Como el martes 10 de marzo voy a dar una charla en Zaragoza sobre "Trafalgar en el centenario de Galdós (19,30; sede de Cepyme Aragón; calle Santander 36, y en ella presentaré la edición crítica que he realizado de Trafalgar y el libro que acabo de publicar sobre Cosme de Churruca, voy a seleccionar los dos textos en los que Galdós se refiere al marino guipuzcoano en Trafalgar.
Capítulo VIII:
Al día siguiente de nuestra llegada
recibió mi amo la visita de un brigadier de marina, amigo antiguo, cuya
fisonomía no olvidaré jamás, a pesar de no haberle visto más que en aquella
ocasión. Era un hombre como de cuarenta y cinco años, de semblante hermoso y
afable, con tal expresión de tristeza que era imposible verle sin sentir
irresistible inclinación a amarle. No usaba peluca y sus abundantes cabellos
rubios, no martirizados por las tenazas del peluquero para tomar la forma de
ala de pichón se
recogían con cierto abandono en una gran coleta y estaban inundados de polvos
con menos arte del que la presunción propia de la época exigía. Eran grandes y
azules sus ojos; su nariz muy fina, de perfecta forma y un poco larga, sin que
esto le afeara, antes bien, parecía ennoblecer su expresivo semblante. Su
barba, afeitada con esmero, era algo puntiaguda, aumentando así el conjunto
melancólico de su rostro oval, que indicaba más bien delicadeza que energía.
Este noble continente era realzado por una urbanidad en los modales, por una
grave cortesanía de que
ustedes no pueden formar idea por la estirada fatuidad de los señores del día,
ni por la movible elegancia de nuestra dorada juventud. Tenía el cuerpo
pequeño, delgado y como enfermizo. Más que guerrero, aparentaba ser hombre de
estudio y su frente, que sin duda encerraba altos y delicados pensamientos, no
parecía la más propia para arrostrar los horrores de una batalla. Su endeble
constitución que, sin duda, contenía un espíritu privilegiado, parecía destinada
a sucumbir conmovida al primer choque. Y, sin embargo, según después supe,
aquel hombre tenía tanto corazón como inteligencia. Era Churruca.
Capítulo XIII
Desde que
salimos de Cádiz -dijo Malespina-, Churruca tenía el presentimiento de este
gran desastre. Él había opinado contra la salida porque conocía la inferioridad
de nuestras fuerzas y, además, confiaba poco en la inteligencia del jefe
Villeneuve. Todos sus pronósticos han salido ciertos, todos, hasta el de su
muerte, pues es indudable que la presentía, seguro como estaba de no alcanzar
la victoria. El 19 dijo a su cuñado Apodaca: “Antes que rendir mi navío,
lo he de volar o echar a pique. Este es el deber de los que sirven al rey y a
la patria”. El mismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole: “Si llegas a
saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto”.
Ya se
conocía, en la grave tristeza de su semblante, que preveía un desastroso
resultado. Yo creo que esta certeza y la imposibilidad material de evitarlo,
sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaron profundamente su alma, capaz de
las grandes acciones, así como de los grandes pensamientos.
Churruca era
hombre religioso, porque era un hombre superior. El 21, a las once de la
mañana, mandó subir toda la tropa y marinería. Hizo que se pusieran de rodillas
y dijo al capellán con solemne acento: “Cumpla usted, padre, con su ministerio
y absuelva a esos valientes, que ignoran lo que les espera en el combate”.
Concluida la ceremonia religiosa, les mandó poner en pie y hablando en tono
persuasivo y firme, exclamó: “¡Hijos míos! ¡en nombre de Dios, prometo la
bienaventuranza al que muera cumpliendo con sus deberes! Si alguno faltase a
ellos, le haré fusilar inmediatamente y, si escapase a mis miradas o a las de
los valientes oficiales que tengo el honor de mandar, sus remordimientos le
seguirán mientras arrastre el resto de sus días miserable y desgraciado”.
Esta arenga,
tan elocuente como sencilla, que hermanaba el cumplimiento del deber militar
con la idea religiosa, causó entusiasmo en toda la dotación del Nepomuceno.
¡Qué lástima de valor! Todo se perdió como un tesoro que cae al fondo del mar.
