tenían títulos ni herencias la posibilidad de forjarse un nombre y Almagro se aferró a esa esperanza.

Su camino le condujo pronto a la isla La Española y más tarde a Panamá, donde conoció a Francisco Pizarro y Hernando de Luque. Entre ellos formó la sociedad que aspiraba a la conquista del Perú, un reino del que llegaban rumores de riquezas incalculables. La alianza de estos tres hombres fue el germen de una de las gestas más trascendentales de la expansión española en América. Sin embargo, el pacto estaba destinado a tensiones irreconciliables: diferentes temperamentos, distintas ambiciones y, sobre todo, desigual fortuna, acabarían por resquebrajar la empresa común.

Diego de Almagro aportó a la sociedad algo fundamental: recursos, empeño y un compromiso sin reservas con la aventura. Pizarro era la voluntad inflexible; Luque, el respaldo financiero y eclesiástico; pero Almagro fue el socio necesario que sostuvo la empresa en sus momentos más precarios. El nombre de Almagro figura en los momentos cruciales de aquella epopeya, aunque las crónicas posteriores lo relegaran a un papel secundario.

Sin embargo, su destino no se agotó en el Perú. A él correspondió la gobernación de Nueva Toledo, cuya jurisdicción le empujó hacia el Sur en busca de nuevas tierras. La expedición a Chile constituye uno de los episodios más dramáticos de su vida: meses de penurias, hambre y desolación a través de los desiertos de Atacama y las alturas andinas, para hallar un territorio agreste y esquivo, muy distinto de las promesas de oro que le habían impulsado. La empresa fue un fracaso material, pero un testimonio de resistencia que todavía hoy impresiona.

Cuando regresó a Cuzco, cansado y desengañado, Almagro se encontró en el centro de un conflicto inevitable: la disputa con los Pizarro por la posesión de la capital incaica. Aquella rivalidad, que había germinado en los albores de la conquista, se desató con violencia en las llamadas “Guerras Civiles del Perú”. De socio leal, Almagro pasó a ser enemigo declarado; de conquistador triunfante, se convirtió en prisionero. Y, finalmente, en 1538, tras la derrota en la batalla de las Salinas, fue ejecutado en e Cuzco, en medio de súplicas por la vida que no conmovieron a sus adversarios.

El fin de Diego de Almagro fue trágico, pero no silencioso. Sus partidarios, los “almagristas”, continuaron su causa bajo la figura de su hijo, Diego de Almagro “el Mozo”, prolongando la lucha contra los Pizarro y dejando en la memoria de la época una huella de fidelidad y de rebeldía. Así, su muerte no borró su nombre: lo convirtió en bandera de resistencia, en símbolo de los que no se resignaban a quedar bajo la hegemonía de una sola familia.

¿Por qué recordar hoy a Diego de Almagro? Porque en él se refleja, con crudeza, la otra cara de la conquista: la del hombre que, pese a haber compartido la gloria de los grandes triunfos, acabó en la derrota y el olvido. Su figura nos obliga a mirar la epopeya no sólo como relato de victorias, sino también como drama humano, tejido de alianzas quebradas, pasiones desbordadas y ambiciones desmedidas. Almagro encarna la condición del conquistador sin herencia, del hombre que buscó en las Indias lo que el Viejo Mundo le había negado y que, al final, halló en aquellas tierras no riqueza ni honor duradero, sino soledad y muerte.

Este libro no pretende levantar un monumento sin grietas, ni hacer de Almagro un héroe sin tacha. Pretende, más bien, rescatar su memoria del rincón de las sombras donde suele quedar relegada y ofrecer al lector la posibilidad de contemplar la conquista desde una perspectiva distinta: la del socio traicionado, la del explorador incansable, la del adversario vencido. Porque la historia de América, en toda su complejidad, no puede comprenderse únicamente desde el relato de los vencedores.

Invito al lector a adentrarse en estas páginas con la conciencia de que la vida de Diego de Almagro no es sólo la crónica de un conquistador, sino también la parábola de una época. Una parábola donde el sueño de grandeza y la dureza del destino se entrelazan y donde la búsqueda de gloria se confunde, inevitablemente, con la tragedia.





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