martes, 23 de febrero de 2016

20.000 visitas

Esta semana hemos llegado a las 20.000 visitas. Este es el ranking de los artículos más leídos y de los países a los que pertenecían los lectores. Muchas gracias por vuestra fidelidad

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Argentina: 124
Reino Unido: 56

Muchas gracias a todos

domingo, 21 de febrero de 2016

Cien años de Rubén Darío

En 2016 se recuerdan los cien años del fallecimiento de uno de los poetas más importantes de nuestra lengua, el nicaragüense Rubén Darío, autor de unos de los poemas más vibrantes y luminosos que se han escrito en castellano. 

 A Caupolicán

Es algo formidable que vio la vieja raza:
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.

Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.

Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.

«¡El Toqui, el Toqui!» clama la conmovida casta.
Anduvo, anduvo, anduvo. La aurora dijo: «Basta»,
e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.



Marcha triunfal

Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines,
la espada se anuncia con vivo reflejo;
ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.

Ya pasa debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,
los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas
la gloria solemne de los estandartes,
llevados por manos robustas de heroicos atletas.
Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,
los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,
los cascos que hieren la tierra
y los timbaleros,
que el paso acompasan con ritmos marciales.
¡Tal pasan los fieros guerreros
debajo los arcos triunfales!

Los claros clarines de pronto levantan sus sones,
su canto sonoro,
su cálido coro,
que envuelve en su trueno de oro
la augusta soberbia de los pabellones.
Él dice la lucha, la herida venganza,
las ásperas crines,
los rudos penachos, la pica, la lanza,
la sangre que riega de heroicos carmines
la tierra;
de negros mastines
que azuza la muerte, que rige la guerra.

Los áureos sonidos
anuncian el advenimiento
triunfal de la Gloria;
dejando el picacho que guarda sus nidos,
tendiendo sus alas enormes al viento,
los cóndores llegan. ¡Llegó la victoria!

Ya pasa el cortejo.
Señala el abuelo los héroes al niño.
Ved cómo la barba del viejo
los bucles de oro circunda de armiño.
Las bellas mujeres aprestan coronas de flores,
y bajo los pórticos vense sus rostros de rosa;
y la más hermosa
sonríe al más fiero de los vencedores.
¡Honor al que trae cautiva la extraña bandera
honor al herido y honor a los fieles
soldados que muerte encontraron por mano extranjera!

¡Clarines! ¡Laureles!

Los nobles espadas de tiempos gloriosos,
desde sus panoplias saludan las nuevas coronas y lauros
?las viejas espadas de los granaderos, más fuertes que osos,
hermanos de aquellos lanceros que fueron centauros?.
Las trompas guerreras resuenan:
de voces los aires se llenan...

?A aquellas antiguas espadas,
a aquellos ilustres aceros,
que encaman las glorias pasadas...
Y al sol que hoy alumbra las nuevas victorias ganadas,
y al héroe que guía su grupo de jóvenes fieros,
al que ama la insignia del suelo materno,
al que ha desafiado, ceñido el acero y el arma en la mano,
los soles del rojo verano,
las nieves y vientos del gélido invierno,
la noche, la escarcha
y el odio y la muerte, por ser por la patria inmortal,
¡saludan con voces de bronce las trompas de guerra que tocan la marcha triunfal!...
 Sonatina
La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

El jardín puebla el triunfo de los pavos reales.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y vestido de rojo piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.

¿Piensa, acaso, en el príncipe de Golconda o de China,
o en el que ha detenido su carroza argentina
para ver de sus ojos la dulzura de luz?
¿O en el rey de las islas de las rosas fragantes,
o en el que es soberano de los claros diamantes,
o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar;
ir al sol por la escala luminosa de un rayo,
saludar a los lirios con los versos de mayo
o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,
ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,
ni los cisnes unánimes en el lago de azur.
Y están tristes las flores por la flor de la corte,
los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,
de Occidente las dalias y las rosas del Sur.

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!
Está presa en sus oros, está presa en sus tules,
en la jaula de mármol del palacio real;
el palacio soberbio que vigilan los guardas,
que custodian cien negros con sus cien alabardas,
un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!
(La princesa está triste. La princesa está pálida.)
¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe,
(La princesa está pálida. La princesa está triste.)
más brillante que el alba, más hermoso que abril!

-«Calla, calla, princesa -dice el hada madrina-;
en caballo, con alas, hacia acá se encamina,
en el cinto la espada y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a encenderte los labios con un beso de amor».