Avistados los ingleses, Churruca vio con el mayor desagrado las primeras
maniobras dispuestas por Villeneuve y, cuando éste hizo señales de que la
escuadra virase en redondo, lo cual, como todos saben, desconcertó el orden de
batalla, manifestó a su segundo que ya consideraba perdida la acción con tan
torpe estrategia. Desde luego, comprendió el aventurado plan de Nelson, que
consistía en cortar nuestra línea por el centro y retaguardia, envolviendo la
escuadra combinada y batiendo parcialmente sus buques, en tal disposición que
éstos no pudieran prestarse auxilio.
El Nepomuceno
vino a quedar al extremo de la línea. Rompióse el fuego entre el Santa Ana
y Royal Sovereign y, sucesivamente, todos los navíos fueron entrando en
el combate. Cinco navíos ingleses de la división de Collingwood se dirigieron
contra el San Juan pero dos de ellos siguieron adelante y Churruca no
tuvo que hacer frente más que a fuerzas triples.
Nos sostuvimos
enérgicamente contra tan superiores enemigos hasta las dos de la tarde,
sufriendo mucho, pero devolviendo doble estrago a nuestros contrarios. El
grande espíritu de nuestro heroico jefe parecía haberse comunicado a soldados y
marineros y las maniobras, así como los disparos, se hacían con una prontitud
pasmosa. La gente de leva se había educado en el heroísmo, sin más que dos
horas de aprendizaje, y nuestro navío, por su defensa gloriosa, no sólo era el
terror, sino el asombro de los ingleses.
Estos
necesitaron nuevos refuerzos: necesitaron seis contra uno. Volvieron los dos
navíos que nos habían atacado primero y el Dreadnoutgh se puso al
costado del San Juan, para batirnos a medio tiro de pistola. Figúrense
ustedes el fuego de estos seis colosos, vomitando balas y metralla sobre un
buque de 74 cañones. Parecía que nuestro navío se agrandaba, creciendo en
tamaño, conforme crecía el arrojo de sus defensores. Las proporciones
gigantescas que tomaban las almas, parecía que las tomaban también los cuerpos
y, al ver cómo infundíamos pavor a fuerzas seis veces superiores, nos creíamos
algo más que hombres.
Entre tanto,
Churruca, que era nuestro pensamiento, dirigía la acción con serenidad
asombrosa. Comprendiendo que la destreza había de suplir a la fuerza,
economizaba los tiros y lo fiaba todo a la buena puntería, consiguiendo así que
cada bala hiciera un estrago positivo en los enemigos. A todo atendía, todo lo
disponía y la metralla y las balas corrían sobre su cabeza, sin que ni una sola
vez se inmutara. Aquel hombre, débil y enfermizo, cuyo hermoso y triste
semblante no parecía nacido para arrostrar escenas tan espantosas, nos infundía
a todos misterioso ardor, sólo con el rayo de su mirada.
Pero Dios no
quiso que saliera vivo de la terrible porfía. Viendo que no era posible
hostilizar a un navío que por la proa molestaba al San Juan impunemente,
fue él mismo a apuntar el cañón y logró desarbolar al contrario. Volvía al
alcázar de popa, cuando una bala de cañón le alcanzó en la pierna derecha con
tal acierto que casi se la desprendió del modo más doloroso por la parte alta
del muslo. Corrimos a sostenerlo y el héroe cayó en mis brazos. ¡Qué terrible
momento! Aún me parece que siento bajo mi mano el violento palpitar de un
corazón que hasta en aquel instante terrible no latía sino por la patria. Su
decaimiento físico fue rapidísimo. Le vi esforzándose por erguir la cabeza, que
se le inclinaba sobre el pecho; le vi tratando de reanimar con una sonrisa su
semblante, cubierto ya de mortal palidez, mientras con voz apenas alterada,
exclamó: “Esto no es nada. Siga el
fuego”.
Su espíritu
se rebelaba contra la muerte, disimulando el fuerte dolor de un cuerpo
mutilado, cuyas postreras palpitaciones se extinguían de segundo en segundo.
Tratamos de bajarle a la cámara pero no fue posible arrancarle del alcázar. Al
fin, cediendo a nuestros ruegos, comprendió que era preciso abandonar el mando.
Llamó a Moyna, su
segundo, y le dijeron que había muerto. Llamó al comandante de la primera
batería y éste, aunque gravemente herido, subió al alcázar y tomó posesión del
mando.
