A lo largo de este año, publicaremos diversos artículos sobre Blas de Otero. En 1953,
Dámaso Alonso escribe lo siguiente:
“De Blas de Otero, como ejemplo de
poesía desarraigada, diré ahora unas palabras. Hay cierta bronquedad, cierta
hirsutez en su poesía, que a mí me gusta (estoy harto de versos
barbilampiñados, y a veces una chispita bardajillos). Esa brusquedad se corresponde
muy bien con el fondo de su poesía; y no nos engañemos: este poeta tiene un
extraordinario dominio de su palabra. Su verso es áspero, no por otra cosa,
sino porque se corresponde con el derrumbamiento en huída del mundo y de su
imagen del mundo.
Por lo demás, yo ignoro dónde nació Blas
de Otero. Le he situado provisionalmente en Bilbao, porque desde allí me ha
escrito dos veces y sé que allí vive. El apellido bien castellano es.
No he visto nunca a Blas de Otero. No sé
cuántos años tiene, aunque debe de tener ahora unos treinta y cinco; se nos
sitúa, pues, entre Panero y Valverde; y esto sólo para probar que no se trata
de diferencias generacionales.
La obra de Blas de Otero es hasta ahora
breve; conozco dos libros: Ángel
fieramente humano y Redoble de
conciencia, libro que había obtenido el Premio Boscán en 1950. La poesía de
Blas de Otero es quizá la que más me ha conmovido en estos dos últimos años .
La elijo en gran parte por esto; en parte también porque, por ser tan compacta
(sólo unas 135 páginas –y hay muchos blancos- entre ambos libros), puedo quizá
orientarme algo mejor por ella en el brevísimo espacio de que dispongo. Y hay
otra razón para traerle aquí: Otero es quien con más lucidez que nadie ha
expresado –en el pórtico de su primer libro- los datos esenciales del problema
del desarraigo. De ahí, de ahí es de donde brota todo este canto frenético y en
jirones:
Un mundo como un árbol desgajado.
Una generación desarraigada.
Unos hombres sin más destino que
apuntalar las ruinas.
Yo entiendo –pero el poeta probablemente
no lo ha pensado así- “generación” en el
sentido más amplio: todos los vivientes, porque esa losa pesa lo mismo sobre
jóvenes que viejos. Nuestro destino es ése. Lo mismo el de los grandes nombres
internacionales que le quieren poner parches a la más precaria paz que el de
ese pobre hombre que sólo busca unos metros con techo para refugiar a sus
hijos, símbolo de una Humanidad deshogarada. Nuestro terrible destino es ése: apuntaladores de
ruinas.
El primer tema, el que antes ve el
lector, y que, según avanza en la lectura, se le sitúa como centro obsesionante
de esta poesía, es nihilista: desolación, vacío, vértigo:
Desolación y vértigo se juntan,
parece que nos vamos a caer,
que nos ahogan por dentro. Nos sentimos
solos…
Profundamente cala, agarra, esta
desposeída sombra:
… y nuestra sombra en la pared
no es nuestra, es una sombra que no sabe,
que no puede acordarse de quién es.
Los sobresaltos de la pesadilla se
suceden: la caída onírica en el vacío inacabable; la entrada en la región donde
no hay “nadie, nadie, nadie”; la necesidad, la agonía de preguntar eso: todo,
la “gran pregunta”; y no poder:
Cuando morir es ir donde no hay nadie,
nadie, nadie; caer, no llegar nunca,
nunca, nunca; morirse, y no poder
hablar, gritar, hacer la gran pregunta
Esta visión de enorme noche sin límite
para el desconsuelo, de desolado vacío, está esparcida como una tristeza
esencial que penetra todos los rincones por toda la poesía de Otero. Oquedad
creciente, invasora, que nos absorbe y nos lleva a nuestro problema único, por
la eficacia, el poder de captación del poeta. Posee Otero una capacidad
idiomática condensadora , estrujadora de materia, superior quizá a la de casi
todos sus coetáneos, comparable, por lo que toca a su fuerza y nitidez –dentro,
claro, de lo más dispar-, a las de un García Lorca y de algunos otros poetas de
mi misma generación, que tantas invenciones expresivas trajo a nuestra lengua;
a veces, comparable al más angustiado y apretado Quevedo. Como en este soneto
que tiene por título Hombre:
Luchando, cuerpo a cuerpo, con la
muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.