A Rubén Darío le dedicó otro de nuestros grandes poetas, Antonio Machado, estos dos poemas :

Este noble poeta, que ha escuchado
los ecos de la tarde y los violines
del otoño en Verlaine, y que ha cortado
las rosas de Ronsard en los jardines
de Francia, hoy, peregrino
de un Ultramar de Sol, nos trae el oro
de su verbo divino.
¡Salterios del loor vibran en coro!
La nave bien guarnida,
con fuerte casco y acerada prora,
de viento y luz la blanca vela henchida
surca, pronta a arribar, la mar sonora.
Y yo le grito: ¡Salve! a la bandera
flamígera que tiene
esta hermosa galera,
que de una nueva España a España viene.

Si era toda en tu verso la armonía del mundo,
¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?
Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares,
corazón asombrado de la música astral,

¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno
y con las nuevas rosas triunfantes volverás?
¿Te han herido buscando la soñada Florida,
la fuente de la eterna juventud, capitán?

Que en esta lengua madre la clara historia quede;
corazones de todas las Españas, llorad.
Rubén Darío ha muerto en sus tierras de Oro,
esta nueva nos vino atravesando el mar.

Pongamos, españoles, en un severo mármol,
su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más:
Nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo,
nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan.


sábado, 20 de febrero de 2016

acto de Palencia en la prensa

El 19 de febrero presenté mi libro EL GRAN CAPITÁN en Palencia. El acto fue organizado por la ACT Fernando III el Santo. Desde aquí mi agradecimiento por todo lo que hicieron para que mi estancia en Palencia fuera lo más agradable posible.

Noticia del acto en el Diario Palentino :


Fotografía que apareció en El Norte de Castilla

 


domingo, 14 de febrero de 2016

Blas de Otero, centenario de un poeta





A lo largo de este año, publicaremos diversos artículos sobre Blas de Otero. En 1953, Dámaso Alonso escribe  lo siguiente:  

“De Blas de Otero, como ejemplo de poesía desarraigada, diré ahora unas palabras. Hay cierta bronquedad, cierta hirsutez en su poesía, que a mí me gusta (estoy harto de versos barbilampiñados, y a veces una chispita bardajillos). Esa brusquedad se corresponde muy bien con el fondo de su poesía; y no nos engañemos: este poeta tiene un extraordinario dominio de su palabra. Su verso es áspero, no por otra cosa, sino porque se corresponde con el derrumbamiento en huída del mundo y de su imagen del mundo.
Por lo demás, yo ignoro dónde nació Blas de Otero. Le he situado provisionalmente en Bilbao, porque desde allí me ha escrito dos veces y sé que allí vive. El apellido bien castellano es.

No he visto nunca a Blas de Otero. No sé cuántos años tiene, aunque debe de tener ahora unos treinta y cinco; se nos sitúa, pues, entre Panero y Valverde; y esto sólo para probar que no se trata de diferencias generacionales.

La obra de Blas de Otero es hasta ahora breve; conozco dos libros: Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia, libro que había obtenido el Premio Boscán en 1950. La poesía de Blas de Otero es quizá la que más me ha conmovido en estos dos últimos años . La elijo en gran parte por esto; en parte también porque, por ser tan compacta (sólo unas 135 páginas –y hay muchos blancos- entre ambos libros), puedo quizá orientarme algo mejor por ella en el brevísimo espacio de que dispongo. Y hay otra razón para traerle aquí: Otero es quien con más lucidez que nadie ha expresado –en el pórtico de su primer libro- los datos esenciales del problema del desarraigo. De ahí, de ahí es de donde brota todo este canto frenético y en jirones:

Un mundo como un árbol desgajado.
Una generación desarraigada.
Unos hombres sin más destino que
apuntalar las ruinas.

Yo entiendo –pero el poeta probablemente no lo ha pensado así- “generación”  en el sentido más amplio: todos los vivientes, porque esa losa pesa lo mismo sobre jóvenes que viejos. Nuestro destino es ése. Lo mismo el de los grandes nombres internacionales que le quieren poner parches a la más precaria paz que el de ese pobre hombre que sólo busca unos metros con techo para refugiar a sus hijos, símbolo de una Humanidad deshogarada. Nuestro  terrible destino es ése: apuntaladores de ruinas.

El primer tema, el que antes ve el lector, y que, según avanza en la lectura, se le sitúa como centro obsesionante de esta poesía, es nihilista: desolación, vacío, vértigo:

Desolación y vértigo se juntan,
parece que nos vamos a caer,
que nos ahogan por dentro. Nos sentimos
solos…

Profundamente cala, agarra, esta desposeída sombra:

… y nuestra sombra en la pared
no es nuestra, es una sombra que no sabe,
que no puede acordarse de quién es.