Desde aquel
momento, la tripulación se achicó. De gigante se convirtió en enano. Desapareció
el valor y comprendimos que era indispensable rendirse. La consternación de que
yo estaba poseído desde que recibí en mis brazos al héroe del San Juan,
no me impidió observar el terrible efecto causado en los ánimos de todos por
aquella desgracia. Como si una repentina parálisis moral y física hubiera
invadido la tripulación, así se quedaron todos helados y mudos, sin que el
dolor ocasionado por la pérdida de hombre tan querido diera lugar al bochorno
de la rendición.
La mitad de
la gente estaba muerta o herida; la mayor parte de los cañones desmontados; la
arboladura, excepto el palo de trinquete, había caído y el timón no funcionaba.
En tan lamentable estado, aún se quiso hacer un esfuerzo para seguir al Príncipe
de Asturias, que había izado la señal de retirada, pero el Nepomuceno,
herido de muerte, no pudo gobernar en dirección alguna. Y a pesar de la ruina y
destrozo del buque, a pesar del desmayo de la tripulación, a pesar de concurrir
en nuestro daño circunstancias tan desfavorables, ninguno de los seis navíos
ingleses se atrevió a intentar un abordaje. Temían a nuestro navío aun después
de vencerlo.
Churruca, en
el paroxismo de su agonía, mandaba clavar la bandera y que no se rindiera el
navío mientras él viviese. El plazo no podía menos de ser desgraciadamente muy
corto porque Churruca se moría a toda prisa y cuantos le asistíamos nos
asombrábamos de que alentara todavía un cuerpo en tal estado. Y era que le
conservaba así la fuerza del espíritu, apegado con irresistible empeño a la
vida, porque para él en aquella ocasión vivir era un deber. No perdió el
conocimiento hasta los últimos instantes. No se quejó de sus dolores, ni mostró
pesar por su fin cercano; antes bien, todo su empeño consistía, sobre todo, en
que la oficialidad no conociera la gravedad de su estado y en que ninguno
faltase a su deber. Dio las gracias a la tripulación por su heroico comportamiento.
Dirigió algunas palabras a su cuñado Ruiz de Apodaca y, después de consagrar un
recuerdo a su joven esposa y de elevar el pensamiento a Dios, cuyo nombre oímos
pronunciado varias veces tenuemente por sus secos labios, expiró con la
tranquilidad de los justos y la entereza de los héroes, sin la satisfacción de
la victoria pero, también, sin el resentimiento del vencido, asociando el deber
a la dignidad y haciendo de la disciplina una religión; firme como
militar, sereno como hombre, sin pronunciar una queja, ni acusar a nadie, con
tanta dignidad en la muerte como en la vida. Nosotros contemplábamos su cadáver
aún caliente y nos parecía mentira. Creíamos que había de despertar para
mandamos de nuevo y tuvimos para llorarle menos entereza que él para morir,
pues al expirar se llevó todo el valor, todo el entusiasmo que nos había
infundido.
Recuerdo que el libro CHURRUCA. ELOGIO HISTÓRICO se puede conseguir en Amazon:
- formato ebook: https://www.amazon.es/dp/B0848SKRNW
- formato libro: https://www.amazon.es/dp/1659639735
y que ya se puede acudir a la librería habitual e indicar que lo distribuye ELKAR.El ISBN es: 978-16-596-3973-5.
En el País Vasco y Navarra , en las librerías del grupo Elkar
y en San Sebastián, además, en Lagun y Hontza.
Se puede comprar on line en:
El https://www.elkar.eus/es/liburu_fitxa/churruca-elogio-historico/alvaro-ocariz-jose-andres/9781659639735
Y mi edición de Trafalgar:
En vuestra librería habitual, indicando el título de la obra, el nombre del autor y que lo distribuyen Elkar y Santos Ochoa (el ISBN es 9781973569749)
Además:
En Madrid, en la librería Pérez Galdós de la calle Hortaleza.
En el País Vasco y Navarra, en las librerías del grupo Elkar.
En Logroño y Soria, en Santos Ochoa.
En San Sebastián, en Lagun y Hontza.
En Pamplona, en Walden.
En Logroño, en Cerezo.
Y on line:
https://www.elkar.eus/es/liburu_fitxa/trafalgar-ed-centenario/perez-galdos-benito/alvaro-ocariz-jose-a-ed/9781973569749
https://www.santosochoa.es/a/9781973569749/TRAFALGAR___EDICION_CRITICA
No hay comentarios:
Publicar un comentario