Oh Dios. Si he de morir, quiero
tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.
Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.
Esto es ser hombre: horror a manos
llenas.
Ser —y no ser— eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!
Ser —y no ser— eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!
Este eterno y fugitivo agonizante que
pregunta desgarradoramente a Dios, grita horrorizado para mantenerle despierto,
hablando solo, arañando las sombras en un vano intento de descubrir la esencia
y la forma imposibles; sí, este miserable en agonía, expresa bien la angustia
de nuestra búsqueda desesperada. Precisión conceptual en el primer terceto. Y
el soneto termina con la imagen del ángel tristemente humano, contenida de modo
exacto en el último verso: “Ángel con grandes alas de cadenas”. No, este soneto
no desmerece al lado de los buenos de don Francisco.
Patente es en él cómo el tema del vacío
se enlaza con el religioso. Porque, en definitiva, el vacío en el hombre es
sólo un ansia de Dios. Y por ser infinito lo buscado, el no encontrarle es un
infinito negativo: una angustia infinita, un vacío absoluto. Así, toda la
poesía de Otero es una desesperada carrera hacia Dios, un buscar en soledad.
Una búsqueda que es también una lucha con Dios, un luchar con él para hallarle,
para que se revele, para mantenerle despierto como en el soneto Hombre. La expresión es a veces de pura
energía. La mano de Dios llaga o hiela; el poeta no la puede resistir.
Me haces daño ,Señor. Quita tu mano
de encima. Déjame con mi vacío,
déjame. Para abismo, con el mío
tengo bastante. Oh, Dios, si eres humano,
compadécete ya, quita esa mano
de encima. No me sirve. Me da frío
y miedo.
Yo no soy teólogo; y,
aunque lo fuera, me guardaría mucho de solicitar adhesiones. Pero no puedo
menos de decir (porque lo he visto, personalmente, en mi campo literario) que,
en escritores de acendrada catolicidad –bien que místicos o cercanos a la
mística- se encuentran bastantes veces expresiones de parecida violencia. Y,
por lo que toca al tema de la “mano de Dios” heridora y desgarradora del alma
del hombre, más aún que el pasaje de San Juan de la Cruz con el que autoriza
Otero su soneto (y de donde saca el título) se podría aducir otro del gran
jesuita inglés Gerard Manley Hopkins, tan cerca en tantas cosas –por casual
afinidad- de estos desgarrados poetas religiosos de hoy. Hopkins habla de la
“diestra” divina: la “zarpa estrujamundos” , la llama él. La divinidad está
representada como una enorme fuerza heridora:
Mas, ay, di , tú,
terrible, dime ¿por qué sacudes
rudamente tu diestra, tu
zarpa estrujamundos,
sobre mí? Di , ¿por qué,
por qué me apesadumbran
tus miembros de león, y
por qué atisbas
con tus oscuros ojos
devorantes
estos mis huesos
lacerados?
¿Por qué aventas
en borrascosas ráfagas,
a mí, apilado acervo
enloquecido
por huirte, escapar?
Aquella noche, el año
aquel, entre tinieblas ya
extinguidas,
miserable yací, yací
luchando
con mi Dios.”
Estas coincidencias no
son azar, y menos “literatura”·, son, sencillamente, nuestra radical angustia. Son
eso: “hombre”, horror de hombre, miseria de hombre. San Juan de la Cruz también
las sentía, y las condensó, teóricamente, en los túneles de sus noches.
Todos los temas de
Otero se enlazan, se reducen a unidad: esa lucha con Dios no es sino
representación concreta del más terrible amor, amor insatisfecho. Y aún en la
más alta mística, el amor es insatisfecho, pues la unión permanente con la
divinidad sólo es posible tras la muerte.