Los sobresaltos de la pesadilla se suceden: la caída onírica en el vacío inacabable; la entrada en la región donde no hay “nadie, nadie, nadie”; la necesidad, la agonía de preguntar eso: todo, la “gran pregunta”; y no poder:

Cuando morir es ir donde no hay nadie,
nadie, nadie; caer, no llegar nunca,
nunca, nunca; morirse, y no poder
hablar, gritar, hacer la gran pregunta

Esta visión de enorme noche sin límite para el desconsuelo, de desolado vacío, está esparcida como una tristeza esencial que penetra todos los rincones por toda la poesía de Otero. Oquedad creciente, invasora, que nos absorbe y nos lleva a nuestro problema único, por la eficacia, el poder de captación del poeta. Posee Otero una capacidad idiomática condensadora , estrujadora de materia, superior quizá a la de casi todos sus coetáneos, comparable, por lo que toca a su fuerza y nitidez –dentro, claro, de lo más dispar-, a las de un García Lorca y de algunos otros poetas de mi misma generación, que tantas invenciones expresivas trajo a nuestra lengua; a veces, comparable al más angustiado y apretado Quevedo. Como en este soneto que tiene por título Hombre:

Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte, 
al borde del abismo, estoy clamando 
a Dios. Y su silencio, retumbando, 
ahoga mi voz en el vacío inerte.
Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte 
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo 
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando 
solo. Arañando sombras para verte.
Alzo la mano, y tú me la cercenas. 
Abro los ojos: me los sajas vivos. 
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.
Esto es ser hombre: horror a manos llenas. 
Ser —y no ser— eternos, fugitivos. 
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

Este eterno y fugitivo agonizante que pregunta desgarradoramente a Dios, grita horrorizado para mantenerle despierto, hablando solo, arañando las sombras en un vano intento de descubrir la esencia y la forma imposibles; sí, este miserable en agonía, expresa bien la angustia de nuestra búsqueda desesperada. Precisión conceptual en el primer terceto. Y el soneto termina con la imagen del ángel tristemente humano, contenida de modo exacto en el último verso: “Ángel con grandes alas de cadenas”. No, este soneto no desmerece al lado de los buenos de don Francisco.

Patente es en él cómo el tema del vacío se enlaza con el religioso. Porque, en definitiva, el vacío en el hombre es sólo un ansia de Dios. Y por ser infinito lo buscado, el no encontrarle es un infinito negativo: una angustia infinita, un vacío absoluto. Así, toda la poesía de Otero es una desesperada carrera hacia Dios, un buscar en soledad. Una búsqueda que es también una lucha con Dios, un luchar con él para hallarle, para que se revele, para mantenerle despierto como en el soneto Hombre. La expresión es a veces de pura energía. La mano de Dios llaga o hiela; el poeta no la puede resistir.

Me haces daño ,Señor. Quita tu mano
de encima. Déjame con mi vacío,
déjame. Para abismo, con el mío
tengo bastante. Oh, Dios, si eres humano,

compadécete ya, quita esa mano
de encima. No me sirve. Me da frío
y miedo.

Yo no soy teólogo; y, aunque lo fuera, me guardaría mucho de solicitar adhesiones. Pero no puedo menos de decir (porque lo he visto, personalmente, en mi campo literario) que, en escritores de acendrada catolicidad –bien que místicos o cercanos a la mística- se encuentran bastantes veces expresiones de parecida violencia. Y, por lo que toca al tema de la “mano de Dios” heridora y desgarradora del alma del hombre, más aún que el pasaje de San Juan de la Cruz con el que autoriza Otero su soneto (y de donde saca el título) se podría aducir otro del gran jesuita inglés Gerard Manley Hopkins, tan cerca en tantas cosas –por casual afinidad- de estos desgarrados poetas religiosos de hoy. Hopkins habla de la “diestra” divina: la “zarpa estrujamundos” , la llama él. La divinidad está representada como una enorme fuerza heridora:

Mas, ay, di , tú, terrible, dime ¿por qué sacudes
rudamente tu diestra, tu zarpa estrujamundos,
sobre mí? Di , ¿por qué, por qué me apesadumbran
tus miembros de león, y por qué atisbas
con tus oscuros ojos devorantes
estos mis huesos lacerados?
¿Por qué aventas
en borrascosas ráfagas,
a mí, apilado acervo enloquecido
por huirte, escapar?
Aquella noche, el año
aquel, entre tinieblas ya extinguidas,
miserable yací, yací luchando
con mi Dios.”

Estas coincidencias no son azar, y menos “literatura”·, son, sencillamente, nuestra radical angustia. Son eso: “hombre”, horror de hombre, miseria de hombre. San Juan de la Cruz también las sentía, y las condensó, teóricamente, en los túneles de sus noches.

Todos los temas de Otero se enlazan, se reducen a unidad: esa lucha con Dios no es sino representación concreta del más terrible amor, amor insatisfecho. Y aún en la más alta mística, el amor es insatisfecho, pues la unión permanente con la divinidad sólo es posible tras la muerte.

De la otra ladera, trasponiendo toda cima, estamos en el amor humano. ¿Podemos deslindarlo así, absolutamente? El amor, el amor humano es, en nuestra vida mortal, lo que más se aproxima a infinitud; es decir, lo que más se puede parecer a amor divino. El amor divino es, por esencia, inexpresable, inefable. Por eso, la literatura mística de todas las épocas ha hecho del amor humano símbolo o expresión del divino. El cruce, la voluntaria sustitución, está en el Cantar  de los cantares y en toda la  tradición mística de todos los pueblos y de todas las religiones. Para Blas de Otero, el amor humano no es más que un ansia de abismarse, una imagen o una insatisfactoria sustitución del otro más alto:

Cada beso que doy, como un zarpazo
en el vacío, es carne olfateada
de Dios, hambre de Dios, sed abrasada
en la trenzada hoguera de un abrazo.

Esa tierra con luz es cuerpo mío.
Alba de Dios, estremecidamente
subirá por mi sangre. Y un relente
de llama me dará tu escalofrío.

En esta zona de ternura, de vez en cuando, el poeta se vuelve del lado de la belleza mortal y de las dulces formas humanas. En esas ocasiones, la expresión se hace graciosa, se remansa, como en delicias (pero aún el frenesí, la sed de plenitud, precipitarán el final) Es del mismo soneto Cuerpo tuyo:

Puente de dos columnas; y yo, río.
Tú, río derrumbado; y yo, su puente,
abrazando, cercando su corriente
de luz, de amor, de sangre en desvarío.

 Todo está pensado en futuro en este soneto primaveral. El tema juvenil, virginal, alterna en los tercetos con el de la plenitud y la entrega. Luego serás, dice a la amada “fronda de Dios y sima mía”. El poeta vuelve, pues, en seguida, a su unidad temática.

Esos temas de Otero, tan trabados, tan enlazados entre sí –Dios, Amor, Muerte- , son los esenciales del hombre. En el centro de este triángulo se inserta (fue nuestro punto de partida y terminamos con él) un espantoso vacío, que fragua con imágenes casi con posibilidad de inmediata traducción cinematográfica:

Imagine mi horror por un momento
que Dios, el solo vivo, no existiera
o que existiendo, sólo consistiera
en tierra, en agua, en fuego, en sombra, en viento.

Y que la muerte, oh estremecimiento,
fuese el hueco sin luz de una escalera,
un colosal vacío que se hundiera
en un silencio desolado, liento…

La última palabra (liento; es decir, húmedo, blando) poco común en el habla de las ciudades, aunque aún con largo arraigo rural, nos invitaría a hablar de algunos rasgos del estilo de Otero. Pero quiero que esa nota se mantenga en los límites de una volandera apreciación crítica sin entrar en lo estilístico. Me limito, pues, a señalar la poesía de Otero como uno de los más claros depósitos de materias para análisis de estilo.

Muchos desprecian estos estudios. Despreciar es fácil. Sólo diré que, por ellos, la misteriosa forma de la palabra humana se nos transparenta algo, nos revela de algún modo, aunque aún mínimo, cómo y por qué es transportadora de mundos de pensamiento y emoción.

Todo es don de Dios, que ha querido que Otero fieramente le cantara -¿a quién sino a Dios, canta toda su poesía?- , no obra de artífice. Otero ha sido dotado de unos medios expresivos que extraordinariamente mueven al lector en un intervalo muy amplio, que va, desde la terrible sacudida, que es lo predominante, hasta la suave gracia de la brisa primaveral que algunas veces nos orea.

Asustan la fuerza y la madurez de esta voz. ¿Hasta dónde se alzará esta “torre de Dios”, azotada por tempestades? No sé. Dentro de la poesía desarraigada española, dentro de esta poesía en la que muchos buscamos angustiosamente nuestras amarras esenciales -¡no existenciales!-, estos libros de Blas de Otero son una maravillosa realidad. Y una larga esperanza.


 ALONSO,D.   Poetas españoles contemporáneos. (Ed Gredos, Madrid-1952)