De la otra ladera,
trasponiendo toda cima, estamos en el amor humano. ¿Podemos deslindarlo así,
absolutamente? El amor, el amor humano es, en nuestra vida mortal, lo que más
se aproxima a infinitud; es decir, lo que más se puede parecer a amor divino.
El amor divino es, por esencia, inexpresable, inefable. Por eso, la literatura
mística de todas las épocas ha hecho del amor humano símbolo o expresión del
divino. El cruce, la voluntaria sustitución, está en el Cantar de los cantares y en
toda la tradición mística de todos los
pueblos y de todas las religiones. Para Blas de Otero, el amor humano no es más
que un ansia de abismarse, una imagen o una insatisfactoria sustitución del
otro más alto:
Cada beso que doy, como
un zarpazo
en el vacío, es carne
olfateada
de Dios, hambre de Dios,
sed abrasada
en la trenzada hoguera de
un abrazo.
Esa tierra con luz es
cuerpo mío.
Alba de Dios,
estremecidamente
subirá por mi sangre. Y
un relente
de llama me dará tu
escalofrío.
En esta zona de
ternura, de vez en cuando, el poeta se vuelve del lado de la belleza mortal y
de las dulces formas humanas. En esas ocasiones, la expresión se hace graciosa,
se remansa, como en delicias (pero aún el frenesí, la sed de plenitud,
precipitarán el final) Es del mismo soneto Cuerpo
tuyo:
Puente de dos columnas; y
yo, río.
Tú, río derrumbado; y yo,
su puente,
abrazando, cercando su
corriente
de luz, de amor, de
sangre en desvarío.
Todo está pensado en futuro en este soneto
primaveral. El tema juvenil, virginal, alterna en los tercetos con el de la
plenitud y la entrega. Luego serás, dice a la amada “fronda de Dios y sima
mía”. El poeta vuelve, pues, en seguida, a su unidad temática.
Esos temas de Otero,
tan trabados, tan enlazados entre sí –Dios, Amor, Muerte- , son los esenciales
del hombre. En el centro de este triángulo se inserta (fue nuestro punto de
partida y terminamos con él) un espantoso vacío, que fragua con imágenes casi
con posibilidad de inmediata traducción cinematográfica:
Imagine mi horror por un momento
que Dios, el solo vivo, no existiera
o que existiendo, sólo consistiera
en tierra, en agua, en fuego, en sombra, en viento.
Y que la muerte, oh estremecimiento,
fuese el hueco sin luz de una escalera,
un colosal vacío que se hundiera
en un silencio desolado, liento…
La última palabra (liento; es decir, húmedo, blando) poco
común en el habla de las ciudades, aunque aún con largo arraigo rural, nos
invitaría a hablar de algunos rasgos del estilo de Otero. Pero quiero que esa
nota se mantenga en los límites de una volandera apreciación crítica sin entrar
en lo estilístico. Me limito, pues, a señalar la poesía de Otero como uno de
los más claros depósitos de materias para análisis de estilo.
Muchos desprecian
estos estudios. Despreciar es fácil. Sólo diré que, por ellos, la misteriosa
forma de la palabra humana se nos transparenta algo, nos revela de algún modo,
aunque aún mínimo, cómo y por qué es transportadora de mundos de pensamiento y
emoción.
Todo es don de Dios,
que ha querido que Otero fieramente le cantara -¿a quién sino a Dios, canta
toda su poesía?- , no obra de artífice. Otero ha sido dotado de unos medios
expresivos que extraordinariamente mueven al lector en un intervalo muy amplio,
que va, desde la terrible sacudida, que es lo predominante, hasta la suave
gracia de la brisa primaveral que algunas veces nos orea.
Asustan la fuerza y la
madurez de esta voz. ¿Hasta dónde se alzará esta “torre de Dios”, azotada por
tempestades? No sé. Dentro de la poesía desarraigada española, dentro de esta
poesía en la que muchos buscamos angustiosamente nuestras amarras esenciales
-¡no existenciales!-, estos libros de Blas de Otero son una maravillosa
realidad. Y una larga esperanza.
ALONSO,D. Poetas españoles contemporáneos. (Ed Gredos, Madrid-1952)
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